La historia de un sauce

– El siguiente, por favor.

Las oficinas que se ocupan de los Destinos de Reencarnación son rápidas. Desde que te mueres hasta que vuelves a nacer no suele pasar mucho rato, sobre todo, teniendo en cuenta que no existe el factor tiempo en aquella zona.

El encargado me miró, si puede llamarse mirar a lo que hizo aquel ser que no era otra cosa que una presencia, con una vaga forma que recordaba a la humana.

– ¡Hombre!. Una suicida – dijo.
– ¿Suicida?. En absoluto – le contesté -. No me he suicidado.
– Bueno. Es cuestión de matices. La mayoría de enfermedades de la Tierra vienen provocadas por falta de ganas de vivir. Y este es tu caso. Además, cuando se manifestó la enfermedad, no moviste un dedo por luchar contra ella.

– Es cierto. Pero no se puede calificar esta actitud como suicidio – le contesté – . Conste que es cierto. Estaba ya muy cansada de aquella vida. Vivir en la Tierra es posiblemente el peor destino que se puede tener. Tendría que prohibirse sufrir mas de una reencarnación en aquel planeta.

– Deberías conocer otros destinos. La Tierra puede considerarse un paraíso comparado con según qué lugar. Pero bueno. Vamos a los objetivos que habías elegido. Yo creo que no los cumpliste, por lo menos en su totalidad.
– ¿Cómo quieres que alguien consiga ser feliz en aquel mundo de locos?.

– Muchos lo consiguen. En tu caso, desperdiciaste un montón de años. Conociste a Eduardo y te viniste abajo…
– Lo amaba con locura. Pero él no quería estar conmigo. Estaba muy deprimido. Lo había pasado muy mal e intenté ayudarlo, pero se alejó de mi, diciendo que su depresión me iba a afectar.

– Y entonces fue cuando caíste en un pozo, como él. Te encerraste en ti misma y te olvidaste del mundo. Poco a poco fuiste dejándote llevar por el dolor. Dejaste de ver a tus amigos; no aceptabas que quisieran estar cerca de ti, para ayudarte a salir de tu estado. Te descuidaste durante años, hasta que apareció la enfermedad que secretamente deseabas, para terminar con tu sufrimiento…
– Bueno. ¿Y qué más da?. No molesté a nadie. No le hice daño a otras personas.

– Eso es lo que tu te crees. En realidad si que hiciste daño y a más gente de lo que te crees.
– ¿Cómo?.
– Tu eras una persona fuerte. Diste lo mejor de ti a tus hijos, a tus amigos, a tus compañeros de trabajo. Ellos eran fuertes porqué tu lo eras. Eras un ejemplo para ellos. Gracias a la fuerza que demostrabas, ellos aprendieron a vencer sus miedos y a luchar por aquello que querían. A defenderse, como tu, de aquellas personas que intentaban hacerles daño.

– Bueno. Menos mal que hice algo bueno… – dije con un cierto alivio.
– El problema surgió cuando te hundiste. Los demás vieron como tu fortaleza se esfumaba. Los seres del planeta Tierra no tienen fe en las palabras. Su única forma de creer en algo, es constatándolo a través de los hechos. Por eso, cuando caíste en el pozo, los demás dejaron de creer en tu fuerza…
– No es posible – dije.

– Desde que dejaste de ir a trabajar por estar enferma, el encargado pudo usar y abusar de tus compañeros, quienes aún ahora sufren de ello. Tus hijos, algún día, también acusarán esa carencia tuya. Tus amigos…
– Mejor lo dejamos aquí. Me hago cargo. Soy consciente de lo que he hecho.

– ¿Qué quieres hacer en tu próxima reencarnación?.
– La verdad es que me siento cansada. No tengo ganas de volver a empezar. ¿No podría quedarme aquí, en este lugar?.
– No es posible.
– ¿No puede ser en un planeta menos duro?.
– No. Los mejores, necesitan nutrirse de personas que tengan un nivel acorde con las bondades del planeta.

