Carlota decide vivir

Carlota estaba actuando como un autómata.
Prácticamente no pensaba en nada, porqué que ya nada le importaba.
Se limitaba a actuar.
Estaba en casa de su abuela, en la que había vivido muchos años, hasta que murió aquella mujer que había sido su segunda madre, hacía escasamente un mes.
No se había molestado en escribir una nota. ¿Para qué?. Estaba sola y eran claras sus intenciones.

Abrió la ventana del que había sido su cuarto, su refugio, durante tantos años y retrocedió. Sabía que si miraba abajo no lo haría. No se atrevería.
Desde el centro de su habitación miró a la ventana, cerró los ojos, se cargó de valor y abriéndolos corrió hacia el balcón.

Se lanzó de cabeza, para sortear el balcón.
Luego sintió como caía hacia el vacío.
Notó como el tiempo se reducía y hacía su caída lenta, muy lenta. Se dió cuenta de que volvía a pensar y lo hacía con una gran frialdad.

Vio a sus padres peleándose por una jeringuilla, gritando y forcejeando para conseguir meterse primero aquel veneno en sus venas.
Vio con total nitidez aquella escena que tanto le había impresionado años atrás: su madre en la cama temblando convulsivamente, sufriendo como una posesa por no tener nada de droga para meterse.
Oyó gritos, vió caras, visualizó un montón de escenas de su infancia que tenía guardadas en lo más profundo de su subconsciente y que no quería recordar.
Se vió de nuevo en la escuela, sola, marginada, dejada de lado por sus compañeras, porqué era ella misma la que quería alejarse de ellas. Volvió a escuchar aquellas frases que le decían que jugara con ellas, que saliera de su encierro y se volvió a ver a si misma, huyendo como una apestada de aquellas chicas.

Volvió a sentir con toda su intensidad el primer beso que le dio Martín, su pareja.
Se vio diciéndole a Martín que la olvidara, que buscara a una mujer menos problemática que ella y volvió a ver como los ojos de su pareja se llenaban de lágrimas al oirlo.
También revivió muchas escenas de su vida con la abuela, quien la había cuidado desde que internaron a sus padres. ¡Que buena persona era la abuela!. Tenía mucha energía, era dura, pero tenía también un montón de amor que le daba cada día, a todas horas.
La encontraba a faltar, pensó. Pero ahora se iba a reunir con ella.

Luego oyó un golpe seco.
Todo se volvió negro.

Abrió los ojos y lo primero que vió fue una cara. Intentó enfocarla. Era Martín.
Estaba en una cama, observó mirando alrededor. Vio sus brazos. En ellos tenía agujas clavadas de las que salían unos tubos.
¡Seguía viva!.
Se puso a llorar con amargura.
Martín tomó su mano y no dijo nada, mientras Carlota lloraba.
Lloró como no lo había hecho nunca, sin control. Intentó reprimir el llanto pero no le era posible hacerlo y cada vez que lo intentaba, lloraba con mayor amargura.
Lloró y lloró hasta que poco a poco se fue calmando y solamente quedaron pequeños espasmos producidos por el llanto.
Carlota notó un dolor en su cara.
Sintió el calor de la mano de Martín y notó como la cara de él se acercaba a la suya. Notó sus labios en su frente y le oyó decir:

– No me dejes solo, Carlota. Tú das sentido a mi vida y quiero recorrer el camino contigo a mi lado.
– Hay muchas mujeres en el mundo, Martín – contestó ella, sintiendo al hablar punzadas de dolor en su cara – . Mil veces mejores que yo, que no hago más que darte problemas.

Martín no contestó. Se levantó y abrió la bolsa que tenía colgada de su silla. Sacó un libro, lo abrió, buscó una página y empezó a leer:

– “Sois bellas, pero estáis vacías. No se puede morir por vosotras. Sin duda que un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que es ella la rosa a quien he regado. Puesto que es ella la rosa a quien puse bajo un globo. Puesto que es ella la rosa a quien abrigué con el biombo. Puesto que es ella la rosa cuyas orugas maté (salvo dos o tres que se hicieron mariposas). Puesto que es ella la rosa a quien escuché quejarse, o alabarse, o aún, algunas veces, callarse. Puesto que ella es mi rosa”.

