Isabel y la seducción

Me llevó al dormitorio en brazos dejándome suavemente sobre la cama.

Luego me besó, mientras sus manos empezaban a recorrer mi cuerpo y a desabrochar botones…

Me lo habían presentado en una fiesta del trabajo. Alto, corpulento, tenía unos ojos claros que me atrajeron en aquel rostro con apariencia de niño, a pesar de sus treinta y pocos años.
Le precedía la fama. Solía verlo en el restaurante de la empresa rodeado siempre de mujeres. A algunas de ellas las conocía y cuando les preguntaba sobre él, invariablemente me decían que era alguien único. Buen conversador, muy inteligente, tenía una educación esmerada…

Dos carreras universitarias, varios masters, postgrados y prácticas diversas en universidades inglesas y norteamericanas, alemanas y suizas.
Su currículo era tan extenso que Ramona, la jefa de personal, había tenido que dedicar casi un mes para verificarlo por completo.
No hace falta decir que fue contratado en calidad de jefe.
Evidentemente no pasó desapercibido. Alto, guapo, soltero y jefe, se convirtió en el objetivo de todas las chicas de su edad, en la empresa.

Y él se aprovechó de ello, pasando por la cama de todas las pretendientes, aunque ninguna de ellas consiguió hacerle pasar por la vicaría.

Empecé a interesarme por él cuando escuché uno de sus discursos. Lo cierto es que me fue imposible entender nada de lo que dijo en sus casi veinte minutos de palabras técnicas y un puñado de siglas.
Picada por la curiosidad me plantee que la mejor manera de descubrir el significado de sus discursos era ir directamente a la fuente de los mismos.

No me fue difícil. Atrapar a un hombre no tiene demasiada complicación. Me apunté al grupo de su séquito en el comedor de empresa y empecé a insinuar partes de mi anatomía: un ligero escote por aquí, unos pantalones ajustados…
Pronto empezó a hacerse el encontradizo y yo a rehuirle…
No pasaron dos semanas cuando me invitó a cenar. Le dije que no me era posible y me propuso una alternativa que acepté.
Tras la cena me acompañó a casa y le dejé subir.

La verdad es que aquella noche entendí la razón por la cual no aparece en su currículo ninguna alusión a la práctica del sexo, ya que le hubiera invalidado para entrar a trabajar en la multinacional si hubiera tenido que hacer demostraciones.

Era un verdadero desastre. Por primera vez en la vida tuve que fingir un orgasmo, para terminar de una vez con aquella patética situación sin herir su amor propio.

Desnudos y cansados, nos quedamos mirando el techo de mi habitación.
– ¿Te ha gustado? – me preguntó.
– Ha sido maravilloso – mentí – .Me has hecho ver las estrellas.
– Gracias. Supongo que eso tiene que ver con un libro que lei siendo adolescente, sobre el sexo.
– Es evidente que te sirvió – volví a mentir mientras intentaba contener la risa al intentar imaginar lo qué hubiera pasado aquella noche, si no hubiera leído aquel libro.

– Cuéntame – intenté cambiar de tema para vencer aquella risa que pugnaba por salir -. ¿Qué es lo que dijiste en el discurso del martes pasado?.
– ¡Ah!. ¿Aquel discurso?. ¿No lo entendiste?. Tal vez empleé demasiados tecnicismos. Tenía que explicar los objetivos de este año para mi departamento. Resumiendo, me comprometí a reducir el número de llamadas reportando incidentes.
– No lo entiendo. ¿No se supone que el objetivo de tu departamento es contestar las llamadas de los usuarios con problemas informáticos?.
– Si. Eso es lo que hacen mis chicos.
– Entonces, ¿vas a matar usuarios para que llamen menos?. ¿Dejarás descolgado el teléfono para que no puedan llamar?.
– No. Claro que no.
– ¿Entonces?. ¿Cómo prometes algo que no depende de ti?.

– La verdad es que no lo sé. Quizás me precipité al proponerlo. Lo malo es que ahora he de cumplir con mi promesa…
– ¿Los usuarios solamente llaman para indicar que tienen problemas? – pregunté.
– No. También para solicitar material. Portátiles, pantallas de ordenador, ratones, teclados…
– Quizás si conviertes las llamadas de usuarios con problemas en solicitudes, podrían dejar de ser incidentes – le dije.
– ¿Cómo?.
– Por ejemplo si fulanito tiene un problema y «solicita» una revisión de su ordenador…
– Me gusta. Es buena idea. Lo intentaré.

– ¿Qué?. ¿Cómo fue? – me preguntaron las chicas del comedor.
– ¿A qué os referís? – repuse poniendo cara de asombro.
– Venga Isabel. No somos tontas. Si algo tiene nuestro común amigo, es que alardea siempre que se acuesta con una de nosotras. ¿Te aburriste mucho? – se pusieron todas a reir -. Es lo malo que tienen ciertos jefes. A mayor currículo peores en la cama.

