El mimo

Los guardias de seguridad de la estación de autobuses se miraron impotentes.

Ninguno de ellos quería intervenir.
Aquella mujer gorda estaba tirando sillas al suelo, gritando como una posesa, en el bar de la estación.

Beatriz miraba a su madre sin apenas creer lo que estaba oyendo. Se levantó y fue hacia la taquilla, seguida por su madre que continuaba gritando y tirando sillas por donde pasaba.
– ¿Cómo has podido ir a visitar a tu padre, sabiendo lo que me hizo? – gritaba ella.
– Tenía que arreglar las cosas con él – contestó Beatriz -. Tenía que verlo y también perdonarlo.
– Eres una vergüenza de hija, una malnacida, una desagradecida… ¡Después de lo que me hizo a mi!.

Beatriz recordó el sauce que había en su casa, cuando era una niña, del que apenas colgaban algunas ramas. Su madre, durante años, había ido arrancando de aquel árbol todas sus ramas colgantes que, sacadas sus hojas, ella había utilizado para azotarla con saña, por los motivos más nimios.
Sacó unas monedas y dijo a la taquillera:
– Deme un billete para Colonia.

La taquillera se lo dio. Beatriz guardó el billete, se dirigió a la zona de embarque y buscó su autocar. Su madre aún la seguía, vociferando. Su hermano fue hacia ella y le dijo:
– Quédate un rato más, Beatriz.
– No. Me voy. He de protegerme contra ella. Nuestra madre no está bien. Necesita un médico.
Subió al autobús, acompañada por los gritos de su madre.
Aún esperó varios minutos que se le hicieron eternos, hasta que el autobús salió.

Por fin dejó de oir los gritos de su madre.
Sus ojos estaban llenos de lágrimas. Su mente estaba vacía, su mirada, perdida.
Sin embargo vio a una persona que la miraba fijamente.

Iba vestido con un traje verde, lleno de topos de muchos colores diferentes. Su cara estaba pintada de blanco y tenía pintados unos enormes labios de color rojo. La nariz era una bola roja, de payaso. Sobre su cabeza un gorro hecho de la misma tela del traje que llevaba.
Era un mimo. El mismo que había visto en la calle haciendo su actuación, al lado de la estación de autobuses.

Lo miró a los ojos y el mimo puso una cara triste. Luego levantó su mano y dijo no con el índice.
Levantó sus dos manos y puso sus índices uno a cada lado de su boca. Después trazó con ellos un amplio arco con sus dos dedos hacia las orejas mientras se iluminaba una gran sonrisa en su rostro.

Beatriz, apenas sonrió, pero se lo quedó mirando.
El mimo se puso a hacer muecas y narró una historia sin pronunciar palabra alguna. Todos los pasajeros del autobús lo miraban y reían con sus ocurrencias. Sin embargo el mimo no dejaba de mirar a Beatriz, que poco a poco se fue relajando, hasta que sus sonrisas se convirtieron en carcajadas.

El viaje se le hizo corto a todos los pasajeros, que no dejaban de reir. El conductor no recordaba un viaje tan divertido como aquel e incluso lamentó llegar a Colonia. Una vez en la estación se bajaron todos los pasajeros, entre risas y comentarios. Todos le dieron al mimo unas monedas y le estrecharon la mano.

Cuando bajó Beatriz, sacó todas las monedas uruguayas que le quedaban y se las dio al mimo. Luego le dio un beso en la mejilla y bajó del autobús.
Al dirigirse hacia el barco que la llevaría a Buenos Aires, miró hacia atrás.
El mimo estaba poniendo una cara triste y le decía no con el dedo.
Luego volvió a ponerse los dedos en las comisuras de la boca y los llevó hacia las orejas, a la vez que sonreía.

Conciliación de la vida laboral y familiar

Pocas veces lamento aquella noche en que me enamoré de Julia, una hermosa azafata que conocí en un vuelo a Nueva York.

