El protocolo

– Chicas… – Santiago estaba serio -. Las cosas se están poniendo feas. La policía tiene orden de cerrar las casas de prostitución. Algún día puede que vengan.

– Venga, Santiago – dijo Verónica -. Esta piso no lo conoce nadie.
– Siempre habrá vecinos que no estén de acuerdo con lo que se hace aquí – contestó Santiago -. Y con ganas de denunciar.
– Además está el protocolo – añadió Verónica.
– ¿Protocolo?.
– No. Nada, nada.

Fue el miércoles cuando, por la noche, al abrir la puerta, un sujeto dijo ser policía.
– Perdone, pero si algo hemos aprendido de los políticos, es el escaso ó nulo valor de las palabras – dijo Julia -. Por favor, muestre su identificación de policía.

El policía, de mala gana sacó su cartera, mostró fugazmente su identificación y la volvió a guardar.
– Yo no he visto nada.
– Le acabo de mostrar el documento que me identifica como policía. ¿Puedo pasar?.
– Pues no me ha dado tiempo para ver su carnet – otra chica se acercó a la puerta. Estaba hablando con el móvil -. Si no me deja ver su identificación de policía le cierro la puerta. ¿O es usted de antidisturbios, esos que ocultan su identificación?.

El policía volvió a sacar su cartera y mostró su identificación. Julia tomó la cartera y leyó detenidamente el contenido del carnet. Su compañera dejó de hablar con el móvil, lo acercó a la cartera y tomó una foto.
– ¡Eh!. ¿Qué hace? – gritó el policía.
– Sacar una foto a su identificación. Hemos de protegernos…
– Dame el móvil – se acercó a las chicas y les arrebató el móvil.
– Eso que hace es ilegal – dijo Julia.

El policía, distraído, estaba mirando las fotografías. Al fin descubrió la de su carnet y observó que había salido borrosa. Aún así, la borró. Luego devolvió el aparato.
– Lo siento, pero soy policía. Protéjanse de los delincuentes, no de la policía.
– Ah. ¿Pero hay diferencia? – preguntó Julia.
– Supongo que el uniforme – respondió su compañera riendo.
– No sigan por ahí, no sea que me vaya a enfadar – el policía se iba encendiendo -. ¿Me dejan pasar?. ¿Ó prefieren que organice una redada y les cierre el burdel?.
– Pase -. Lo condujeron a la sala en la que tres chicas mas estaban viendo la televisión. El policía se sentó en una silla.

– No me ha gustado su calificación de este piso como burdel – dijo Julia al policía.
– Es lo que es – contestó él -. Aquí ustedes cobran por prostituirse.
– Prostitución es lo que hace el presidente del gobierno, sus ministros y no hace muchos días, la cámara de diputados nos hizo una maravillosa demostración del arte de la prostitución – dijo Verónica -. ¿Le suena, señor policía?. Me refiero al cambio en la Constitución, a instancias de los alemanes y los gabachos…
– Por no decir – añadió Cristina, una chica hermosísima de rasgos orientales -, la gran cantidad de personas capaces de hacerle un trabajo buco-faríngeo a su inmediato superior, a cambio de mejoras salariales en el trabajo…
– O esos policías – añadió Gabriela -, capaces de pasarse por la entrepierna sus principios, si es que tienen alguno, con tal de obedecer la orden de sus superiores.

El policía se levantó enfadado, se acercó a Gabriela y le estampó una sonora bofetada en la mejilla. Todas las chicas se levantaron asustadas y fueron hacia Gabriela.
– ¡Ahora me vais a oír todas! -gritó el policía.
– ¿Pero usted se cree que puede entrar en un domicilio particular sin orden de judicial y sacudir a gente a su antojo? – chilló Julia.
– Si quieres recibir tu también, sigue hablando, ramera – dijo el policía acercándose a ella con la mano levantada.

