Conversaciones en el hoyo 19: el camarero

— ¡Vaya mierda de jornada! — dijo Bronchales, completamente indignado. Su ropa, como la de sus compañeros estaba completamente mojada, tras una jornada en la que no había parado de lloviznar —. No había forma de hacer rodar la bola por la calle.
— En estos casos, lo que hay que hacer es impedir que ruede, haciéndola volar — contestó Pascual, añadiendo: — hoy era el día de los globos. Había que olvidarse de hacer chips y hacer pitch.
— Nunca he sabido la diferencia que hay entre ellos.
— Para mí, el chip es un golpe en el que no doblas la muñeca: la bola vuela un tercio del recorrido y rueda los dos tercios restantes — explicó Santiago —. Con el pitch doblas la muñeca y la enderezas al golpear la bola, todo eso, abriendo la cara del palo previamente. Así la bola vuela casi todo su recorrido.

El camarero trajo y dejó las bebidas y los platos con el aperitivo sobre la mesa. Bronchales se quedó mirando la cara de éste.
— ¿De qué te conozco? — le dijo.
El chico levantó la mirada y miró a los ojos a Bronchales. Luego sonrió y contestó:
— He trabajado en la Innombrable, como usted. En mi caso, a las órdenes de Felisa, como técnico de sistemas.
— Creo que ya te recuerdo. Eras el mejor de tu departamento. Tenías por delante un buen futuro y un día decidiste marcharte de la empresa. ¿Qué pasó?.
— Bueno, trabajar en el departamento de Felisa era como hacerlo en una jaula de grillos. Todo estaba montado a salto de mata. No había ninguna planificación. Rara era la noche que no me llamaran para solucionar algún problema. Al final decidí que era más importante mi familia que un sueldo que me obligaba a trabajar dieciséis horas al día. Y aquí estoy: trabajando de camarero en el bar de un golf y saliendo al campo al terminar mi jornada. Eso, para mí, es calidad de vida.
— Recuerdo a Felisa — dijo Pascual —. Como psicólogo tuve que tratar a mucha gente de su departamento y todos ellos presentaban síntomas de ansiedad, depresiones ó cuadros similares. También la traté a ella, sin conseguir el menor resultado. Incluso te pedí — dijo dirigiéndose a Bronchales — que la echaras o que la ascendieras a algún cargo en el que no tuviera personal a su cargo.
— Lo recuerdo — repuso Bronchales —. Pero no lo pude conseguir. Tenía muy buenos padrinos.

El camarero se retiró a la barra del bar, después de dedicarles una sonrisa.
— A este chico lo traté. Tenía problemas — dijo Santiago —. Ya sabéis que, además del bar, yo tenía un piso con “chicas”. Al parecer sufrió abusos por parte de un sacerdote cuando era niño. Cuando llegó era prácticamente impotente y una de mis chicas le ayudó a recuperarse. No fue labor de un día. Tardó meses en superar su problema. Y tú también lo trataste, Pascual — añadió mirando al psicólogo — aunque no puedes hablar de ello por la confidencialidad que existe entre médico y paciente.
— Es cierto. Lo traté. Recuerdo que quedó destrozado cuando el obispo de la diócesis cerró la investigación y se limitó a enviar al cura a otro lugar, por cierto, al pueblo al que pertenece este golf — explicó Pascual.

— Y el año pasado, encontraron al sacerdote muerto – de un disparo en sus genitales – dentro de la iglesia. Murió desangrado. —continuó Pascual —. Con una nota manuscrita en la que se declaraba culpable de un montón de abusos a niños.
— Lo recuerdo. Salió en la prensa — dijo Bronchales —. Pero no vayamos a pensar que se lo cargó el camarero… Es cierto que ambos vivían en el mismo pueblo pero no es mas que una casualidad.
— ¿Tú crees que alguien en sus cabales elegiría para vivir el mismo pueblo en el que estaba el cura que convirtió su infancia en un infierno? — inquirió Santiago.
— Quizás no tuvo muchas ofertas para elegir un trabajo y sólo encontró la del golf… — apuntó Bronchales.
— Mirad. Algo en mi fuero interno me dice que fue este chico — dijo Santiago.
— Le dispararon con una escopeta de caza. De las de cartuchos. De esas que disparan unos ochenta perdigones — aclaró Pascual —. El cura salía a cazar y su escopeta estaba en la sacristía. Fue la que utilizó el asesino. Ah. Por cierto. A la hora del crimen, el camarero estaba en mi consulta. En la ciudad, lejos del pueblo.
— Entonces no tuvo nada que ver con el asesinato.
— A no ser que el médico que practicó la autopsia se equivocara con la hora de la muerte — insinuó Santiago.
— Claro. La hora de una muerte se establece en función de cuando aparece el rigor mortis y depende de la temperatura ambiente, que influye también en el tiempo de enfriamiento del cuerpo, que es básico para establecer la hora del asesinato.