Desde hace ya diez años, comparto piso con ella, lo cual, dicho así, no deja de ser una exageración, ya que ella pernocta en casa unas cuatro noches al mes, debido a su trabajo.

Aún así me conformo, a pesar de que algunas veces lamento no estar más tiempo con ella.
Nuestra escasa relación tiene la ventaja de que no nos da tiempo a cansarnos el uno del otro ni a tener los típicos roces que genera la convivencia.
Eso hace de nuestros encuentros una continua luna de miel.

Cuando ella me llama para decirme que viene a casa, suelo dedicar la tarde a preparar una buena cena que cuando llega, degustamos acompañándola con buen vino.
Luego llega el capítulo de las miradas, las caricias, las frases con doble intención y terminamos en nuestro cuarto, amándonos bajo las sábanas.

Yo trabajo en una multinacional que me permite elegir cuando hacer las vacaciones. Debido a ello, procuro siempre coincidir con las vacaciones de ella.
Entonces hacemos un viaje juntos a cualquier rincón del mundo cuya magia nos conquiste a ambos.
Es maravilloso.

Sin embargo, en los últimos años las cosas se han puesto más difíciles para nuestras vacaciones.
En mi empresa me han dado un móvil y un ordenador portátil. Tengo que estar disponible fuera de las horas de trabajo, por si surge alguna urgencia. Al principio conseguí evitar que me dieran semejantes artilugios. Sin embargo mi jefe me dejó claro que mi futuro en la empresa estaba vinculado a mi actitud y eso significaba tener que asumir que tenía que estar disponible también cuando no estaba en la oficina.

Las vacaciones de hace dos años fueron aterradoras.
Cada día surgían problemas en el trabajo y me llamaban para que los solucionara.
Estar con Julia en un hotel en Venecia enganchado al móvil y trabajando con el portátil conectado a mi empresa, no era, precisamente, la idea que yo tenía sobre unas vacaciones.
Julia empezó a tener verdadero pánico al móvil y cada vez que me distraía, lo apagaba.

Luego tenía que explicar que habíamos estado visitando lugares en los que me hacían apagar el móvil ó que no tenían cobertura.
Cuando terminaron aquellas vacaciones Julia me dio un papel. En ese papel había un número escrito. El noventa.
– ¿Qué es ese número?.
– Son el número de horas que has dedicado al trabajo en estas vacaciones. Y son horas que no te pagan, por cierto. En la parte trasera de este papel hay una lista – dio vuelta al papel y empezó a leer -. Nos han interrumpido cinco cenas, siete polvos, cuatro excursiones guiadas que ya habíamos pagado, ocho comidas…
– ¿Todo eso? – contesté asombrado.
– Si. Y además has empezado a roncar por las noches, por culpa del estado de ansiedad que te ha creado el puto móvil.
– Pues tenemos que hacer algo, Julia. No estoy dispuesto a tener otras vacaciones como estas.

El año siguiente me cambiaron el móvil por una Blackberry. Así no tenía que conectar el portátil para consultar mi correo, que recibía directamente en ese dispositivo.

Desde entonces, cada año, antes de salir de vacaciones, Julia llama a la compañía telefónica y se informa de aquellos países en lo que no da cobertura telefónica.
Luego, comunico a mi jefe que voy a un país que carece de cobertura y nos vamos al destino que hemos elegido.
Eso si…
El portátil y la Blackberry se quedan en casa apagados.

El efecto dominó

Santiago logró sobreponerse durante su visita al depósito de cadáveres.

A pesar de tener el rostro desfigurado, pudo reconocer aquel cuerpo por el tatuaje que tenía en el tobillo.
Le acompañaba Sandra, una de las chicas del piso.
En el taxi, toda su fortaleza le abandonó y se puso a llorar desconsoladamente. Sandra lo abrazó en silencio y le dijo al taxista una nueva dirección.