Ha pasado un mes desde nuestro encuentro, que no se ha vuelto a repetir. Y eso que él hace lo imposible para lograrlo…
Está consiguiendo su objetivo, gracias al consejo que le di.
Ahora se han reducido las llamadas de usuarios con problemas, ya que «solicitan» la revisión de sus ordenadores.
Han aumentado las «solicitudes» y disminuido los «incidentes».
Viene a ser todo lo mismo, pero se están cumpliendo los objetivos.
Es el arte de «marear la perdiz».
Cultura de empresa, lo llaman.

Yo, sigo como siempre. Quizás un poco desasosegada. Noto un cierto vacío…
Uf. Creo que me estoy enamorando…

Silvia, la ecuatoriana (final)

– Tanto hablar me da hambre. Venga. Vamos a preparar algo de picoteo y cenaremos. Como no hay nadie, voy a cerrar el bar.

Nos levantamos todos y recogimos lo que había en la mesa. Santiago puso en la puerta el cartel de cerrado y bajó la persiana metálica de la entrada hasta la mitad. Luego, entre Santiago y yo, cortamos unos trozos de tortilla española, calentamos unas croquetas, unas empanadillas y servimos un gran plato de pulpo a la gallega.
Silvia preparó un enorme plato de ensalada.

Tras poner todos los platos en la mesa, Santiago sacó una botella de vino y tres copas que dejó también sobre la mesa. Luego tomó la botella y se puso a abrirla con aquel abridor que siempre llevaba en el cinturón, mientras decía:

– Este vino es de aquí. Lo hacen en Alella. Se trata de un vino totalmente ecológico, sin mezclas. Normalmente los fabricantes de vino tienden a igualar el sabor del vino para que siempre sea igual, independientemente de la cosecha. Mezclan distintas añadas y así el sabor siempre es el mismo. Yo soy partidario – dijo, mientras iba llenando las copas – de dejar que la naturaleza actúe por su cuenta.

Brindamos y luego empezamos a cenar. Fuimos picoteando y, la verdad es que estaba todo delicioso. Tras la cena, recogimos, nos preparamos unos cafés y pregunté a Santiago, una vez sentados de nuevo alrededor de la mesa:

– ¿Cómo resolvisteis los problemas pendientes?. ¿Qué quiere decir que Silvia tenía un problema con su sexualidad? – me callé un momento -. Bueno, si estoy entrando en un tema escabroso…

Santiago miró a Silvia quien le sonrió y le hizo ademán para que contestara.

– No hay problema, Paco. Silvia sabe que eres de confianza. Ya te he contado que en Ecuador la mujer carece de sexualidad propia. Su sexualidad se reduce a dar placer al hombre y a no sentir placer alguno. Si le añades a eso que sus primeros meses en Barcelona los pasó verdaderamente mal, no te será difícil entender que Silvia acabó odiando el sexo. Por ello hablé con las otras chicas de mi piso y ellas me hablaron de un cliente que quizás pudiera ayudarla. Se trataba de Pablo, un cliente habitual, que además es sexólogo. Hablé con él y le comenté el problema de Silvia. Durante las siguientes semanas Pablo vino todas las noches y se encerró con Silvia en una habitación, de la que salían al día siguiente.

– Fueron las noches mas hermosas de mi vida – dijo Silvia -. Pablo me mostró mi propio cuerpo, me hizo descubrirlo, me hizo explorarlo. Gracias a él descubrí que podía sentir placer. Empezó con masajes que poco a poco hacían despertar mi cuerpo. Descubrí que la sexualidad de la mujer está en todo su cuerpo, en toda su piel y no únicamente en el sexo. Con él descubrí el primer orgasmo. Y eso que me costó dejarme llevar, porqué tenía miedo. Cuando notaba que me acercaba a ese punto, luchaba por evitarlo, ya que temía se me parara el corazón. Pero Pablo me tranquilizaba y lo acabó consiguiendo. Nunca se me olvidará aquella primera vez.

– Ni a mi, Silvia – dijo Santiago, riendo -. La cara con la que te sentaste a desayunar al día siguiente, cuando saliste de la habitación, era un auténtico poema. ¡Que gran persona es Pablo!.

– Superado el problema del sexo, nos quedaba el marido – continuó Santiago -. Silvia compró un piso y trajo a su familia a casa, desde Ecuador. Sin embargo la convencí para que no permitiera que su marido estuviera en el piso. Darío, el marido, tuvo que vivir en casa de unos amigos, porqué Silvia quería separarse de él. O por lo menos eso es lo que le dijo. Entonces Darío descubrió que su esposa era una mujer distinta a aquella con la que se había casado. Iba con frecuencia a ver a los hijos, que estaban con ella y empezó a descubrir que tenía que sacarse de encima ciertos hábitos que consideraba normales en su patria, si quería entrar en el piso. El día que iba a casa de Silvia estando bebido, ella no le dejaba entrar. Tuvo que ponerse a trabajar y aportar dinero para la manutención de los hijos. Afortunadamente encontró trabajo con facilidad, de conductor de una camioneta de reparto.

