Conversaciones en el hoyo 19: fiesta mayor

— Me he acordado de la conversación del otro día sobre la policía—dijo Pascual—. Resulta que vi a un niño en el suelo, llorando y con una brecha en la cabeza que sangraba. Me acerqué a él y cuando iba a decirle algo para consolarlo y saber qué le pasaba, apareció un policía que me apartó de ahí. Luego vino una ambulancia que se llevó al niño y el corrillo de gente que estaba allí mirando desapareció y quedamos el policía y yo. Le pregunté al policía por qué me había apartado y éste me contestó que aquel era un asunto policial, ya que alguien había llamado al 112 y había dado parte. Eso me extrañó, ya que eso ocurría en un parque público en el que se conocen casi todos, lo lógico es que sean los que están allí los que intervengan cuando un niño se cae y se hace daño. Y sin embargo llaman a la policía.
—Supongo que la sociedad ha cambiado—repuso Juan—. Quizás nos hemos convertido en más egoístas. Es mucho más cómodo llamar a la policía que tener que intervenir: sacan el móvil, llaman al 112 y les traspasan el problema. Y antes eran los padres quienes lo solucionaban. Todo quedaba en casa. Por cierto, Santiago, ¿qué es lo que te ha hecho llegar tan tarde?.


—La puta fiesta mayor del pueblo—contestó Santiago—. A los que nos ha tocado en gracia vivir en el centro del pueblo, nos han cortado todas las calles de salida y ahora nos toca hacer un rodeo que nos lleva a un camino de tierra que es la única manera de salir. No sabéis las ganas que tengo de que se terminen las dichosas fiestas. El pueblo se llena de jóvenes que vienen de otros pueblos cuya única vocación es beber, quizás para así poder ligar con alguna chavala.
—Me recuerda al joven de la India que salía en “the big bang Theory”, que sólo podía hablar con mujeres cuando bebía alcohol—observó Inés—. ¡Pues vaya faena que es la fiesta mayor!.
—Si sólo fuera eso…—añadió Santiago—. Mi piso tiene dos balcones, uno en la parte delantera y otro en la trasera. Y los conciertos son a dos frentes: unos conciertos se oyen en un balcón y otros en el otro balcón. No sabéis lo maravilloso que es acostarse e intentar dormir con el bumba bumba de las guitarras bajas y baterías de las orquestas. Y eso hasta las tantas de la madrugada. Y un buen día, a las siete de la mañana aparecen los tíos de los trabucos, que recorren todo el pueblo disparando sus trabucos por si has acabado durmiéndote a pesar de la música heavy que ha estado sonando en tus dos balcones toda la noche. Vamos. Que me encanta la fiesta mayor de mi pueblo. También me explica el porqué tantos de mis vecinos se van del pueblo durante las fiestas.


—¿Y no hay algún lugar en el que se pueda celebrar la fiesta mayor sin fastidiar a los vecinos?—preguntó Pascual.
—Supongo que si, pero no hay intención de cambiar de lugar—repuso Santiago—. Los baretos principales están en el centro del pueblo y supongo que se negarían a cambiar de ubicación aunque fuera solamente una semana al año.
—Hombre. Si tenemos en cuenta que la fiesta mayor es dónde los partidos políticos se juegan sus votos…—explicó Juan—. La gente es lo único que valora en unas elecciones: cómo han sido las fiestas del pueblo. A nadie le importa si el ayuntamiento hace labores sociales. Lo que le interesa a la gente son las fiestas.
—Pena de país…

Conversaciones en el hoyo 19: privacidad

— Creo que ya estamos preparados para jugar al Wisconsin scramble—dijo Juan riendo—. Hoy hemos jugado todos muy bien.
— Recuérdame en que consiste esta modalidad—preguntó Santiago.
—Es lo mismo que hacíamos, pero en lugar de escoger la bola que ha quedado mejor colocada, jugamos la que esté peor—contestó Inés.
—Vamos, que en lugar de hacer menos cuatro, haremos un más cuatro—dijo Santiago, riendo.
—En absoluto. Tal como estamos jugando, todos pillamos calle y pocas bolas no van a dónde han de ir—contestó Juan—. Por eso he dicho que ya estamos en condiciones de jugar esta modalidad.
—Bueno. La mejor manera de saber si estamos preparados es probarlo—añadió Pascual—. Por cierto, tengo noticias nuevas acerca de la recogida de basuras de mi pueblo.