Lo llevó al piso en el que ella y otras chicas «rescatadas» por Santiago, vivían y recibían «amigos», fuera de la influencia de los proxenetas.
Una vez en el piso, Santiago se metió en una de las habitaciones, diciendo que necesitaba estar solo.
Las chicas respetaron su decisión.

Todas ellas entendían la tristeza de Santiago. Había luchado por sacar a Sara de las garras de su proxeneta y no lo había conseguido. Sara había vivido casi un mes en el piso y era una chica que se había ganado el cariño de sus compañeras. Santiago, prácticamente la había raptado de un tugurio en que malvivía para pagar su viaje desde Rumanía y las drogas que le suministraba su proxeneta.

A pesar de que Santiago había enviado al proxeneta el dinero que ella le debía, una mañana, cuando Sara salió del piso, un coche la estaba esperando. Dos hombres la empujaron dentro del vehículo y la siguiente noticia que tuvieron de ella fue de la policía.
Habían detenido al proxeneta y a sus hombres, pero nadie podía devolver la vida de Sara.

Las chicas empezaron a preocuparse cuando Santiago llevaba ya dos días en aquella habitación. Dos días sin probar bocado.
Cada mañana entraban todas a darle un beso y le dejaban una bandeja con el desayuno. Al medio día, cuando le llevaban la comida, retiraban la bandeja del desayuno sin que Santiago la hubiera tocado.
Lo mismo ocurría con la comida y la cena.
Cuando le hacían preguntas, respondía con monosílabos, mirándolas con unos ojos apagados que partían el alma de las chicas.

Fue Ester quien tomó la decisión. Sin decir nada a sus compañeras, entró en la habitación de Santiago y se sentó en la cama donde estaba él tumbado.

– ¿Que quieres, Ester? – preguntó él.

Ester no contestó. Se quedó callada un buen rato.

Luego empezó a hablar.

– No puedes hacernos esto, Santiago. Si hay algo que me provoca verdadero miedo es ver la derrota en tus ojos. Tu eres y has sido siempre una persona fuerte. Alguien que siempre ha luchado por sus convicciones. Todas hemos necesitado de alguien como tu, porqué eres un ejemplo para nosotras. Siempre hemos necesitado de tu energía, porque no tenemos tu fortaleza. Esa fortaleza que nos ha dado fuerzas para salir del mundo de las drogas, para abandonar a los que nos explotaban, para luchar por conseguir salir del agujero y recuperar nuestra dignidad.

Santiago se incorporó y se sentó al lado de Ester.

– Puedo aguantar – continuó Ester – las palizas que me daba mi chulo, las vejaciones de los clientes que tenía entonces. Pero no puedo soportar tu mirada derrotada. Quizás hasta ahora ninguna de nosotras se había dado cuenta de la importancia que tenía poder verte lleno de energía y de ilusiones. Sara está muerta, pero quedamos casi diez chicas aquí que necesitamos sentir tu fuerza. Hace dos días que solamente veo en este piso, tristeza, abandono, desesperación. Todas estamos como estás ahora, Santiago. Si alguien fuerte como Santiago se derrumba, nos derrumbamos todas. Te necesitamos y no sabes cuanto…

Ester se puso a llorar. Santiago la abrazó.

– Perdóname, Ester. Perdona mi egoismo. Había olvidado que tengo una familia.

Cuando entraron con la cena, ambos estaban dormidos, el brazo de él sobre la cintura de ella.

Al día siguiente las chicas se encontraron el desayuno preparado.
Sentado en la cabecera de la mesa, Santiago estaba con su mirada de siempre.

– Yo de vosotras me daría prisa. Tengo un hambre de lobo y me lo podría comer todo.

Por la tarde, en el bar, Santiago le contó a Paco que nunca había tenido un desayuno como aquel. Jamás le habían dado tantos abrazos y besos como aquella mañana.

– Ah. Y tenemos un lema. Algo que leí por Internet: me niego a tomar ni una sola cucharada del jarabe del conformismo.