Conversaciones en el hoyo 19: sectas

— Parece ya un hecho el resurgimiento del fascismo—dejó caer Inés mientras picaba una patata frita.
— Hombre. Yo no diría que se trate de fascismo exactamente —contestó Pascual—. Lo malo es esa manía que tienen los medios de etiquetarlo todo. Yo diría que se trata de las élites que no quieren perder sus derechos. El problema es que dentro de esos grupos hay facciones muy extremistas.
— Es curioso que todas las asociaciones humanas tienen grupos extremistas—añadió Santiago—. Incluso la iglesia. Menos mal que el papa ha frenado el afán expansionista del opus dei.


—Uf. De esa secta sabe mucho Juan—dijo Inés.
—¿Si?. ¿Has estado en el opus?—preguntó Pascual.
—No he pertenecido nunca a esa secta—contestó Juan—. Sin embargo mis padres pensaban que ser del opus me facilitaría la vida. Por eso me inscribieron en un club para jóvenes que tenía varias actividades “golosas” como practicar karting, judo, química, en fin actividades que atraían a los chavales y que no eran otra cosa que una excusa para que te pillara un preceptor y te comiera el tarro, haciéndote asistir a las meditaciones y a las velas en la capilla del centro.
—¿Meditaciones?, ¿velas?—preguntó Santiago.
—Las meditaciones consistían en leer un párrafo del libro “camino” de Escribá de Balaguer y meditar sobre el mismo. Las velas consistían en establecer turnos para custodiar durante toda la noche una eucaristía. Tenías que llegar a una hora determinada, sentarte en un banco de la capilla y hacer ver que estabas rezando. Asistí una vez a estas actividades.
—Pero no acabó la cosa ahí, ¿verdad?—añadió Inés.
—No. Mi padre me envió a Pamplona a una residencia del opus, cuando empecé a estudiar la carrera y es sorprendente lo bien que me lo pasé. Está claro que cuando empiezas una carrera ya tienes edad para ver las cosas claras y aplicas el sentido crítico a lo que ves y experimentas. Te obligaban a asistir a una tertulia entre los residentes al medio día, de la misma forma que se rezaba el rosario cada tarde a eso de las siete. Teníamos una sala de estar, con un equipo de música y un televisor. Y era muy curiosa la coincidencia entre los programas en los que salían mujeres con poca ropa y los repentinos apagones de luz que ocurrían invariablemente. Al final del curso, cuando aparecían esas mujeres, siempre se oía una voz que contaba los segundos hasta que se iba la luz. Nunca fallaba.


—¿Pero fuiste abducido?—preguntó Pascual.
—No. Para ahorrarme la asistencia a la misa de las siete de la mañana y el rosario de las tardes metí la pata diciendo que era ateo, ya que eso me convertía en una buena presa para los comecocos del centro. Durante algo más de un mes, un tal Gabriel empezó a intentar captar mi amistad. Lo tenía siguiéndome como si fuera mi sombra y un día, entró en mi habitación y empezó a decirme que como amigo mío que era, me deseaba lo mejor y por eso se sentía obligado a salvarme de mi ateísmo. Me intentó comer el tarro durante más de dos horas y al final, para sacármelo de encima le dije que si a todo. Fui a una misa por curiosidad y aluciné al comprobar que se celebraba íntegramente en latín y con el cura de espaldas. Vamos. Parecía que había retrocedido un par de siglos. No fui a ninguna misa más y eso que Gabriel me intentaba atosigar para que asistiera y yo le iba dando largas.


—Y ¿qué pasó?—preguntó Santiago.
—Un día, meses más tarde, entró Gabriel en mi habitación hecho una furia y me preguntó si le estaba tomando el pelo. Cuando vio que estaba riendo, se dio media vuelta y se largó de la habitación. Desde entonces nadie intentó captar mi amistad para comerme el coco.
—¡Joder!. Menuda experiencia la tuya—dijo Pascual.
—Bueno. Algo aprendí: a no dar explicaciones. Durante aquella charla con Gabriel, le rebatí todos los argumentos que utilizaba para demostrar la existencia de dios y él siempre sacaba nuevos argumentos, cada vez más estúpidos, por cierto. La táctica del si a todo y luego no hacer nada de los que decía acabó funcionando.


—Moraleja: no des explicaciones y así no les das pie a que intenten rebatir tu posición—concluyó Inés, añadiendo—: y eso vale para todo tipo de vendedores.
—Desde luego que va bien—añadió Pascual—. Y ahora que se ha puesto de moda el concepto “privacidad” es la forma idónea de evitar tener que dar explicaciones. Yo la utilizo con mucha frecuencia con esos vendedores que inician el diálogo preguntándote alguna cosa. Se quedan descolocados cuando les contestas que por privacidad no vas a contestar a su pregunta.