—Cuenta, cuenta—lo animó Inés.
—Os acordáis, supongo, de que se nos entregaron unos cubos que tenemos que sacar cada noche, en función del tipo de basura que toque ese día—explicó Pascual, después de dar un largo trago a su cerveza—. Resulta que en todos los barrios menos el mío, el ayuntamiento ha colocado unos módulos con ganchos para que cuelguen los vecinos sus cubos. Lo curioso es que en cada gancho hay una etiqueta indicando el número de edificio, el piso y la puerta.
—Vamos. Que cada vecino ha de dejar su basura en el gancho que indica su etiqueta—añadió Santiago.
—Exactamente—contestó Pascual.
—Y cuando fuisteis a recoger los cubos de basura al ayuntamiento, tuvisteis que dar el número de teléfono y la dirección de correo electrónico—dijo Juan—. ¿Verdad?.
—Si.

—Es decir que en vuestro ayuntamiento se están pasando la privacidad por el arco de triunfo—apuntó Inés, sacando conclusiones—. Por un lado tienen vuestra dirección de correo y el teléfono y por otro lado pueden revolver en vuestro cubo de basura para saber qué está tirando cada vecino.
—Alegan que si no controlan, la gente no recicla—añadió Pascual.
—Es decir: consideran que la totalidad de la gente del pueblo no recicla y por ello se cargan la privacidad—dedujo Juan—. Y ¿por qué en vuestro barrio no usan el mismo sistema?.
—Tal vez por ser un barrio rico y la gente se hubiera mosqueado—repuso Pascual.
—Es decir que consideran que los ricos reciclan bien y los pobres son sospechosos de reciclar mal—añadió Inés—. ¡Que pena de pueblo!. Seguro que el alcalde vive en el barrio rico.
—Pues si—contestó Pascual, añadiendo—: Lo peor es que la gente ni se ha planteado esta irregularidad. Han dado todos ellos sus datos y han aceptado las normas sin cuestionarlas.

—Cada vez perdemos más derechos—dijo Juan—. No sé si habéis leído en la prensa que la comunidad europea se está planteando prohibir la encriptación en los medios sociales: correo, mensajería… Alegan que es para pillar a los pederastas.
—Este país se parece cada vez más a Estados Unidos, ya que adoptamos las leyes más controvertidas—añadió Pascual—. Entiendo que en ese país, dada la incultura de su población, adopten medidas estúpidas, pero aquí en Europa, eso no tiene sentido.
—En España tiene sentido—contestó Inés—. No hay más que ver cómo nos las cuelan los políticos. Mienten, malversan y roban sin parar y aún así les votamos. Un país que no tiene noción acerca de lo que es la ética es un país inculto. Que un porcentaje tan alto de la población piense que si estuviera en el poder haría lo mismo que los políticos, indica el escaso grado de cultura de este país. La única noción de sociedad que tenemos es un puto trapo de dos colores del que dicen que representa la patria. Una patria creada con sangre y sin que los diferentes pueblos que la integran hayan decidido libremente si querían unirse al resto del país, da una noción bastante aproximada de cómo ha de funcionar nuestra sociedad: de puta pena.

Conversaciones en el hoyo 19: sectas

— Parece ya un hecho el resurgimiento del fascismo—dejó caer Inés mientras picaba una patata frita.
— Hombre. Yo no diría que se trate de fascismo exactamente —contestó Pascual—. Lo malo es esa manía que tienen los medios de etiquetarlo todo. Yo diría que se trata de las élites que no quieren perder sus derechos. El problema es que dentro de esos grupos hay facciones muy extremistas.
— Es curioso que todas las asociaciones humanas tienen grupos extremistas—añadió Santiago—. Incluso la iglesia. Menos mal que el papa ha frenado el afán expansionista del opus dei.