– Vamos. Que he de regresar de nuevo a aquella jaula de lobos. ¿No sería posible desaparecer sin más?, ¿esfumarme?.
– Ya veo que estás destrozada, sin ánimos, sin ganas de luchar…
– ¿Puedes hacer algo por mi? – le pedí.

– Solamente puedo hacer una cosa. No va con las normas pero puedo hacer una excepción. ¿Qué te parecería reencarnarte en árbol?. Podrás así tener tiempo para descansar y reflexionar.
– Me encantaría. Así podré recobrar mis fuerzas.
– Entonces, no se hable más. Así se hará. Quisiera aprovechar para decirte algo que no supiste en vida. Uno de tus amigos, Pablo, estaba enamorado de ti.
– ¿Pablo?. No lo puedo creer.

– Te lo dijo innumerables veces. Nunca con palabras, pero si con hechos. Estando a tu lado cuando lo necesitabas y respetando tu deseo de soledad cuando peor estabas. No te diste cuenta porqué estabas demasiado inmersa en tu dolor. Sufrió mucho más que tu, porqué te veía sufrir y no le dejabas ayudarte. Ahora está deshecho con tu muerte. Pero saldrá adelante sin terminar en el mismo estado en el que tu caíste, a causa de Eduardo.

Si hubiera conservado mi cuerpo, me hubiera puesto a llorar. Pablo, aquel ser maravilloso, ¡había estado enamorado de mi!. ¡Que ciega había estado!. Aquel sueño que siempre pensé estaba fuera de mi alcance, habría estado a mi lado, si simplemente hubiera alargado la mano. ¡Que distinta hubiera sido mi vida con él!.

Mientras desaparecía todo a mi alrededor, pensaba con pena en cómo había desperdiciado los últimos años de mi vida, teniendo la felicidad allí, a mi lado…

Durante sus últimos años, Pablo salía cada mañana a pasear. Le gustaba acercarse al río y tumbarse a la sombra de un sauce que allí crecía. Solía tumbarse bajo su sombra y, cerrando los ojos, dejaba vagar sus pensamientos. Con frecuencia recordaba a una mujer a la que había amado. Entonces notaba como sus ojos se llenaban de lágrimas. Al levantarse se sentía mucho más fuerte. Algunas veces pensaba que aquel sauce le cedía parte de su energía.

Dos días después de que el ayuntamiento talara el sauce, Pablo murió mientras dormía.

El efecto dominó

Santiago logró sobreponerse durante su visita al depósito de cadáveres.

A pesar de tener el rostro desfigurado, pudo reconocer aquel cuerpo por el tatuaje que tenía en el tobillo.
Le acompañaba Sandra, una de las chicas del piso.
En el taxi, toda su fortaleza le abandonó y se puso a llorar desconsoladamente. Sandra lo abrazó en silencio y le dijo al taxista una nueva dirección.

Lo llevó al piso en el que ella y otras chicas «rescatadas» por Santiago, vivían y recibían «amigos», fuera de la influencia de los proxenetas.
Una vez en el piso, Santiago se metió en una de las habitaciones, diciendo que necesitaba estar solo.
Las chicas respetaron su decisión.

Todas ellas entendían la tristeza de Santiago. Había luchado por sacar a Sara de las garras de su proxeneta y no lo había conseguido. Sara había vivido casi un mes en el piso y era una chica que se había ganado el cariño de sus compañeras. Santiago, prácticamente la había raptado de un tugurio en que malvivía para pagar su viaje desde Rumanía y las drogas que le suministraba su proxeneta.

A pesar de que Santiago había enviado al proxeneta el dinero que ella le debía, una mañana, cuando Sara salió del piso, un coche la estaba esperando. Dos hombres la empujaron dentro del vehículo y la siguiente noticia que tuvieron de ella fue de la policía.
Habían detenido al proxeneta y a sus hombres, pero nadie podía devolver la vida de Sara.