Julia se calló.
– Ahora me vais a escuchar. Este tinglado que tenéis en el piso es ilegal y ello significa que os lo puedo cerrar cuando se me antoje y llevaros a comisaría a todas – el silencio se adueñó de la sala y el policía dejó que se prolongara unos segundos más -. A no ser que me queráis ayudar a la crianza de mis hijos con parte del dinero que ganáis y quizás alguna de vosotras tenga que liberarme del sobrante de mi gran energía sexual que mi mujer es incapaz de liberar. Quizás esta chica de rasgos orientales podría servir…

Las chicas se miraron y Verónica tomó la palabra.
– Se equivoca, agente. En este piso vivimos un grupo de amigas y todas nosotras estamos estudiando y trabajando. Si quiere comprobarlo le dejaremos ver nuestro historial académico.
– Tonterías. Todas estáis fichadas por ejercer la prostitución.
– En su día dejamos de ejercer y gracias a Santiago, un buen amigo que nos rescató de las mafias que nos explotaban, lo dejamos.
– ¿Me vais a decir que en este piso no atendéis sexualmente a hombres?.
– Exactamente.
– No es lo que dicen vuestros vecinos.
– Desde luego aquí cada una puede traerse a su novio cuando quiera. Pero eso no es ilegal.
– Bueno. No os creo nada de lo que me decís. Tenéis hasta el viernes para tomar una decisión sobre lo que os he dicho. Y según lo que decidáis, ateneos a las consecuencias.

Estaba en casa, delante del ordenador, charlando con los compañeros de trabajo, en el foro de policías, quejándose, como siempre, de la indefensión de sus compañeros de antidisturbios, acusados por sus actuaciones violentas, frente a los indignados.
Bling. Un correo acababa de llegar. Fue a la página y abrió el único e-mail no leído.

Título: La ansiada respuesta.

Tras unos días de profunda meditación hemos llegado a la conclusión de que no vamos a plegarnos a sus imposiciones.

Cada mes nos visita un policía con idénticas pretensiones a la suya y si tuviéramos que pagar a tanto «aprendiz de proxeneta» no ganaríamos lo suficiente ni para comer. Es por ello que declinamos su oferta y confiamos en no volver a saber de usted.

Adjuntamos dos documentos. Por un lado la foto de su identificación policial – le gustará saber que cuando mi amiga tomó la foto de su carnet, intercambiamos mi cámara y la de ella, antes de que usted se la quitara y así usted borró la foto borrosa que tenemos siempre preparada para estos casos.

El otro adjunto es un enlace a Youtube para que disfrute de la filmación integra de su visita a nuestro piso. Hace ya años que tenemos cámaras ocultas para este tipo de situaciones. Podrá observar que la calidad de la filmación es inmejorable por lo que un juez la podría aceptar como prueba de un delito de abuso de autoridad. Esperamos haberle dado argumentos suficientes como para que se olvide por completo de nosotras.

Reciba un saludo.

Silvia, la ecuatoriana (final)

– Tanto hablar me da hambre. Venga. Vamos a preparar algo de picoteo y cenaremos. Como no hay nadie, voy a cerrar el bar.

Nos levantamos todos y recogimos lo que había en la mesa. Santiago puso en la puerta el cartel de cerrado y bajó la persiana metálica de la entrada hasta la mitad. Luego, entre Santiago y yo, cortamos unos trozos de tortilla española, calentamos unas croquetas, unas empanadillas y servimos un gran plato de pulpo a la gallega.
Silvia preparó un enorme plato de ensalada.

Tras poner todos los platos en la mesa, Santiago sacó una botella de vino y tres copas que dejó también sobre la mesa. Luego tomó la botella y se puso a abrirla con aquel abridor que siempre llevaba en el cinturón, mientras decía:

– Este vino es de aquí. Lo hacen en Alella. Se trata de un vino totalmente ecológico, sin mezclas. Normalmente los fabricantes de vino tienden a igualar el sabor del vino para que siempre sea igual, independientemente de la cosecha. Mezclan distintas añadas y así el sabor siempre es el mismo. Yo soy partidario – dijo, mientras iba llenando las copas – de dejar que la naturaleza actúe por su cuenta.