– Lo pasé muy bien en aquella época – dijo Silvia -. El estaba totalmente desorientado conmigo. Tuvo que cortejarme como a una novia, llevándome a bailar, a cenar, a pasear o al cine. Yo lo trataba con dureza para que viera que no me tenía, que no era suya y tenía que conquistarme. Que mi voluntad era igual a la suya, que era tan libre como él y que tenía sus mismos derechos aquí, en España. Alguna vez levantó la mano para pegarme como tantas veces había hecho en Ecuador. Le dije que lo iba a denunciar, ya que en España existe una ley contra los malos tratos.

– El pobre no entendía nada – Silvia iba lanzada -. Toda su vida había sido el rey(*), sin dar golpe y ahora descubría que todo había cambiado. No tuvo más remedio que adaptarse. Aprendió a respetarme. Pero su mayor sorpresa se la llevó el primer día que nos acostamos, ya que su mujer le exigió le diera placer, algo inconcebible para él. Tuvo que aprender, tuve que enseñarle a haceme sentir placer y a aceptar que yo fuera activa en la relación, pero descubrió también que su vida sexual era mil veces mejor que antes. Tras un año viviendo separados le permití vivir en casa y compartir mi cama, cuando me aseguré de que no iba a caer de nuevo en hábitos anteriores.

– Lo último que hice – continuó Silvia – fue dejar el trabajo. Ahora estoy en una oficina y con mi sueldo y el de mi marido, salimos adelante. Además han venido tres de mis hermanos y todos ellos aportan dinero a casa, por lo que no estamos en mala situación económica. Pablo me dijo una vez, con toda la razón del mundo, que el sexo es demasiado hermoso como para convertirlo en una profesión y que acabaría aborreciéndolo. Le hice caso.

– Darío, por cierto – dijo Santiago – no sabe ni sabrá absolutamente nada sobre las andanzas de su esposa en el tiempo que estuvieron separados. El piensa que ella ha estado siempre en la oficina trabajando.

Aquella noche, cuando estaba en la cama, pensé en Santiago, en Silvia, en Pablo y en las chicas del piso.
¡Que gente tan maravillosa puebla este mundo!.
Luego me quedé dormido.

(*) Nota para la Fiscalía del Estado: la palabra “rey” aparece aquí para reflejar con exactitud un comentario de Silvia. No hay intencionalidad política en esta alusión y debe tomarse el término en su sentido más genérico y como una expresión popular hecha por un súbdito, ignorante de la profunda dedicación y absoluta entrega de nuestro monarca a los problemas de nuestro país.
Por cierto, «súbdito» viene de la palabra «sometido», ¿no?.

Silvia, la ecuatoriana (primera parte)

Al entrar en el bar, encontré a Santiago en una mesa, charlando con una chica.
Ella tenía el pelo negro como el carbón, hasta media espalda. Sus ojos eran también negros y con rasgos orientales. Su boca, de labios carnosos, completaba el rostro de aquella belleza de mujer.
Vestía unos tejanos ajustados y una blusa de azul brillante que marcaba sus curvas, muy pronunciadas.

Saludé, y fui a la barra, pero Santiago me llamó:
– Ven a sentarte con nosotros, Paco. Te quiero presentar a Silvia. Es ecuatoriana.
La saludé y me senté con ellos. Santiago fue a la barra a servirme una caña y yo le pregunté a Silvia:
– ¿Cuanto tiempo llevas en España?.
– Cinco años – me dijo.
Santiago vino y tras dejarme el vaso de cerveza, se sentó.

– Silvia es una de mis mejores amigas – dijo Santiago -.Estuvo en mi piso unos tres años. Sin embargo ya no trabaja conmigo. La convencí para que dejara aquella vida. No fue fácil, pero lo hizo y ahora es muy feliz. ¿Verdad Silvia?.
– Si. Soy muy feliz, a cargo de mis hijos y mi marido. Gracias a ti, Santiago.
– No sabes, Paco, el trabajo que me dió.

– Cuando llegó a España – contó Santiago -, acababa de abandonar a su marido, dejándole a sus tres hijos. Te pongo en antecedentes. Ecuador es un país profundamente machista. El hombre tiene y mantiene la supremacía sobre la mujer. Esto se pone en evidencia cuando nos referimos a su sexualidad. Desde siempre se ha considerado que el hombre siente mayor necesidad de sexo, debido a su naturaleza. Hay muchísimos que piensan que si el hombre no da rienda suelta a sus necesidades, corre el riesgo de enfermar. Por eso, a los hombres se les permite tener aventuras fuera del matrimonio e incluso hay muchos padres que dan dinero a sus hijos varones para que vayan al prostíbulo y “se hagan hombres”. El arrojo y la valentía están asociados, en aquella sociedad, a la potencia masculina.

