—Hola a todos—saludó Pascual—.¡Hombre Juan!. ¡Tú por aquí!.
—Hola, hola—contestó—. La verdad es que os echaba de menos.
—¡Hola guapo!—Inés estaba encantada—. ¿Cómo llevas el confinamiento?.
—De maravilla, salvo en una cosa—Juan levantó su taza de café para que todos la vieran—. El café que estoy tomando es una mierda. Es el típico de empresa grande, empresa que compra el café en la bolsa de cafés, por la cual pagan al agricultor menos de lo que le cuesta el cultivo y la recolección. No estoy acostumbrado a tomar esas porquerías. Estaba acostumbrado al café que tuestan en el bar al lado de casa y que, por razones obvias, ya no puedo comprar.
—Debo aclarar que Juan tiene una cafetera fantástica que hace un café delicioso—explicó Inés—. Además muele el café antes de hacerlo, que es la forma de que el café no pierda propiedades.
—Estoy totalmente de acuerdo—dijo Santiago—. Y eso que en el bar comprábamos café industrial. La empresa que lo vendía, nos enviaba a un experto cada mes para ajustar la cafetera y el grosor de la molienda.
—Y ¿cómo es que has aparecido por aquí, Juan?—preguntó Pascual—. Nos consta a todos que como mejor estás es contigo mismo.
—Anda que eres directo, Pascual—dijo Inés, riendo.
—La respuesta corta ya os la he dado—explicó Juan—. La larga es esta: a raíz de mi jubilación descubrí que las relaciones con los demás son ahora mucho más sencillas, ya que en el mundo de la empresa existían condicionamientos que ahora no tengo. Trabajar en un departamento de cualquier empresa es como una caja de sorpresas. Ese compañero que te cae bien y que cuando menos lo esperas te traiciona, o el típico pelota, el arribista, el jefe inútil, la compañera que se cree una top model… En la empresa hay ambiciones, envidias, celos, mentira, teatro, lucha, abuso y un largo sinfín de todo aquello que tiene el hombre reprimido en un rincón de su ser y que aflora en el trabajo.
—Estoy muy de acuerdo con tu explicación—repuso Pascual—. En mi profesión como psicólogo de empresa vi actitudes realmente patológicas y hace muchos años que me estoy planteando escribir un libro para intentar explicar qué es lo que tiene la empresa para sacar lo peor de sus empleados.
—Lo bueno de la jubilación es, precisamente, que tu relación con los demás ya no está viciada—dijo Juan—. El condicionamiento ha desaparecido y puedes tratar a los demás de igual a igual, sin tensiones de ningún tipo.
—Espero que no te encuentres a Aznar en Marbella—rio Santiago—. Se cargaría tu teoría del «igual a igual» si intentaras hablar con él.
—Ese es un caso patológico. Es el narcisismo elevado al máximo nivel—explicó Pascual—. Como en su día lo fue Hitler. Afortunadamente para nosotros, Aznar no llevó al país a los extremos a los que llegó Hitler.
—Bueno. A mi lo que me jode es que ese tiparraco esté jugando al golf cuando a nosotros no nos dejan hacerlo—dijo Santiago, irritado—. Si yo fuera policía le pondría una señora multa cada vez que saliera de casa, aparte de multar al campo de golf por dejarlo jugar.
—El país es así—dijo Inés—. Mucho hablar de igualdad y a la hora de la verdad, de eso nada. Siempre ha sido así. Parece ser que el coronavirus nos va abriendo los ojos.
—Yo tengo una teoría ó quizás sería mejor decir una sospecha, respecto al coronavirus—dijo Juan—. Pienso que nuestro planeta ha llegado al límite de su paciencia. Que una única especie de animales esté cargándose la naturaleza a marchas forzadas es una buena razón para defenderse. Y eso que se nos avisó, a base de temperaturas altas, deshielo en los polos (por cierto, ya hay países que se están planteando abrir allí nuevas rutas comerciales, cuando no haya hielo), tormentas devastadoras… Al final, si yo fuera este planeta, acabaría expandiendo un virus que diezmara a esos cabrones que se creen dueños de todo.
—Totalmente de acuerdo con tu teoría—dijo Santiago—. No creo que sea así aunque me gustaría.
—A mi también—dijo Inés.
—Bueno, chicos. He de dejaros. Toca balcón.
—¿Cómo?. ¿Vas a salir a aplaudir al personal sanitario?—preguntó Pascual.
—No—dijo Juan, riendo—. Desde hace días salgo al balcón a animar a mis vecinos con música. He instalado allí un teclado y un amplificador. Cada tarde, a las ocho, salgo a tocar alguna pieza. Y cuando salgo, ya están todos los vecinos en los balcones esperándome, a pesar del frío.
—¡Que gran idea!—alabó Santiago.
—Gracias. Ya veis que soy un sociópata bueno. Un sociópata «integrado».