Brindamos y luego empezamos a cenar. Fuimos picoteando y, la verdad es que estaba todo delicioso. Tras la cena, recogimos, nos preparamos unos cafés y pregunté a Santiago, una vez sentados de nuevo alrededor de la mesa:

– ¿Cómo resolvisteis los problemas pendientes?. ¿Qué quiere decir que Silvia tenía un problema con su sexualidad? – me callé un momento -. Bueno, si estoy entrando en un tema escabroso…

Santiago miró a Silvia quien le sonrió y le hizo ademán para que contestara.

– No hay problema, Paco. Silvia sabe que eres de confianza. Ya te he contado que en Ecuador la mujer carece de sexualidad propia. Su sexualidad se reduce a dar placer al hombre y a no sentir placer alguno. Si le añades a eso que sus primeros meses en Barcelona los pasó verdaderamente mal, no te será difícil entender que Silvia acabó odiando el sexo. Por ello hablé con las otras chicas de mi piso y ellas me hablaron de un cliente que quizás pudiera ayudarla. Se trataba de Pablo, un cliente habitual, que además es sexólogo. Hablé con él y le comenté el problema de Silvia. Durante las siguientes semanas Pablo vino todas las noches y se encerró con Silvia en una habitación, de la que salían al día siguiente.

– Fueron las noches mas hermosas de mi vida – dijo Silvia -. Pablo me mostró mi propio cuerpo, me hizo descubrirlo, me hizo explorarlo. Gracias a él descubrí que podía sentir placer. Empezó con masajes que poco a poco hacían despertar mi cuerpo. Descubrí que la sexualidad de la mujer está en todo su cuerpo, en toda su piel y no únicamente en el sexo. Con él descubrí el primer orgasmo. Y eso que me costó dejarme llevar, porqué tenía miedo. Cuando notaba que me acercaba a ese punto, luchaba por evitarlo, ya que temía se me parara el corazón. Pero Pablo me tranquilizaba y lo acabó consiguiendo. Nunca se me olvidará aquella primera vez.

– Ni a mi, Silvia – dijo Santiago, riendo -. La cara con la que te sentaste a desayunar al día siguiente, cuando saliste de la habitación, era un auténtico poema. ¡Que gran persona es Pablo!.

– Superado el problema del sexo, nos quedaba el marido – continuó Santiago -. Silvia compró un piso y trajo a su familia a casa, desde Ecuador. Sin embargo la convencí para que no permitiera que su marido estuviera en el piso. Darío, el marido, tuvo que vivir en casa de unos amigos, porqué Silvia quería separarse de él. O por lo menos eso es lo que le dijo. Entonces Darío descubrió que su esposa era una mujer distinta a aquella con la que se había casado. Iba con frecuencia a ver a los hijos, que estaban con ella y empezó a descubrir que tenía que sacarse de encima ciertos hábitos que consideraba normales en su patria, si quería entrar en el piso. El día que iba a casa de Silvia estando bebido, ella no le dejaba entrar. Tuvo que ponerse a trabajar y aportar dinero para la manutención de los hijos. Afortunadamente encontró trabajo con facilidad, de conductor de una camioneta de reparto.

– Lo pasé muy bien en aquella época – dijo Silvia -. El estaba totalmente desorientado conmigo. Tuvo que cortejarme como a una novia, llevándome a bailar, a cenar, a pasear o al cine. Yo lo trataba con dureza para que viera que no me tenía, que no era suya y tenía que conquistarme. Que mi voluntad era igual a la suya, que era tan libre como él y que tenía sus mismos derechos aquí, en España. Alguna vez levantó la mano para pegarme como tantas veces había hecho en Ecuador. Le dije que lo iba a denunciar, ya que en España existe una ley contra los malos tratos.

– El pobre no entendía nada – Silvia iba lanzada -. Toda su vida había sido el rey(*), sin dar golpe y ahora descubría que todo había cambiado. No tuvo más remedio que adaptarse. Aprendió a respetarme. Pero su mayor sorpresa se la llevó el primer día que nos acostamos, ya que su mujer le exigió le diera placer, algo inconcebible para él. Tuvo que aprender, tuve que enseñarle a haceme sentir placer y a aceptar que yo fuera activa en la relación, pero descubrió también que su vida sexual era mil veces mejor que antes. Tras un año viviendo separados le permití vivir en casa y compartir mi cama, cuando me aseguré de que no iba a caer de nuevo en hábitos anteriores.