– Increible que eso exista en este siglo.
– La mujer ecuatoriana – continuó Santiago -, ha de llegar virgen al matrimonio. Quizás no en todo Ecuador, pero si en el pueblo en el que vivía Silvia, la mujer ha de ser pasiva, durante el encuentro sexual. Es el hombre quien manda en la relación. Es él quien ha de sentir placer e incluso está mal visto que la mujer disfrute con el sexo. Se considera malo, lógicamente, el orgasmo femenino.

– El marido de Silvia fue educado con esa mentalidad. Apenas trabajaba. Era ella quien sacaba adelante el pequeño negocio familiar, que consistía en una pequeña barraca en la que vendía ropa, cerca de la playa. Ella, cada mañana, cargaba la vetusta camioneta con el género y se dirigía al mercado, mientras su marido se quedaba durmiendo. Cuando el marido se despertaba, se dirigía a la tienda, comprobaba que todo estuviera en orden, ayudaba un rato a su mujer y luego se iba con los amigos a beber. Regresaba por la noche, muchas veces completamente borracho.
Si ella le reprochaba algo, éste la golpeaba, sin importarle siquiera que estuvieran los hijos delante.

– Menudo cabrón – se me escapó. Silvia me lanzó una mirada de reproche y dijo:
– No pienses eso, Paco. No sabía hacer otra cosa. Era lo que le enseñaron.

– Silvia vio como poco a poco, las ventas en la tienda iban disminuyendo y decidió tomar una decisión. Su carácter inconformista le hizo ver que se le presentaba una ocasión que tenía que aprovechar. No le gustaba la vida que llevaba. No le gustaba su matrimonio, a pesar de querer a su marido; no le gustaba vivir de aquel negocio que le daba tanto trabajo y tan pocos beneficios. Necesitaba encontrarse a si misma y alejarse de su familia por una temporada. Tenía un dinero oculto, dinero que con los años había ido guardando y decidió utilizarlo para viajar a España para ganar dinero – calló, me miró y dijo -. Paco. Sírvete otra caña. Tienes el vaso vacío.

Me levanté, fui a la barra y llené mi vaso. Luego regresé a la mesa. Santiago continuó con la historia de Silvia.

– Silvia se despidió de su familia y fue a la capital. Desde Quito, llegó a nuestro país sin apenas dinero. Los primeros días los pasó en una pensión de mala muerte, compartiendo habitación con otra chica. Esa chica se prostituía. Silvia buscó trabajo pero lo tenía difícil. Sin apenas estudios, es triste decirlo, pero solamente tenía una opción para salir adelante. Le costó un mes decidirse, a pesar de que su compañera se lo recomendaba cada día.

Silvia se resostó el pecho de Santiago y tomó su mano. Santiago le pasó los dedos de la otra mano por su mejilla y siguió:

– Trabajó unos seis meses en un piso cercano a la pensión. Esos seis primeros meses de ejercer la prostitución, Silvia no quiere ni recordarlos. Lo pasó verdaderamente mal, aunque ganó dinero. Luego cambió de piso y estuvo trabajando cerca de aquí. Venía a desayunar y fuimos trabando amistad – los ojos de Silvia brillaban y una lágrima se deslizó por su mejilla; Santiago le limpió la lágrima con su pulgar, la besó en la mejilla y continuó hablando -. La libré de las manos de unos hombres que querían sacarle un montón de dinero por conseguirle los papeles de residencia y le propuse que fuera a mi piso a trabajar. Aceptó. No le dije nada entonces, pero era para mi un problema tenerla en casa.

– Ya sabes como son las chicas que tengo, Paco – continuó -. Silvia se salía de lo habitual en aquel piso. Afortunadamente, las chicas decidieron ayudar a la recién llegada. Necesitaban cambiarle la mentalidad de aquella sociedad de la que venía, por la de aquí, teníamos que darle cultura, pulirla un poco.

– Los siguientes seis meses Silvia no trabajó porqué sus compañeras no se lo permitieron, aunque le dieron el dinero que le correspondía, como si lo hubiera hecho. Al igual que en Pigmalión, el libro de Bernard Shaw, Silvia aprendió historia, geografía, matemáticas, filosofía, gramática… Empezó a leer los libros recomendados por las chicas y por mi mismo. Más que leer, devoraba los libros. El cambio fue total. Sin embargo aún nos quedaba mucho por hacer.

– Nos quedaban pendientes los problemas de su sexualidad y su marido.