Pascual y el tiempo

Vivimos corriendo para llegar primero a la muerte.
Isabel Allende

Se despertó en una habitación desconocida, pero hermosa. Miró a su alrededor. Unos grandes ventanales dejaban entrar los rayos de sol. En una esquina había una mesa preparada con un desayuno. Un sofá estaba situado al otro lado de la cama. Delante, una pantalla plana y una librería llena de libros. Detrás, había un armario y una puerta.


Se levantó sin prisa y fue hacia la mesa. Tenía hambre y estaba sediento.
Se sentó y fue entonces cuando le llegaron fragmentos de la crisis que había tenido.
Tenía que tomar un avión y llegaba tarde por el embotellamiento que había en el centro de la ciudad; la convocatoria de reunión que había recibido en su agenda, siempre online; la llamada de su esposa comunicándole el escape de agua en casa; el dolor en el brazo; la sordera repentina que sintió en el aeropuerto; el fuerte dolor en el pecho; su entrada en camilla al hospital y su mente diciéndole que tenía un infarto.

Tomó la jarra de zumo de naranja y llenó el vaso, que bebió sediento. Luego esparció mantequilla y mermelada sobre las tostadas de su plato y empezó a comer. Mientras lo hacía empezó a pensar en las cosas que tenía pendientes. Junta de accionistas el martes, entrevista con el presidente, vuelo a Suiza, llamar a …

Poco a poco, sin apenas darse cuenta, esos pensamientos empezaron a desaparecer a medida que la droga iba surtiendo efecto. Su diálogo interno fue callando, hasta quedar totalmente en silencio.
Todos sus sentidos se aguzaron y por primera vez en su vida notó la textura de la tostada que estaba comiendo. Oyó amplificado el ruido de sus dientes al morder la tostada y percibió el sabor del pan, de la mantequilla y de la mermelada con una intensidad asombrosa.

Notó como el tiempo dejaba de existir. Se concentró en lo que estaba comiendo. Observó la mesa y se quedó absorto con las luces y las sombras de los diferentes objetos. Puso la mano sobre la sombra de la jarra y notó la diferencia de temperatura entre la zona iluminada y la que estaba en la sombra.
Se asomó a la ventana y sintió el calor del sol en su cara y como se extendía por todo su cuerpo. Miró el cielo y se quedó ensimismado un buen rato con las nubes, viéndolas moverse y cambiar de formas.

Luego observó una haya en el jardín que había bajo el ventanal. Sus hojas tenían diversas tonalidades de verde, de amarillo y de marrón, que los rayos de sol resaltaban.
Por la tarde tras la comida que encontró preparada en la mesa y de la que disfrutó como si todos los sabores fueran nuevos para él, se estiró en la cama y quedó dormido.

Más tarde, al despertar, encontró el lavabo tras la puerta, junto al armario y se dio una ducha templada, sintiendo como el agua se deslizaba por su piel, ya que tenía el sentido del tacto acrecentado.
Encontró un pijama de seda que le llevó mucho tiempo ponerse, por disfrutar un buen rato pasando las yemas de sus dedos por la suave tela.

Después de disfrutar con la cena que alguien le había servido, tomó un libro de la librería, se sentó en el sofá y lo abrió. Notó como le llegaba el olor del papel, el olor de la tinta. Pasó la mano por sus páginas y sintió su tacto.
No fue capaz de leer una hoja. Se detuvo en la primera frase y se maravilló con las manchas de tinta de las letras, que se parecían a las nubes que había estado viendo por la mañana.

El día siguiente fue igual al anterior, y el otro, y el otro…
Fue un hallazgo para nuestro protagonista descubrir un equipo de música y un montón de discos que lo transportaron a otro mundo, en el que sus emociones dejaron de estar contenidas y se manifestaron en todo su esplendor.

En su segunda luna en aquella habitación, pudo salir al jardín donde conoció más gente que se hospedaba en aquella casa. Y, un día, por la mañana, un hombre empezó a enseñarles Tai Chi, allí en el jardín, descalzos sobre el césped. Nuestro amigo empezó a sentir que su cuerpo se armonizaba con la naturaleza y empezaba a sentirse parte de ella.