—Uf. De esa secta sabe mucho Juan—dijo Inés.
—¿Si?. ¿Has estado en el opus?—preguntó Pascual.
—No he pertenecido nunca a esa secta—contestó Juan—. Sin embargo mis padres pensaban que ser del opus me facilitaría la vida. Por eso me inscribieron en un club para jóvenes que tenía varias actividades “golosas” como practicar karting, judo, química, en fin actividades que atraían a los chavales y que no eran otra cosa que una excusa para que te pillara un preceptor y te comiera el tarro, haciéndote asistir a las meditaciones y a las velas en la capilla del centro.
—¿Meditaciones?, ¿velas?—preguntó Santiago.
—Las meditaciones consistían en leer un párrafo del libro “camino” de Escribá de Balaguer y meditar sobre el mismo. Las velas consistían en establecer turnos para custodiar durante toda la noche una eucaristía. Tenías que llegar a una hora determinada, sentarte en un banco de la capilla y hacer ver que estabas rezando. Asistí una vez a estas actividades.
—Pero no acabó la cosa ahí, ¿verdad?—añadió Inés.
—No. Mi padre me envió a Pamplona a una residencia del opus, cuando empecé a estudiar la carrera y es sorprendente lo bien que me lo pasé. Está claro que cuando empiezas una carrera ya tienes edad para ver las cosas claras y aplicas el sentido crítico a lo que ves y experimentas. Te obligaban a asistir a una tertulia entre los residentes al medio día, de la misma forma que se rezaba el rosario cada tarde a eso de las siete. Teníamos una sala de estar, con un equipo de música y un televisor. Y era muy curiosa la coincidencia entre los programas en los que salían mujeres con poca ropa y los repentinos apagones de luz que ocurrían invariablemente. Al final del curso, cuando aparecían esas mujeres, siempre se oía una voz que contaba los segundos hasta que se iba la luz. Nunca fallaba.


—¿Pero fuiste abducido?—preguntó Pascual.
—No. Para ahorrarme la asistencia a la misa de las siete de la mañana y el rosario de las tardes metí la pata diciendo que era ateo, ya que eso me convertía en una buena presa para los comecocos del centro. Durante algo más de un mes, un tal Gabriel empezó a intentar captar mi amistad. Lo tenía siguiéndome como si fuera mi sombra y un día, entró en mi habitación y empezó a decirme que como amigo mío que era, me deseaba lo mejor y por eso se sentía obligado a salvarme de mi ateísmo. Me intentó comer el tarro durante más de dos horas y al final, para sacármelo de encima le dije que si a todo. Fui a una misa por curiosidad y aluciné al comprobar que se celebraba íntegramente en latín y con el cura de espaldas. Vamos. Parecía que había retrocedido un par de siglos. No fui a ninguna misa más y eso que Gabriel me intentaba atosigar para que asistiera y yo le iba dando largas.


—Y ¿qué pasó?—preguntó Santiago.
—Un día, meses más tarde, entró Gabriel en mi habitación hecho una furia y me preguntó si le estaba tomando el pelo. Cuando vio que estaba riendo, se dio media vuelta y se largó de la habitación. Desde entonces nadie intentó captar mi amistad para comerme el coco.
—¡Joder!. Menuda experiencia la tuya—dijo Pascual.
—Bueno. Algo aprendí: a no dar explicaciones. Durante aquella charla con Gabriel, le rebatí todos los argumentos que utilizaba para demostrar la existencia de dios y él siempre sacaba nuevos argumentos, cada vez más estúpidos, por cierto. La táctica del si a todo y luego no hacer nada de los que decía acabó funcionando.


—Moraleja: no des explicaciones y así no les das pie a que intenten rebatir tu posición—concluyó Inés, añadiendo—: y eso vale para todo tipo de vendedores.
—Desde luego que va bien—añadió Pascual—. Y ahora que se ha puesto de moda el concepto “privacidad” es la forma idónea de evitar tener que dar explicaciones. Yo la utilizo con mucha frecuencia con esos vendedores que inician el diálogo preguntándote alguna cosa. Se quedan descolocados cuando les contestas que por privacidad no vas a contestar a su pregunta.