– “Soy responsable de mi rosa” – añadió, dejando el libro sobre la mesa. Luego tomó la mano de Carlota y se puso a llorar.

Aquella tarde se asomó una cara por la puerta de la habitación. Era Laura, con cara de preocupación.
– ¿Podemos pasar?.
Martín miró a Carlota y luego giró la cabeza hacia la puerta.
– Adelante – dijo.
Entraron no una ni dos personas. Por lo menos diez entraron en la habitación. Todos besaron en la frente a Carlota y le preguntaron cómo estaba.
Carlota no contestó pero se fijó en algo que pusieron en los pies de su cama.
Era un osito de peluche. En su mano tenía un corazón en el que había bordada una inscripción:

“Quédate conmigo”

Por primera vez en su vida, Carlota se dio cuenta de que no estaba sola. Se sintió querida, amada y se alegró de seguir viva.
Sus ojos se llenaron de lágrimas de nuevo.
Eran de felicidad.

Esta historia ocurrió hace dos semanas en Valencia y pude seguirla al detalle, gracias a los emails que me iba enviando mi amiga Laura, a quien dedico este escrito.
Muchas gracias, Laura.

Carlota tiene la mandíbula y varias costillas rotas. Se recuperará.

El abuelo

Lo cierto es que no nos hacía ninguna gracia visitar aquella casa.
Allí vivían nuestros abuelos, aunque en realidad, se podría decir que vivía únicamente nuestra abuela.
El abuelo estaba en una silla de ruedas y su cerebro solamente le servía para mantenerlo con vida.
Aquel que había sido un buen arquitecto y un hombre de una humanidad especial, vivió los últimos años de su vida como un vegetal.

Lo recuerdo como una persona de mucho carácter. Sentía miedo cuando él estaba cerca, ya que se me hacía imposible saber cuando hablaba en serio ó cuando lo hacía en broma, dado que su forma de hablar era muy seca.
Se decía que cuando había que darle una mala noticia, sus empleados se jugaban a los chinos quién se la iba a comunicar, ya que sus gritos se oían en toda la manzana.
Sin embargo era una buena persona, que con los años fui conociendo y amando, ya que se trataba de alguien que amaba profundamente. Desgraciadamente, cuando pude empezar a conocerlo a fondo, ya estaba en la silla de ruedas con su cerebro completamente desconectado.

Su esposa, la abuela, era una persona totalmente diferente a él. De mente sinuosa y malévola disfrutaba manipulándo a todos los de su entorno. Sus tres hijos se casaron para poder salir de su influencia y, cada vez que se acercaban a la madre, tenían problemas matrimoniales. Dos de los tres hijos se separaron y en ello tenía mucho que ver la acción de la abuela.

Ir a aquella casa se nos hacía, a mis hermanos y a mi, un verdadero suplicio, al tener que soportar la conversación de la abuela, que solía versar sobre libros cuyos protagonistas eran gente de la alta sociedad, sobre los líos de sus hijos y sus problemas con el “servicio”.
Ibamos obligados por nuestro padre, ya que éramos incapaces de hacerlo por gusto.

Un año antes de la muerte de nuestro abuelo, nuestro padre nos “convenció” para que fuéramos a ver a nuestros abuelos.
Yo tendría entonces unos diecisiete años.

Llegamos al piso y fue ella misma quién nos abrió la puerta. Después de intercambiar los saludos de rigor, nos acompañó al salón en el que estaba nuestro abuelo, en su silla de ruedas, totalmente ajeno a todo.

Aquellas visitas nos daban la impresión de haber retrocedido un par de siglos, ya que nuestra abuela vestía y se comportaba como un aristócrata de la Francia anterior a la revolución francesa. Su peinado, su rostro totalmente blanqueado por los polvos de arroz que se ponía, sus vestidos abombados y lo cursi de su forma de hablar, ejercían como de tunel del tiempo en nosotros.

Recuerdo que, tras sentarnos, nuestra abuela llamó a la “chica de servicio” y le dijo que nos preparara un refrigerio y unas galletas, para lo cual le dio la llave de la nevera, que tenía cerrada con llave porqué “el servicio te roba en cuanto te descuidas”.