Una luna más tarde, fue conducido al despacho del doctor Pascual.
Hechas las presentaciones el doctor empezó a hablar a su paciente:

– Usted sufrió un infarto. Me llamó su esposa desde el hospital. Ella llevaba tiempo preocupada por su salud. Le despertaba el ruido que hacía usted con sus dientes cuando dormía, ya que, inconscientemente los friccionaba al dormir. Cuando llegué al hospital el cuadro que vi era peor de lo que me esperaba. Su cuerpo estaba totalmente arruinado por el estrés.

– Tenía que hacer algo para sacarle de la dinámica en la que usted estaba – prosiguió el doctor -. En realidad no es culpa suya, pero hace más de un siglo que estamos en un mundo en el que vivimos la vida a toda velocidad. El mundo de la empresa nos hace correr, tendemos a trabajar más de las ocho horas que hay establecidas, luego nos dan un móvil para que estemos localizables a cualquier hora, un portátil para que podamos conectarnos en cualquier momento desde donde sea, la comida solemos hacerla en un cuarto de hora, media hora a lo sumo, las noticias nos son disparadas por la radio y la televisión a toda velocidad, sin apenas contrastarlas, los anuncios son emitidos por las televisiones sin tregua, sin darnos oportunidad de asimilar nada, somos bombardeados con más información que nunca. El tráfico nos impide llegar a los lugares a su hora, el humo, las tecnologías que salen con tanta rapidez, todo eso nos hace vivir la vida con superficialidad y no disfrutar de ella dada la aceleración que llevamos. Los hay que lo llevan de forma aceptable y los hay que no. En su caso, el corazón dijo basta y tuvo un infarto.

«Lo que he hecho, durante su estancia aquí, ha sido tirar del freno. Enseñarle que la vida hay que vivirla saboreándola. Disfrutando de una buena comida, de la naturaleza, que es hermosa, de una música que nos llene, de un sinfín de tiempos que son nuestros y que hemos de vivirlos sin preocupaciones o expectativas que nos saquen del presente. Resumiendo, hemos de ser capaces de detener el reloj de vez en cuando para sobrevivir. Disfrutar de las cosas fuera del tiempo: comida, sexo, música, lectura, naturaleza, amistad… Hay que ser egoísta de vez en cuando. Y hay que vivir, en esos momentos de egoísmo.

Usted tuvo la suerte de sobrevivir a un infarto y la suerte de haber vivido una temporada con nosotros en este recinto en el que el tiempo no existe. Ha descubierto lo que se perdía cuando su reloj dictaba su vida. A partir de ahora es usted quien ha de decidir lo que quiere hacer con su vida.»

Cuando se despidieron el doctor le entregó un libro.

Nuestro amigo leyó el libro y descubrió que pertenecía al mundo de los hombres grises.
Su vida cambió por completo.
Lo último que he sabido de él es que está viviendo con su esposa e hijos en un pueblo de la costa catalana que pertenece a la asociación Citta-Slow, donde la gente vive tranquila, sin prisas.

El Mago

—Yo ya tengo once discos de cuentos —dijo un chico pequeño—, que puedo escuchar cuantas veces quiero. Antes me contaba cuentos mi papá, por la noche, cuando volvía de trabajar. Eso sí que era bonito. Pero ahora no está nunca. O está cansado y no tiene ganas.
—¿Y tu mamá? —preguntó María.
—También está fuera todo el día.

Momo – Michael Ende

Le llamaban “el Mago” y sin embargo no lo era. Debía este sobrenombre, a la cantidad de personas que había curado.
Porqué se dedicaba a curar. Sin embargo no llevaba, como todos los médicos, un maletín con estetoscopio, tensiómetro y demás intrumentos para diagnosticar enfermedades.
Sus pacientes no presentaban, generalmente, dolencias físicas.
Atendía a domicilio y por lo general, no era el propio paciente quien solicitaba su ayuda profesional. Solía ser su familia la que detectaba la enfermedad.