– Lo último que hice – continuó Silvia – fue dejar el trabajo. Ahora estoy en una oficina y con mi sueldo y el de mi marido, salimos adelante. Además han venido tres de mis hermanos y todos ellos aportan dinero a casa, por lo que no estamos en mala situación económica. Pablo me dijo una vez, con toda la razón del mundo, que el sexo es demasiado hermoso como para convertirlo en una profesión y que acabaría aborreciéndolo. Le hice caso.

– Darío, por cierto – dijo Santiago – no sabe ni sabrá absolutamente nada sobre las andanzas de su esposa en el tiempo que estuvieron separados. El piensa que ella ha estado siempre en la oficina trabajando.

Aquella noche, cuando estaba en la cama, pensé en Santiago, en Silvia, en Pablo y en las chicas del piso.
¡Que gente tan maravillosa puebla este mundo!.
Luego me quedé dormido.

(*) Nota para la Fiscalía del Estado: la palabra “rey” aparece aquí para reflejar con exactitud un comentario de Silvia. No hay intencionalidad política en esta alusión y debe tomarse el término en su sentido más genérico y como una expresión popular hecha por un súbdito, ignorante de la profunda dedicación y absoluta entrega de nuestro monarca a los problemas de nuestro país.
Por cierto, «súbdito» viene de la palabra «sometido», ¿no?.

Silvia, la ecuatoriana (primera parte)

Al entrar en el bar, encontré a Santiago en una mesa, charlando con una chica.
Ella tenía el pelo negro como el carbón, hasta media espalda. Sus ojos eran también negros y con rasgos orientales. Su boca, de labios carnosos, completaba el rostro de aquella belleza de mujer.
Vestía unos tejanos ajustados y una blusa de azul brillante que marcaba sus curvas, muy pronunciadas.

Saludé, y fui a la barra, pero Santiago me llamó:
– Ven a sentarte con nosotros, Paco. Te quiero presentar a Silvia. Es ecuatoriana.
La saludé y me senté con ellos. Santiago fue a la barra a servirme una caña y yo le pregunté a Silvia:
– ¿Cuanto tiempo llevas en España?.
– Cinco años – me dijo.
Santiago vino y tras dejarme el vaso de cerveza, se sentó.

– Silvia es una de mis mejores amigas – dijo Santiago -.Estuvo en mi piso unos tres años. Sin embargo ya no trabaja conmigo. La convencí para que dejara aquella vida. No fue fácil, pero lo hizo y ahora es muy feliz. ¿Verdad Silvia?.
– Si. Soy muy feliz, a cargo de mis hijos y mi marido. Gracias a ti, Santiago.
– No sabes, Paco, el trabajo que me dió.

– Cuando llegó a España – contó Santiago -, acababa de abandonar a su marido, dejándole a sus tres hijos. Te pongo en antecedentes. Ecuador es un país profundamente machista. El hombre tiene y mantiene la supremacía sobre la mujer. Esto se pone en evidencia cuando nos referimos a su sexualidad. Desde siempre se ha considerado que el hombre siente mayor necesidad de sexo, debido a su naturaleza. Hay muchísimos que piensan que si el hombre no da rienda suelta a sus necesidades, corre el riesgo de enfermar. Por eso, a los hombres se les permite tener aventuras fuera del matrimonio e incluso hay muchos padres que dan dinero a sus hijos varones para que vayan al prostíbulo y “se hagan hombres”. El arrojo y la valentía están asociados, en aquella sociedad, a la potencia masculina.

– Increible que eso exista en este siglo.
– La mujer ecuatoriana – continuó Santiago -, ha de llegar virgen al matrimonio. Quizás no en todo Ecuador, pero si en el pueblo en el que vivía Silvia, la mujer ha de ser pasiva, durante el encuentro sexual. Es el hombre quien manda en la relación. Es él quien ha de sentir placer e incluso está mal visto que la mujer disfrute con el sexo. Se considera malo, lógicamente, el orgasmo femenino.

