— Gran día para todos—dijo Santiago, cuando se reunió con sus compañeros en el bar.
— Nunca pensé que estuviera tan afortunada con los chips—contestó Inés.
— Prácticamente los has dejado todos a un palmo del hoyo—añadió Juan—. Salvo ese par de chips que te han entrado directos al agujero.
—Tiene su lógica—explicó Inés—. Cuando llevas años sin hacer un buen swing, lo único que puede salvarte es el chip y por eso me sale tan bien: años de práctica.
—¡Uf!. ¡Los viejos verdes!—exclamó Santiago, señalando discretamente a cuatro hombres que se sentaban a una mesa del bar.
—¿Viejos verdes?—preguntó Juan.
—Si. Hará un par de semanas comí aquí con ellos—contestó Santiago—. Y eso es lo que son, viejos verdes. Tiene gracia lo que escuché en aquella comida. Para empezar hablaron sobre la incultura en nuestro país.
—Hombre, eso es verdad—dijo Pascual—. En nuestro país es escasa la gente que ha leído mas de un libro. Y con las redes sociales todavía menos. Y lo curioso es que la gente cuya cultura es nula se permite opinar sobre cualquier cosa.
—Bueno. Supongo que por eso hay tantos fascistas en los partidos políticos de derechas: gente ignorante que se traga cualquier noticia falsa—apuntó Inés.
—Si. La verdad es que quizás debido a eso se da tan poca importancia a la educación en nuestro país—explicó Juan—. Los políticos necesitan incultura para sobrevivir. Si la gente fuera culta los políticos desaparecerían.
—Toma, y las religiones—añadió Inés—. Pero volvamos a los tíos de aquella mesa.
—Ah, si—dijo Santiago—. Están preparando su enésimo viaje a Cuba. Ahora están comprando preservativos, viagra y prendas para las chicas que se van a tirar en aquel país. Como ellos dicen, dada su edad, quieren disparar sus últimos tiros. Durante aquella comida no hablaron de otra cosa que de las anécdotas de sus viajes anteriores. Al final tuve que decirles que dejaran de hablar del tema, ya que hacer alarde de sus correrías sexuales no hacía más que demostrar la gran incultura que tenían. Me miraron con cara de sorpresa. ¿Incultura?. Les dije que si, que lo único que me demostraban es el profundo machismo que tenían, que les llevaba a considerar a una chica cubana como un simple objeto.
—Bien dicho—dijo Inés—. Y si te vas de putas, no alardees de ello.
—Me dijeron que las estaban ayudando a salir adelante—continuó Santiago—. Que todas ellas trabajan pero que no les alcanza para poder vivir y que gracias a ellos lo consiguen. Yo les dije que estoy seguro de que si no tuvieran el recurso de vender su cuerpo, seguro que podrían buscarse otro medio para llegar a final de mes. Luego me salieron con que ellas se sentían atraídas por ellos y que el sexo “surgía” y les dije que se miraran al espejo. ¿Atraídas?. Si no hubiera dinero que ganar, ellas ni los mirarían.
—La verdad es que viéndolos en aquella mesa, ninguno de ellos está bien conservado—dijo Inés riendo—. Vosotros estáis mucho mejor. ¿Será el golf?.
—No lo creo—contestó Pascual—. Ellos también lo juegan. Y la verdad, es que todos nosotros tenemos caras de viejos simpáticos e incluso nuestros cuerpos están poco deteriorados, pero una cosa está clara: estamos fuera del mercado.
—Salvo que hagamos alarde de una gran fortuna—apuntó Santiago—. Y en este caso, ya sabemos de que palo van a ir las mujeres que podamos ligar.
—Hombre, tú lo tendrías fácil, teniendo en cuenta que te dedicas a salvar a chicas descarriadas—dijo Juan—. Al fin y al cabo tienes un piso en el que viven estas chicas.
—Error. Ya no tengo ese piso—aclaró Santiago—. Cuando dejé el bar, traspasé el piso a las chicas. Yo ya no pinto nada ahí, salvo una vez al año en el que celebramos una cena. Además, si me acostara con alguna de ellas, tendría muy claro que ella lo haría por agradecimiento ó por compasión. Nunca por verdadera atracción. Si de algo puedo sentirme orgulloso es de haber respetado a mis chicas siempre.
—Eres muy buena persona, Santiago—concluyó Juan—. Me siento orgulloso de ser tu amigo.