«Ten el coraje para hacer lo que te dicen tu corazón y tu intuición. Ellos ya saben de algún modo en qué quieres convertirte realmente. Todo lo demás es secundario». Steve Jobs (1955-2011).
Años llevaba trabajando como informático en su empresa. Realmente se lo pasaba bien. Le encantaba el trato con los usuarios, a quienes solucionaba problemas informáticos.
Pero también su relación, con los años, fue más allá que lo que requería su trabajo. Algunas veces, cuando regresaba a su mesa después de haber atendido a alguien, se maravillaba por el hecho de que al ver en él a una buena persona, no tenían reparo en contarle sus problemas, sus ilusiones, sus frustraciones…
Sabía escuchar y jamás se hacía eco de aquello que le contaban.
Pronto se dio cuenta de que valoraba mucho más su trabajo. Le gustaba el «plus» que daba a sus compañeros. Además le servía para conocer el funcionamiento de otros departamentos y eso le enriquecía.
Posiblemente se convirtió en una de las personas más conocidas de la casa. Su carácter afable le abría todas las puertas y muchos corazones.
Se sentía feliz y aún más cuando nació su hijo. ¿Qué más podía esperar de la vida?. Tenía una esposa maravillosa, un hijo precioso y un trabajo que disfrutaba, a pesar de no estar demasiado bien pagado, aunque le daba para vivir y sacar adelante a su familia.
Sin embargo…
Sin embargo un día su jefe le comunicó que la empresa había sido comprada por una multinacional, la Innombrable. Le dijo que no se preocupara ya que las cosas iban a seguir exactamente de la misma forma.
Y así fue. Apenas hubo cambios en su trabajo y todo seguía igual. Desde luego tuvo que modificar ciertas cosas en la red de la empresa para permitir la conexión de la Innombrable a los servidores de su centro.
Ocasionalmente le hacían asistir a alguna jornada en la sede central de la Innombrable, para conocer aquellas tecnologías que tenía que implementar en su empresa. No le costó descubrir también que en la central había unas luchas de poder que jamás había visto en su empresa. A las reuniones asistían unas quince personas de las cuales solamente cuatro eran los encargados del «trabajo de calle». El resto era una amalgama de jefes, jefecillos y capataces y la razón de su presencia en la reunión era desconocida para él, salvo cuando se trataba de criticar las decisiones de sus compañeros.
Afortunadamente sus visitas eran requeridas un par de veces al año y nuestro protagonista seguía disfrutando con su trabajo.
Pasaron unos años y un día su jefe lo llamó a su despacho.
– Siento darte una mala noticia, Agustín. Quieren que cubras una vacante como informático en la central de la Innombrable.
– ¿Temporalmente?.
– No. Se trata de algo definitivo. Si te sirve de consuelo, tu sueldo se verá incrementado. Allí les pagan bastante bien.
– Y, ¿quién dará soporte aquí?.
– Han subcontratado a una persona a la que tendrás que formar antes de irte a la central.
Cuando llegó a la Innombrable tenía un nudo en la garganta. Le había sido muy duro despedirse de sus compañeros y apenas había dormido en toda la noche.
Sin embargo pronto se adaptó a su nuevo trabajo. En seguida se llevó bien con sus compañeros y su trabajo no era demasiado distinto al que hacía antes. La única diferencia era la desmesurada cadena de mando que había en su departamento y las luchas constantes entre sus integrantes. Como había hecho siempre, visitaba a sus usuarios y en poco tiempo tenía un montón de amigos que, al igual que en su antigua empresa, se abrieron a él.
Cuando no llevaba mucho más de un mes, empezaron a llegarle a su correo un sinfín de convocatorias para asistir a reuniones. Preguntó a sus compañeros que le dijeron que tenía que asistir a todas ellas.
– Pero, ¿cómo voy a atender a los usuarios?.
– Lo primero son las reuniones – le dijeron.
Las reuniones eran de lo más variopinto, teniendo en cuenta que apenas tenían que ver, directamente, con su trabajo. Versaban acerca de cómo tenía que ordenar su mesa de trabajo y participar en las reuniones así como el visionado de gráficos acerca de la eficacia del departamento, la marcha del negocio incluyendo el visionado de arengas del director a los empleados…
No era más que el principio, ya que un día que protestó por carecer de tiempo para atender a los usuarios, su jefe inmediato le dijo que no tenía que ir a la mesa de la gente a solucionarles los problemas.
– Por algo tienen todos ellos un portátil. Que te lo traigan, lo arreglas y luego les llamas para que vengan a recogerlo. Y anotas el problema y la solución para que la siguiente vez sea el usuario quien se solucione el problema, mirando tu documento.
– Pero perderé el contacto con la gente.
– De eso se trata. Y cuando te llamen para comunicarte un problema, la llamada no puede exceder los tres minutos.
Poco a poco Agustín fue perdiendo la ilusión por lo que hacía. Cada vez le costaba más acudir al trabajo y empezó a llegar tarde.
Su esposa lo notaba cada vez más alicaído y un día le preguntó:
– ¿Qué te pasa?. Te veo triste, apagado.
– Se trata del trabajo. Cada vez me cuesta más estar bien allí. Y no es por los compañeros, que son fantásticos. He perdido el contacto con la gente y ahora lo único que hago es solucionar un par de averías en mi mesa y pasar el resto del día rellenando informes, haciendo estadísticas y asistiendo a reuniones que me importan un rábano. He perdido el contacto con la gente, que era lo que me llenaba de verdad. Y ahora me están proponiendo asistir a actividades los fines de semana, que vienen a ser como retiros espirituales dedicados al adoctrinamiento del personal.
– ¿No puedes regresar a tu antiguo trabajo?.
– No. Ya lo he pedido.
– Entonces vete de la empresa. Negocia tu cese con la Innombrable.
– Eso haré.
No tuvo que hacerlo. El destino se lo puso en bandeja, ó quizás debería decir que fue su desconocimiento de la empresa que le facilitó el paso.
Un día, sin aviso previo le llamó el jefe y cuando entró en su despacho, encontró a varias personas dentro de la sala: dos personas de RRHH, el subdirector, su jefe inmediato, el jefe de su jefe inmediato y el jefe del jefe de su jefe inmediato.
Le hicieron sentar en la única silla vacía que quedaba en el despacho y le comunicaron que, debido a su actitud, se veían obligados a despedirle y que la empresa, haciendo gala de su gran paternalismo, le iba a indemnizar con veinte días por año trabajado. Le dieron un talón y le pusieron unas hojas delante para que las firmara.
– La gota que ha colmado el vaso ha sido el trato que le diste al director cuando te llamó.
– Me limité a decirle que buscara en la base de datos de problemas, como me dijeron que hiciera con los usuarios…
– Se trataba de un director. Con los directores, hay que dejarlo todo y atenderles de inmediato.
– Eso no me lo dijo nadie. No lo sabía. ¿Así que hay en la empresa dos categorías de usuarios?.
– Exacto.
– Pues me sorprende que en las casi cuatrocientas reuniones a las que me han hecho asistir, nadie me lo dijera – miró los papeles que tenía delante para firmar y los apartó con la mano -. Creo que voy a delegar el establecimiento de la cuantía de mi indemnización a un juez. Más que nada porqué pienso que merezco cuarenta y cinco días por año trabajado.
Nadie dijo nada durante dos minutos que a todos les parecieron larguísimos.
Al fin, el subdirector miró al jefe de personal y le hizo un gesto. El jefe de personal abrió la carpeta que tenía sobre la mesa y sacó otro talón que alargó a Agustín. Éste lo miró y dijo:
– ¿Dónde había que firmar?.