Las chicas empezaron a preocuparse cuando Santiago llevaba ya dos días en aquella habitación. Dos días sin probar bocado.
Cada mañana entraban todas a darle un beso y le dejaban una bandeja con el desayuno. Al medio día, cuando le llevaban la comida, retiraban la bandeja del desayuno sin que Santiago la hubiera tocado.
Lo mismo ocurría con la comida y la cena.
Cuando le hacían preguntas, respondía con monosílabos, mirándolas con unos ojos apagados que partían el alma de las chicas.

Fue Ester quien tomó la decisión. Sin decir nada a sus compañeras, entró en la habitación de Santiago y se sentó en la cama donde estaba él tumbado.

– ¿Que quieres, Ester? – preguntó él.

Ester no contestó. Se quedó callada un buen rato.

Luego empezó a hablar.

– No puedes hacernos esto, Santiago. Si hay algo que me provoca verdadero miedo es ver la derrota en tus ojos. Tu eres y has sido siempre una persona fuerte. Alguien que siempre ha luchado por sus convicciones. Todas hemos necesitado de alguien como tu, porqué eres un ejemplo para nosotras. Siempre hemos necesitado de tu energía, porque no tenemos tu fortaleza. Esa fortaleza que nos ha dado fuerzas para salir del mundo de las drogas, para abandonar a los que nos explotaban, para luchar por conseguir salir del agujero y recuperar nuestra dignidad.

Santiago se incorporó y se sentó al lado de Ester.

– Puedo aguantar – continuó Ester – las palizas que me daba mi chulo, las vejaciones de los clientes que tenía entonces. Pero no puedo soportar tu mirada derrotada. Quizás hasta ahora ninguna de nosotras se había dado cuenta de la importancia que tenía poder verte lleno de energía y de ilusiones. Sara está muerta, pero quedamos casi diez chicas aquí que necesitamos sentir tu fuerza. Hace dos días que solamente veo en este piso, tristeza, abandono, desesperación. Todas estamos como estás ahora, Santiago. Si alguien fuerte como Santiago se derrumba, nos derrumbamos todas. Te necesitamos y no sabes cuanto…

Ester se puso a llorar. Santiago la abrazó.

– Perdóname, Ester. Perdona mi egoismo. Había olvidado que tengo una familia.

Cuando entraron con la cena, ambos estaban dormidos, el brazo de él sobre la cintura de ella.

Al día siguiente las chicas se encontraron el desayuno preparado.
Sentado en la cabecera de la mesa, Santiago estaba con su mirada de siempre.

– Yo de vosotras me daría prisa. Tengo un hambre de lobo y me lo podría comer todo.

Por la tarde, en el bar, Santiago le contó a Paco que nunca había tenido un desayuno como aquel. Jamás le habían dado tantos abrazos y besos como aquella mañana.

– Ah. Y tenemos un lema. Algo que leí por Internet: me niego a tomar ni una sola cucharada del jarabe del conformismo.

Buscando en el desván

Muchas veces ciertos recuerdos pasados, nos quedan ocultos en algún recóndito lugar de nuestro cerebro, debido a un trauma sufrido.

Nuestros recuerdos pasan a un desván, cualquiera de los miles de desvanes que tenemos en nuestra memoria y no es fácil acceder a aquella página que quedó allí archivada.

Lo peor de todo es que, asociados al trauma, al dolor, se esconden también en el desván, recuerdos hermosos que no merecerían pasar al olvido.

Cuando salió del despacho de Bárbara, estaba algo desconcertado.
La semana anterior había muerto un buen amigo de la infancia, Pepo, a quien hacía muchos años que no veía. Se enteró unos días más tarde.
La verdad es que aún no había asimilado demasiado aquella pérdida.
Pertenecía al pasado y formaba parte de todo aquello que había intentado olvidar.

Pero aquel apellido, que había leído en un diploma en aquel despacho no dejaba de darle vueltas a la cabeza.
No se trataba de un apellido habitual y por ello estaba desconcertado. No podía haber mucha gente con aquel apellido.
Y él había conocido a una persona que lo tenía.

Empezó a recordar cómo había conocido aquel apellido.
Fue cuando tenía unos diecisiete años.

Pepo le había llamado por teléfono. Tenían una semana de vacaciones por delante y le preguntó si quería ir a esquiar.