– El marido de Silvia fue educado con esa mentalidad. Apenas trabajaba. Era ella quien sacaba adelante el pequeño negocio familiar, que consistía en una pequeña barraca en la que vendía ropa, cerca de la playa. Ella, cada mañana, cargaba la vetusta camioneta con el género y se dirigía al mercado, mientras su marido se quedaba durmiendo. Cuando el marido se despertaba, se dirigía a la tienda, comprobaba que todo estuviera en orden, ayudaba un rato a su mujer y luego se iba con los amigos a beber. Regresaba por la noche, muchas veces completamente borracho.
Si ella le reprochaba algo, éste la golpeaba, sin importarle siquiera que estuvieran los hijos delante.

– Menudo cabrón – se me escapó. Silvia me lanzó una mirada de reproche y dijo:
– No pienses eso, Paco. No sabía hacer otra cosa. Era lo que le enseñaron.

– Silvia vio como poco a poco, las ventas en la tienda iban disminuyendo y decidió tomar una decisión. Su carácter inconformista le hizo ver que se le presentaba una ocasión que tenía que aprovechar. No le gustaba la vida que llevaba. No le gustaba su matrimonio, a pesar de querer a su marido; no le gustaba vivir de aquel negocio que le daba tanto trabajo y tan pocos beneficios. Necesitaba encontrarse a si misma y alejarse de su familia por una temporada. Tenía un dinero oculto, dinero que con los años había ido guardando y decidió utilizarlo para viajar a España para ganar dinero – calló, me miró y dijo -. Paco. Sírvete otra caña. Tienes el vaso vacío.

Me levanté, fui a la barra y llené mi vaso. Luego regresé a la mesa. Santiago continuó con la historia de Silvia.

– Silvia se despidió de su familia y fue a la capital. Desde Quito, llegó a nuestro país sin apenas dinero. Los primeros días los pasó en una pensión de mala muerte, compartiendo habitación con otra chica. Esa chica se prostituía. Silvia buscó trabajo pero lo tenía difícil. Sin apenas estudios, es triste decirlo, pero solamente tenía una opción para salir adelante. Le costó un mes decidirse, a pesar de que su compañera se lo recomendaba cada día.

Silvia se resostó el pecho de Santiago y tomó su mano. Santiago le pasó los dedos de la otra mano por su mejilla y siguió:

– Trabajó unos seis meses en un piso cercano a la pensión. Esos seis primeros meses de ejercer la prostitución, Silvia no quiere ni recordarlos. Lo pasó verdaderamente mal, aunque ganó dinero. Luego cambió de piso y estuvo trabajando cerca de aquí. Venía a desayunar y fuimos trabando amistad – los ojos de Silvia brillaban y una lágrima se deslizó por su mejilla; Santiago le limpió la lágrima con su pulgar, la besó en la mejilla y continuó hablando -. La libré de las manos de unos hombres que querían sacarle un montón de dinero por conseguirle los papeles de residencia y le propuse que fuera a mi piso a trabajar. Aceptó. No le dije nada entonces, pero era para mi un problema tenerla en casa.

– Ya sabes como son las chicas que tengo, Paco – continuó -. Silvia se salía de lo habitual en aquel piso. Afortunadamente, las chicas decidieron ayudar a la recién llegada. Necesitaban cambiarle la mentalidad de aquella sociedad de la que venía, por la de aquí, teníamos que darle cultura, pulirla un poco.

– Los siguientes seis meses Silvia no trabajó porqué sus compañeras no se lo permitieron, aunque le dieron el dinero que le correspondía, como si lo hubiera hecho. Al igual que en Pigmalión, el libro de Bernard Shaw, Silvia aprendió historia, geografía, matemáticas, filosofía, gramática… Empezó a leer los libros recomendados por las chicas y por mi mismo. Más que leer, devoraba los libros. El cambio fue total. Sin embargo aún nos quedaba mucho por hacer.

– Nos quedaban pendientes los problemas de su sexualidad y su marido.