Olga y el terror

El deber de todas las grandes potencias es servir al mundo, no dominarlo. Truman


– ¿Te has enterado de las detenciones, Santiago?. Me refiero a esa banda de terroristas que preparaban un atentado en nuestra ciudad – Paco estaba en el bar leyendo el periódico -. Parece les delató un confidente protegido.
– Sólo he leído los titulares. Todo eso de las actuaciones “preventivas” por parte de la policía me hace desconfiar de su veracidad.
– ¿No lo crees?. ¡Pero si han evitado un atentado!.

– Si. Eso pone en la prensa. Pero yo desconfío de ello. Todos esos cerebros que nos gobiernan, si quisieran terminar de verdad con el terrorismo, deberían empezar a plantearse que cuando un pueblo intenta dominar a otro, a base de arrinconarlo, humillarlo y masacrarlo, lo más probable es que generen terrorismo. Tal vez si todas las energías que ahora utilizan para erradicar el terrorismo las emplearan en dejar de dominar y se propusieran ayudar a esos pueblos, no existiría el terrorismo. Incluso cesarían las detenciones “preventivas” y la policía volvería a detener con pruebas y no en base a especulaciones.

– ¿Tu crees que hacen eso? – preguntó Paco.
– Estoy convencido. Si yo fuera un psicópata y dirigiera el país, aprovecharía para eliminar a quienes me hicieran sombra, acusándoles de terrorismo. Como no hay que aportar pruebas… Hitler lo hizo. No hay nada nuevo bajo el sol.
– Me parece muy fuerte eso que me dices, Santiago.
– Pues te voy a contar una historia.

Fue tras la barra, abrió un cajón y extrajo un sobre. Con el sobre en la mano, se sentó frente a Paco.

– Esto ocurrió antes de que organizara el piso de las chicas. Recordarás, te dije que solía ir a alguno de esos pisos a aliviar mi tensión. Tu ya me entiendes. En uno de esos pisos me hice una amiga. Se llamaba Olga. Hablábamos horas y fue ella quien me dio la idea de montar el piso para ayudar a las chicas. Durante un año ella me ayudó a organizarlo todo. Pintamos el piso, lo amueblamos e incluso me ayudó a seleccionar a las primeras chicas.

Santiago se calló y se quedó pensativo.

– Un día, Olga desapareció. No quise molestarla y seguí con mis preparativos. Pasó un mes y ella no daba señales de vida. La llamé y no me contestó. Fui al piso en el que trabajaba y me dijeron que hacía un mes que había dejado su trabajo. Me puse en contacto con un inspector amigo mío y le pedí que investigara. A los dos días me llamó. Me hizo ir al depósito a reconocerla. Apenas le vi la cara, pero era ella. Fugazmente vi parte de su cuerpo. Debido la tensión de aquel momento, no di importancia a los hematomas que tenía. Vi el informe de la autopsia. Murió de paro cardíaco.

– A los dos días- continuó Santiago -, dado que Olga no tenía parientes conocidos, me entregaron sus cenizas. Fui a su piso a recoger sus pertenencias y las llevé a mi casa. Un mes más tarde tuve el valor de mirar sus cosas. Tenía lo normal que suele tener una mujer: ropa, utensilios de belleza, un mp3, varios libros, alguna cadenita de oro. Todo ello se lo di a mis chicas. Y un mes mas tarde, una de ellas, la que se había quedado con unos tejanos, cuando estaba planchando, notó un bulto en el dobladillo del pantalón. Me llamó y descosiéndolo encontramos una llave. Era una de esas de armario de equipaje de las estaciones de tren. Fui a la estación más próxima de su piso. Busqué el armario y probé la llave. Funcionó. Dentro estaba este sobre.

Lo abrió, y le enseñó una carta manuscrita. Paco pudo leer el encabezamiento: “Querido Santiago”.
Luego Santiago se puso las gafas y leyó:

– Bueno. Te la leo. Me salto los preliminares:

» Era un chico que no debía tener más de dieciséis o diecisiete años. Me eligió a mi, supongo, por ser morena y con la piel oscura como la suya. Era muy guapo, alto y delgado. Hablaba nuestro idioma con una cierta dificultad. Me dijo que venía de Oriente Próximo, pero no me dijo el lugar concreto.

