El abuelo

Lo cierto es que no nos hacía ninguna gracia visitar aquella casa.
Allí vivían nuestros abuelos, aunque en realidad, se podría decir que vivía únicamente nuestra abuela.
El abuelo estaba en una silla de ruedas y su cerebro solamente le servía para mantenerlo con vida.
Aquel que había sido un buen arquitecto y un hombre de una humanidad especial, vivió los últimos años de su vida como un vegetal.

Lo recuerdo como una persona de mucho carácter. Sentía miedo cuando él estaba cerca, ya que se me hacía imposible saber cuando hablaba en serio ó cuando lo hacía en broma, dado que su forma de hablar era muy seca.
Se decía que cuando había que darle una mala noticia, sus empleados se jugaban a los chinos quién se la iba a comunicar, ya que sus gritos se oían en toda la manzana.
Sin embargo era una buena persona, que con los años fui conociendo y amando, ya que se trataba de alguien que amaba profundamente. Desgraciadamente, cuando pude empezar a conocerlo a fondo, ya estaba en la silla de ruedas con su cerebro completamente desconectado.

Su esposa, la abuela, era una persona totalmente diferente a él. De mente sinuosa y malévola disfrutaba manipulándo a todos los de su entorno. Sus tres hijos se casaron para poder salir de su influencia y, cada vez que se acercaban a la madre, tenían problemas matrimoniales. Dos de los tres hijos se separaron y en ello tenía mucho que ver la acción de la abuela.

Ir a aquella casa se nos hacía, a mis hermanos y a mi, un verdadero suplicio, al tener que soportar la conversación de la abuela, que solía versar sobre libros cuyos protagonistas eran gente de la alta sociedad, sobre los líos de sus hijos y sus problemas con el “servicio”.
Ibamos obligados por nuestro padre, ya que éramos incapaces de hacerlo por gusto.

Un año antes de la muerte de nuestro abuelo, nuestro padre nos “convenció” para que fuéramos a ver a nuestros abuelos.
Yo tendría entonces unos diecisiete años.

Llegamos al piso y fue ella misma quién nos abrió la puerta. Después de intercambiar los saludos de rigor, nos acompañó al salón en el que estaba nuestro abuelo, en su silla de ruedas, totalmente ajeno a todo.

Aquellas visitas nos daban la impresión de haber retrocedido un par de siglos, ya que nuestra abuela vestía y se comportaba como un aristócrata de la Francia anterior a la revolución francesa. Su peinado, su rostro totalmente blanqueado por los polvos de arroz que se ponía, sus vestidos abombados y lo cursi de su forma de hablar, ejercían como de tunel del tiempo en nosotros.

Recuerdo que, tras sentarnos, nuestra abuela llamó a la “chica de servicio” y le dijo que nos preparara un refrigerio y unas galletas, para lo cual le dio la llave de la nevera, que tenía cerrada con llave porqué “el servicio te roba en cuanto te descuidas”.

Luego, ella empezó a hablar, yo desconecté y me sumergí en mis pensamientos.
No recuerdo ya lo que estuve pensando, pero cuando llevábamos una hora de “visita” miré hacia mi abuelo, en su silla de ruedas.

– Por lo menos él tiene la suerte de no oir lo que está diciendo su mujer – recuerdo que pensé, aburrido.

Mi mirada recorrió la silla de ruedas y subió hasta su cara, en que destacaban aquellas gafas de concha que siempre llevaba el abuelo.
Me fijé en sus ojos que siempre miraban al frente, vacíos, inexpresivos.

Entonces noté que cobraban vida, como se movían y me miraban.
Aquellos ojos cambiaron la expresión de su cara y vi como su rostro reflejaba compasión, tristeza, comprensión, amor.
Luego sus ojos se llenaron de lágrimas, mientras me sostenía la mirada.
Después aparté la mirada sin poder creer lo que había estado viendo.

Mi abuela seguía hablando y hablando, ajena a lo que acababa de ocurrir.

Un año mas tarde, mi abuelo murió.
Simplemente, dejó de respirar.

Yo pensé que se trataba aquella vivencia, de una ilusión que había tenido aquel día. Mirándolo racionalmente, era imposible que una persona en estado vegetativo pudiera hacer lo que creí haber visto.

Treinta años mas tarde, hablando con mi hermano menor, me dijo que recordaba aquella visita porqué notó como nuestro abuelo nos miraba, le cambiaba el semblante y sus ojos se llenabas de lágrimas.

Yo nunca le había dicho nada a mi hermano sobre aquello.