Santiago logró sobreponerse durante su visita al depósito de cadáveres.
Le acompañaba Sandra, una de las chicas del piso.
En el taxi, toda su fortaleza le abandonó y se puso a llorar desconsoladamente. Sandra lo abrazó en silencio y le dijo al taxista una nueva dirección.
Lo llevó al piso en el que ella y otras chicas «rescatadas» por Santiago, vivían y recibían «amigos», fuera de la influencia de los proxenetas.
Una vez en el piso, Santiago se metió en una de las habitaciones, diciendo que necesitaba estar solo.
Las chicas respetaron su decisión.
Todas ellas entendían la tristeza de Santiago. Había luchado por sacar a Sara de las garras de su proxeneta y no lo había conseguido. Sara había vivido casi un mes en el piso y era una chica que se había ganado el cariño de sus compañeras. Santiago, prácticamente la había raptado de un tugurio en que malvivía para pagar su viaje desde Rumanía y las drogas que le suministraba su proxeneta.
A pesar de que Santiago había enviado al proxeneta el dinero que ella le debía, una mañana, cuando Sara salió del piso, un coche la estaba esperando. Dos hombres la empujaron dentro del vehículo y la siguiente noticia que tuvieron de ella fue de la policía.
Habían detenido al proxeneta y a sus hombres, pero nadie podía devolver la vida de Sara.
Las chicas empezaron a preocuparse cuando Santiago llevaba ya dos días en aquella habitación. Dos días sin probar bocado.
Cada mañana entraban todas a darle un beso y le dejaban una bandeja con el desayuno. Al medio día, cuando le llevaban la comida, retiraban la bandeja del desayuno sin que Santiago la hubiera tocado.
Lo mismo ocurría con la comida y la cena.
Cuando le hacían preguntas, respondía con monosílabos, mirándolas con unos ojos apagados que partían el alma de las chicas.
Fue Ester quien tomó la decisión. Sin decir nada a sus compañeras, entró en la habitación de Santiago y se sentó en la cama donde estaba él tumbado.
– ¿Que quieres, Ester? – preguntó él.
Ester no contestó. Se quedó callada un buen rato.
Luego empezó a hablar.
– No puedes hacernos esto, Santiago. Si hay algo que me provoca verdadero miedo es ver la derrota en tus ojos. Tu eres y has sido siempre una persona fuerte. Alguien que siempre ha luchado por sus convicciones. Todas hemos necesitado de alguien como tu, porqué eres un ejemplo para nosotras. Siempre hemos necesitado de tu energía, porque no tenemos tu fortaleza. Esa fortaleza que nos ha dado fuerzas para salir del mundo de las drogas, para abandonar a los que nos explotaban, para luchar por conseguir salir del agujero y recuperar nuestra dignidad.
Santiago se incorporó y se sentó al lado de Ester.
– Puedo aguantar – continuó Ester – las palizas que me daba mi chulo, las vejaciones de los clientes que tenía entonces. Pero no puedo soportar tu mirada derrotada. Quizás hasta ahora ninguna de nosotras se había dado cuenta de la importancia que tenía poder verte lleno de energía y de ilusiones. Sara está muerta, pero quedamos casi diez chicas aquí que necesitamos sentir tu fuerza. Hace dos días que solamente veo en este piso, tristeza, abandono, desesperación. Todas estamos como estás ahora, Santiago. Si alguien fuerte como Santiago se derrumba, nos derrumbamos todas. Te necesitamos y no sabes cuanto…
Ester se puso a llorar. Santiago la abrazó.
– Perdóname, Ester. Perdona mi egoismo. Había olvidado que tengo una familia.
Cuando entraron con la cena, ambos estaban dormidos, el brazo de él sobre la cintura de ella.
Al día siguiente las chicas se encontraron el desayuno preparado.
Sentado en la cabecera de la mesa, Santiago estaba con su mirada de siempre.
– Yo de vosotras me daría prisa. Tengo un hambre de lobo y me lo podría comer todo.
Por la tarde, en el bar, Santiago le contó a Paco que nunca había tenido un desayuno como aquel. Jamás le habían dado tantos abrazos y besos como aquella mañana.
– Ah. Y tenemos un lema. Algo que leí por Internet: me niego a tomar ni una sola cucharada del jarabe del conformismo.