Luego, ella empezó a hablar, yo desconecté y me sumergí en mis pensamientos.
No recuerdo ya lo que estuve pensando, pero cuando llevábamos una hora de “visita” miré hacia mi abuelo, en su silla de ruedas.

– Por lo menos él tiene la suerte de no oir lo que está diciendo su mujer – recuerdo que pensé, aburrido.

Mi mirada recorrió la silla de ruedas y subió hasta su cara, en que destacaban aquellas gafas de concha que siempre llevaba el abuelo.
Me fijé en sus ojos que siempre miraban al frente, vacíos, inexpresivos.

Entonces noté que cobraban vida, como se movían y me miraban.
Aquellos ojos cambiaron la expresión de su cara y vi como su rostro reflejaba compasión, tristeza, comprensión, amor.
Luego sus ojos se llenaron de lágrimas, mientras me sostenía la mirada.
Después aparté la mirada sin poder creer lo que había estado viendo.

Mi abuela seguía hablando y hablando, ajena a lo que acababa de ocurrir.

Un año mas tarde, mi abuelo murió.
Simplemente, dejó de respirar.

Yo pensé que se trataba aquella vivencia, de una ilusión que había tenido aquel día. Mirándolo racionalmente, era imposible que una persona en estado vegetativo pudiera hacer lo que creí haber visto.

Treinta años mas tarde, hablando con mi hermano menor, me dijo que recordaba aquella visita porqué notó como nuestro abuelo nos miraba, le cambiaba el semblante y sus ojos se llenabas de lágrimas.

Yo nunca le había dicho nada a mi hermano sobre aquello.

En el bar (final)

El sábado llegué puntual a la dirección que me indicaba la tarjeta.
Pulsé el timbre y me contestó Santiago. Cuando reconoció mi voz, la puerta se abrió y entré.
Al salir del ascensor me abrió la puerta del piso y nos estrechamos la mano.
Luego me condujo a la salita, en la que había una mesa preparada para dos personas.
Tras una copa de oporto, nos sentamos en la mesa mientras charlábamos de libros, música…

Mi anfitrión se encargó de servir los platos que traía de la cocina. La cena era magnífica y la disfruté a la vez que su conversación. Se trataba de un hombre capaz de hablar de cualquier tema y que sabía escuchar.
Luego, me sirvió un café que era tan bueno como los que servía en el bar y me preguntó:

– ¿Cómo están tus ánimos desde el último día?.
– Bien, muy bien. Tus palabras me fueron de maravilla.
– Me alegro. ¿Una copa?. Tengo un licorcito que es único. Lo guardo para mis amigos.
– Vale. Lo probaré.

Mientras traía las dos copas y la botella, empezó a hablar:
– Ante todo, perdóname porqué voy a acaparar la conversación. Quisiera contarte un secreto. Una historia que no suelo contar a nadie aunque sea esta mi verdadera razón de vivir.

– Adelante – le dije, tomando la copa que me daba -. Soy todo oídos.

– Verás Paco. Hace quince años estaba tan jodido como tú. Trabajar siendo despreciado y maltratado es un mal trago. Y lo peor fue el accidente de coche de mi esposa con los críos. Ya sabes que me quedé solo. Lo único que tenía era este piso y un trabajo mal pagado y con aquel cerdo machacándome. Luché para mantener mi fortaleza, mi dignidad y me hice una promesa: iba a devolver todo el mal que me hacía Horacio, a la inversa. Me prometí dar bien por mal, pero no sabía cómo.

– En aquellos tiempos – continuó – yo tenía una carencia: el sexo. Y empecé a frecuentar algunos pisos en los que se ejercía la prostitución. Pero aquello no era lo mío. Salía vacío de mis encuentros con aquellas chicas, ya que anhelaba algo mas que una simple relación carnal. Poco a poco fui descubriendo que cuando estaba con aquellas mujeres, prefería escucharlas a practicar el sexo. Me enteré de cómo las explotaban, de cómo las drogaban, de cómo tenían engañadas a las pobres inmigrantes, haciéndolas pagar su viaje a nuestro país, durante años y años de prostitución. Y fue ahí donde decidí canalizar mi promesa. Las quería ayudar. Sin embargo, un simple camarero no podía permitirse rescatar a esas chicas. Por ello decidí convertir mi casa en un burdel.

