Dos días después llegaba al BIP, Batallón de Instrucción Paracaidista. Una vez dentro, junto con el resto de los recién llegados, aún vestidos de paisano, los sentaron en un terraplén y empezaron a enseñarles la escala de mandos del ejército.
En aquel terraplén podía verse desperdigados, distintos grupos de paracaidistas con su uniforme, sentados alrededor de instructores, quienes les enseñaban diversas cosas: a desmontar una pistola, a lanzar una granada de mano…
Entonces ocurrió lo inesperado. Todos vieron como dos instructores gigantescos arrastraban a un chico, vestido de uniforme, a base de empujones, de patadas y puñetazos. El chico estaba sangrando y con tierra hasta las cejas de rodar por el suelo. Los veteranos lo hicieron levantar y, al llegar al terraplén le dieron un empujón que lo hizo caer rodando prácticamente hasta el final del mismo, unos treinta metros mas abajo.
Nuestro amigo estaba horrorizado con la escena. Cuando lo vió llegar rodando, al fondo del terraplén, los dos gorilas ya estaban a su lado. Le dieron unas patadas más y lo levantaron. Se acercó un hombre con tres estrellas en el hombro, un capitán -pensó, lo acababa de aprender – y se dijo que aquel capitán castigaria a aquellos bestias. El chico, al ver al capitán, se puso firmes.
El capitán se plantó delante del chico y le dió un puñetazo en toda la cara, dejándole sin conocimiento, en el suelo. Luego gritó:
– ¡Llevarlo al calabozo!.
Fue entonces cuando nuestro amigo descubrió que aquel lugar era una sucursal de la legión y que, como tal, la disciplina se aprendía a golpes.
En pocos días descubrió que podía “cobrar” por no saludar a un veterano e incluso por hacerle el saludo militar sin levantar el brazo con rapidez. Un error en la intrucción, el paso cambiado al desfilar, un giro erróneo, incluso un desfallecimiento en los trece quilómetros que corrían a paso ligero cada día y recibía invariablemente un buen puñetazo de aquellos gorilas.
Y tenía que sobrevivir veinte meses.
Aprendió que los primeros días, los instructores al no conocer los nombres de los instruídos, en las clases de teoría, solían preguntar a aquellos con bigote, barba, gafas. Aquellos que tenían algo que los distinguían de los demás.
– Oye, tú, el de las gafas. ¿En cuántas piezas se divide un Cetme?.
Entonces aprendió el arte de pasar desapercibido, de convertirse en invisible, de no destacar en cada.
El miedo al palo le puso alas en el arte del mimetismo.
Pasaron los meses. Nuestro amigo acabó la instrucción, hizo el curso paracaidista, juró bandera y se quedó en aquel cuartel de instructor.
No tuvo problemas para saltar del avión en paracaídas. Participó en maniobras e instruyó a futuros paracaídistas.
Sin embargo se mantuvo fiel a la consigna de pasar desapercibido. No se metía con nadie y rehuía cualquier posible conflicto. Y hubo muchos, pero él seguía invisible.
Cuando por fin le quedaba un mes de mili, durante unas maniobras, estalló un problema entre los instructores. Se discutió entre todos y se adoptó una resolución. Y nuestro amigo, se mantuvo fiel a su propia norma de silencio.
Al tranquilizarse los ánimos, uno de los compañeros se acercó a nuestro amigo y le dijo:
– Hace tiempo que te estoy observando, cabrón. Eres un mierda. Nunca, desde que te conozco, te has integrado con el grupo. Jamás te has mojado en nada. Siempre has dejado que las decisiones las tomaran otros y nunca he sabido si estabas a favor o en contra. No sé como eres, ni lo que piensas y seguro que es mas comunicativo el pino que hay a tu lado.
Hemos pasado por momentos muy putas, hemos enterrado a un compañero, nos hemos cagado juntos en el avión, antes de saltar, incluso estuvimos tres días buscando tu arma perdida, el día que te quedaste colgado en el avión.
Le dió un empujón que lo tiró al suelo.
– El compañerismo no consiste en ir a favor de corriente para evitar complicarte la vida. Todos tenemos criterios, personalidad, opiniones. Y lo que hace a un grupo es esa diversidad. Defender a uno de nosotros cuando sabemos que sufre una injusticia, enfrentándose si es necesario a los demás. Pero hay que dar la cara. Existen abusos en el mundo porqué hay una mayoría de gente que, como tu, intenta pasar desapercibida, que nunca dice nada, que no quiere complicarse la vida. Porqué lo cómodo es no hacer nada, nunca contradecir a los que te rodean, jamás levantar la voz cuando no estás de acuerdo.
Oportuna bronca y gran lección.
Esta anécdota me ha venido a colación cuando el jefe en el trabajo, ha convocado una cena de todos los que, durante muchos años, hemos venido sufriendo sus manipulaciones, sus cambios de humor, sus acosos, sus broncas, sus mentiras, su simpatía interesada, sus comentarios vejatorios, sus silencios, sus comentarios a nuestras espaldas, sus desprecios…
Se han apuntado prácticamente todos.
Seguro que los que hemos dicho que no asistiríamos a la cena, seremos tachados de malos compañeros.