Una vez en la habitación, cuando se quitó la ropa, me quedé aterrada ante tantas cicatrices como tenía en su cuerpo. Su pecho tenía cuatro heridas de bala y varias cicatrices de casi un palmo. Su espalda tenía marcas de un sinfín de latigazos y sus piernas tenían un montón de marcas y cicatrices.
Pasé las yemas de los dedos por las cicatrices de su pecho. El me dejó hacer, mirándome a los ojos. Sus facciones eran tristes, se le notaba una gran carencia de afecto, que me hacía sentir lástima por él.
Le pregunté:
– ¿Cómo te has hecho esto?.
– Viví tres años en un campo de refugiados. Los militares que nos vigilaban eran muy crueles. Me torturaron muchas veces.

– ¿Y tu familia?.
– Mi familia está muerta – me contestó mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Se quedó pensativo y acarició mi espalda, mientras hablaba absorto, como si estuviera reviviendo lo que me contaba -. Una noche estábamos durmiendo y entraron en casa los soldados. Hicieron levantar a mi padre, mi madre, a mi hermana y a mi. Nos sacaron fuera de casa y mientras dos soldados nos vigilaban, el resto entró a hacer un registro. Los dos que nos vigilaban hicieron poner a mis padres de rodillas, delante de mi hermana y mio. Nos hicieron mirar a nuestros padres mientras uno de ellos sacaba una pistola. La puso en la cabeza de mi padre y disparó. Mi padre cayó en un charco de sangre. Luego hicieron lo mismo con mi madre, insensibles a los gritos de mi hermana y míos. Después uno de ellos me agarró mientras el otro rompía la ropa de mi hermana y la tiraba al suelo. Mi hermana me miró y con sus ojos, llenos de pánico me pidió ayuda. Luego me gritó diciendo, mátame, por favor, mátame. Luché con el soldado que me retenía y no me libré de él hasta que no le di una patada en la pierna.

Corriendo como loco fui hacia su compañero que se estaba abalanzando sobre mi hermana. Le quité la pistola del cinto y disparé contra él. Me agarró de nuevo el otro soldado mientras salían sus compañeros de la casa. Mi hermana volvió a gritar mátame y sin pensarlo apunté a su cabeza e hice fuego – estaba llorando, se explicaba entre sollozos -. Luego no sé cómo, me liberé del soldado y salí corriendo. Oí disparos, sentí dolor y ya no recuerdo nada más. Los soldados me dejaron por muerto y algún vecino me recogió. Desperté en un hospital para refugiados. Me curé y a los tres años conseguí escapar. Después de meses, logré llegar a un puerto y me escondí en un barco.
Lo acaricié y le sequé las lágrimas. Luego lo abracé mientras le decía llorando:
– Ven a mi casa. Yo te ayudaré.

Tras un mes viviendo juntos, un día, él salió de casa y ya no volvió. En la prensa se habló de un terrorista abatido por la policía, en el mercado. Era él. Fui al mercado y pregunté. Lo mataron policías de paisano. El no se resistió e incluso le oyeron decir sonriente:
– Podéis disparar. Hace años que estoy muerto.
Lo acribillaron. Cuando metieron el cadáver en la bolsa, su cara aún tenía aquella sonrisa.
Desde entonces noto que me siguen. Esto no acabará así. Lo veo. Tengo que esconderme.
Gracias Santiago por haberme ayudado tanto en mis peores momentos. Despídeme de mis compañeras de trabajo.
Diles que las quiero mucho a todas.»

Santiago pasó la carta a Paco, que la ojeó y dijo:
– El chico podía haber engañado a Olga con su historia y haber venido a cometer un acto terrorista.
– Podía. Es una presunción. La misma presunción que suele usar la policía para arrestar a alguien que sospecha va a cometer un acto terrorista. Sin embargo, ¿por qué mataron a Olga?. Los morados no suelen aparecer por un paro cardíaco. Pienso que fue golpeada. Y, ¿por qué la incineraron?. Lo normal es enterrarla, nunca incinerarla. Nadie fue capaz de darme una explicación convincente.

Santiago miró a Paco a los ojos y murmuró:
– Fue incinerada para que no pudiera haber nunca una segunda autopsia.