– ¿Un burdel? – salté-. ¡Pero si esto es lo mismo que ya tenían!.
– Si. Un burdel, pero diferente a los demás. En mi casa nadie las obliga a nada. Desde luego, todas tienen deudas que han de pagar, y han de ejercer esta profesión. Pero aquí yo me llevo una comisión ridícula. Lo justo para los gastos. Y son ellas las que llevan las cuentas. Además, y esto es importante, aplicamos lo que ví en Amsterdam, en el barrio Rojo: son mis chicas las que eligen al cliente y no al revés. No aceptamos a cualquier persona. Vienen personas con una condición única: ser de tu grupo, el tercero, como te decía el otro día. Gente profundamente humana, con capacidad de entrega.

– A casa la gente no viene a follar -prosiguió -. Vienen a estar con una persona que es humana como ellos, con problemas, con corazón, con sentimientos. Ellas no han tenido opción de elegir este trabajo y yo he querido que, dentro de lo posible, conserven su dignidad. Durante estos años me he peleado con muchos proxenetas para rescatar a esas chicas. Llevo incluso, bajo la barba, un par de cicatrices que me hicieron. Tampoco he podido evitar que alguna chica fuera asesinada por mi culpa, al intentar sacarla de la influencia del que la chuleaba. He pagado mucha cirujía para reparar las marcas hechas por esos degenerados.

Bebió un largo trago de su copa y sirvió más en ambas copas.
– Lo que estos años he aprendido es que el acoso que hemos sufrido tu y yo es un juego de niños comparado con lo que han pasado ellas. Si consideramos que nuestra dignidad está por los suelos, la de ellas está por debajo de la línea del metro.

– No es mala idea, visto así.
– Eso es lo que creo. En realidad estoy haciendo lo que debería hacer el gobierno con este tema. Legalizar y controlar. Incluso darles acceso a la sanidad. Las tengo con contratos de trabajo, como empleadas del hogar. Mis chicas no están mucho tiempo aquí…

El sonido de un timbre lo interrumpió.

– Son ellas – miró el reloj -, las doce. Seguro que son ellas.

Se levantó y fue a la puerta. Oí como lo saludaban y le daban besos. Volvió con cuatro chicas muy hermosas. Me levanté.
– Chicas. Os quiero presentar a un nuevo amigo. Se llama Paco.
Se acercaron y me dieron cada una de ellas, un par de besos en la mejilla. Luego se quitaron los abrigos, los metieron en un armario y se sentaron en el sofá.

Santiago les sirvió unas copas y siguió explicándome mientras ellas escuchaban atentas.

– Te decía que las chicas no suelen estar mucho tiempo. Cuando pagan sus deudas, algunas se ponen a trabajar, otras estudian y luego buscan trabajo y otras se casan, por cierto, la mayoría con clientes.
– Lo que me enorgullece – continuó -, lo que me hace sentir que el trabajo no ha sido en vano, es cuando aquellas que se marcharon vienen a visitarme al bar. Me cuentan como les va en sus nuevas vidas y me agradecen lo poco que les pude dar.

– ¿Poco? – dijo una de ellas – Nos das mucho. Nos sacaste del arrollo. Nos has presentado gente maravillosa y nos has permitido recuperar la dignidad. ¿Te parece poco?.
– Esta bien – dijo Santiago, levantándose – yo me voy a dormir. Chicas. Cuidar de nuestro invitado.

Me levanté y le estreché la mano. Luego, tras dar un beso a las chicas, fue a la puerta de entrada y salió del piso.

– ¿No vive aquí? – pregunté.
– No – me dijeron -. Hace tres años le regalamos un piso entre todas.

Estuve algo así como una hora charlando con aquellas mujeres encantadoras. Sonó el timbre un par de veces y conocí a dos hombres encantadores que, a poco rato de conversación, desaparecieron llevándose a una muchacha, a alguna de las habitaciones del piso.

Luego, una de las dos chicas restantes, se levantó. Me tomó la mano y me llevó a una habitación, de la que no salimos hasta la mañana siguiente, tras haber hablado, reído, llorado, amado y dormido.

Fue una noche mágica y detrás de ésta hubo muchas más.