El paciente de “el Mago” era aquella persona que había sucumbido al mundo de las prisas, el trabajo, el poder, la carrera por el dinero. Gente incapaz de apreciar una puesta de sol, de contar un cuento a sus hijos, de perderse en la profundidad de la mirada de su esposa, viendo solamente rutina cada vez que regresaba a casa.
Dejaba de dedicar su tiempo a los seres queridos por preferir utilizarlo en “cosas útiles” y “necesarias”. Con los años se iba rodeando de una capa de insensibilidad que le alejaba de quienes no pensaban como él.
En último extremo, el enfermo o enferma acababa con un infarto, una depresión o con un grave alcoholismo.
Hijos que se sentían abandonados, esposas o esposos, que tenían a su lado el espectro de la persona a quien amaban, eran los que requerían los servicios de “el Mago”.

Recuerdo que tenía yo unos doce años. Conocí a “el Mago” el día que fui a visitar a unos compañeros del colegio.
Habían sido ellos quienes reclamaron la presencia de aquel hombre y, a poco rato de estar jugando, él llegó a la casa.

Vestía un traje de lana bajo el abrigo azul y llevaba un estuche en su mano izquierda. Su cara estaba oculta por una barba totalmente blanca, tan blanca como su cabello e incluso sus cejas. Pero lo que resaltaba más en aquel rostro eran sus ojos, que parecían capaces de penetrarle a uno y descubrir sus mas íntimos secretos.

Mis amigos, tras colgar su abrigo en la entrada, condujeron a “el Mago” a la salita, en la que estaba el padre, leyendo el periódico. “El Mago” les indicó salieran del cuarto, pero que estuvieran atentos a su llamada.

Al lado de la puerta solamente podíamos escuchar el murmullo de una conversación que no tardó en languidecer. Luego empezó a oírse un violín. Los primeros minutos, el violín tocó una pieza llena de estridencias que me pareció una jaula de grillos rabiosos. Cuando “el Mago” terminó la pieza, empezó a tocarla de nuevo. Pero esta vez, muchas estridencias habían desaparecido e incluso podía entreverse una melodía. Tocó la misma pieza durante casi una hora, pero cada vez que volvía a atacarla, iba sustituyendo las estridencias por armónicos. La melodía fue revelándose con cada vez, mayor firmeza. Era bellísima y nos sobrecogió a todos.

Al acabar, “el Mago” llamó a mis amigos y les hizo entrar. Yo me quedé fuera, viéndolos entrar en la habitación, con lágrimas en los ojos.
El padre seguía en su sillón pero ya no leía el periódico. Estaba llorando. Sus lágrimas arrasaban su cara y tenía temblores provocados por el llanto.
Mis amigos abrazaron a su padre y entonces “el Mago” volvió a ponerse el violín sobre el hombro y volvió a interpretar la pieza. Pero esta vez lo hizo con mayor lentitud, alargando las notas y también los silencios.
Los primeros compases me cautivaron por su belleza inusitada. Noté como mis ojos volvían a llenarse de lágrimas y no pude retener el llanto. Aquello era lo mas bello, lo mas hermoso que había oído nunca. Su lirismo, su magia, se habían adueñado de mi alma y me pareció no estar ya en aquella casa. Me sentía como transportado a un mundo en el que no había otra cosa que belleza, bondad, amor.

Cuando se acabó la melodía, “el Mago” guardó su instrumento en el estuche, se dirigió a la puerta de entrada y se puso el abrigo. Luego sacó una caja de un bolsillo y la dejó sobre la mesa. Después, abrió la puerta y se marchó.

Miré hacia la sala y vi que padre e hijos seguían abrazados. Me sequé los ojos y fui a la entrada. Miré la caja, sobre la mesa. Era de madera, con una cuerda en la parte de abajo. Era una caja de música. La abrí y volvió a sonar aquella música que había interpretado el mago. La cerré.

Luego me marché. En aquellos momentos estaba de más en aquella casa.