– No tengo ropa de esquí – le contestó.
– No te preocupes. Ven a casa y verás como te encontramos algo.

Tras pedir permiso a su madre, fue a casa de su amigo y, tal como éste había predicho, en media hora estaba equipado para ir a esquiar.
– Iremos con mi hermana y su novio – le dijo Pepo.

Era el novio, por cierto, quien tenía aquel apellido tan original.
Fue una semana mágica. Los cuatro pudieron disfrutar de unos días inolvidables.

Era sorprendente que aquel apellido estuviera asociado al novio de la hermana de su amigo, muerto la semana anterior, sobre todo cuando habían pasado tantos años desde entonces.

Al día siguiente volvió al despacho de Bárbara.

– Tu segundo apellido me resulta muy familiar, Bárbara – le dijo -. Hace un montón de años fui a esquiar con un amigo mío, su hermana y el novio de ella. El novio tenía este apellido. La hermana se llama Rosa.

– Se trata de mis tíos Hugo y Rosa. Él es notario.
– Y ella estudiaba medicina. ¿Terminó la carrera?. ¿Tienen hijos?.
– Si. Pero no ha ejercido. Tienen tres hijos.
– Fantástico. No sabes cuanto me alegro.
– Bueno. Ella tuvo un problema. La tuvieron que internar de urgencias. Tuvo una embolia cerebral. Estuvo dos meses y medio en coma. Un buen día despertó y empezó a recuperarse. Le tuvieron que operar de un ojo, ya que le habían quedado secuelas de la embolia. Pero se está restableciendo muy bien. Ahora está con su marido en París, en algo así como una segunda luna de miel.
– Menos mal. Pobre. Rosa es una persona maravillosa, como lo era su hermano Pepo – la miró a los ojos -. ¿Lo sabe?.
– Si. Lo sabe.

Cuando salió de despacho de Bárbara sintió la necesidad de estar solo. Desgraciadamente no consiguió estar consigo mismo hasta que no llegó a casa, por la noche.
Se preparó la cena y decidió acompañarla con una buena botella de vino. El mejor que tenía.
Luego puso un lied de Mahler y empezó a cenar, dejando que sus pensamientos fluyeran libremente.

Poco a poco empezó a recordar aquella época de su vida, su adolescencia.
Volvió a oir los gritos de su padre, el miedo que sentía entonces, cuando los oía; el ambiente denso que casi podía tocarse; el miedo en los rostros de sus hermanos; la rabia que sentía en aquellas situaciones; la violencia a la que asistía cada día; el terror a que llegara el fin de semana…
¡Que dura había sido aquella época de su vida!.
Menudo infierno fue la separación de sus padres.

Entonces se acordó de Pepo, su amigo. De las tardes y más tardes en las que jugaban al millón en la máquina de un bar, en las muchas películas que habían compartido yendo al cine, de las miles de partidas de ping pong que habían jugado en casa de Pepo. Siempre ganaba Pepo, pero nunca le había importado perder.
Y sobre todo, recordó, aquellas tardes en las que iban al cuarto de Rosa a estudiar. Aquella habitación era como un santuario. Se sentaban los tres alrededor de la mesa, desplegaban los libros, ponían música y empezaban a estudiar. Allí no existía el tiempo, ni los problemas. El carácter de ambos hermanos te lo hacía olvidar todo.
Estudiar, lo que se dice estudiar no estudiaban mucho, ya que cualquier excusa servía de pretexto para empezar una conversación.
Allí no regía el cerebro. Solamente actuaba el corazón. Había una verdadera distensión. No existían temas tabú. Se hablaba de todo. No había rencor, ni rabia, ni miedo – sobre todo miedo – ni tristeza.
Fueron años, lo que duró aquello.
Y un buen día aquello se terminó, tras aquella semana de esquí cargada de magia.
Al empezar la universidad nuestro amigo fue enviado a otra ciudad y se perdió el contacto.

Y ahora, varias décadas después, una persona terminó su cena, tras acceder a un desván que tenía olvidado.
Luego, se puso a llorar.