— Recuerdo a ese cura. Lo veía en la subasta de pescado, al lado del puerto — explicó Santiago —. Cada martes yo iba a comprar para el bar y veía a ese cura, quien por cierto compraba mucho pescado. Debía comprar para todo el mes.
— ¡Escuchad!. Suenan las campanas — dijo Bronchales —. Ya son las doce. Tengo que irme.
— Para mí las campanas no son otra cosa que un aviso — dijo Pascual, riendo —: “Cuidado, pederastas sueltos”.

— Tengo una teoría sobre la muerte del cura — dijo triunfante Santiago — Si ese cura compraba tanto pescado, debía congelarlo. Luego, tenía un buen congelador. De lo que se deduce que es posible que el asesino enfriara el cuerpo en ese congelador. Horas después lo sacó y lo dejó en el suelo para que lo encontraran. El forense hizo sus cálculos y estableció una hora errónea. Entonces el posible asesino no pudo ser acusado, ya que a aquella hora estaba en la ciudad y tenía una coartada sólida.
— Quizás eso explique…— susurró Pascual — el hecho de que aquel día, en mi consulta, el camarero estuviera tan relajado, como si se hubiera librado de un gran peso.
— En fin — dijo Bronchales, levantándose —, me voy. Tengo que acompañar a mis nietos al mercadillo que hay en la plaza de los pederastas. Han de comprar un árbol de navidad. Por cierto, pago yo el aperitivo.
— ¿La plaza de los pederastas?.
— Bueno. La de la iglesia. Al fin y al cabo viene a ser lo mismo. ¡Feliz navidad!.
Pascual y Santiago se miraron.
— ¿Sabes Santiago?. Por una vez, creo en la justicia. A ese cura cabrón lo juzgará su dios y al camarero nadie. ¡Me encanta!.

El síndrome Podemos

Cuando entró en la sala todos los ministros se levantaron en señal de respeto. Después de sentarse en su sillón reservado, en la presidencia de la mesa, hizo un ademán con la mano para que se sentaran todos.

Los periodistas que estaban alrededor de la mesa comenzaron a sacar fotos y ministros y presidente aguardaron a que terminaran su trabajo. En un momento dado, la vicepresidenta hizo un gesto con la cabeza y los periodistas empezaron a abandonar la sala.

Cuando ya no quedaba ya ningún periodista, las puertas fueron cerradas.

– Bueno – dijo el presidente -. ¿Qué tenemos para hoy?.

– Por un lado tenemos las elecciones catalanas y el artículo 155 – contestó la vicepresidenta -. Nuestros jueces están machacando a los políticos separatistas.

– ¿Nuestros jueces? – inquirió el presidente. La vicepresidenta lo miró asombrada y se dispuso a contestar, pero el presidente la calló con una mano -. No era más que una pregunta retórica. ¿Desde cuando el poder ejecutivo y el judicial van de la mano?. ¿Y la separación de poderes?.

– Presidente – contestó el ministro de justicia -. Si no fuera así, hace años que tendríamos el partido clausurado y a medio partido en la cárcel, usted incluido. Posiblemente también tendríamos que cumplir con la ley de la memoria histórica y…

– Pero nos estamos cargando la democracia, si alguna vez la hemos tenido – interrumpió el presidente -. Deberían ser los propios jueces quienes nombraran a sus altos cargos y no nosotros. Y he pensado que el problema de Cataluña sólo puede resolverse de una forma: pactando un referéndum para que sean ellos quienes decidan sobre su futuro. Si mañana mi hijo decide irse de casa yo no soy quien para evitar que lo haga.

– Presidente – terció el ministro de hacienda, intentando cambiar de tema -. Tenemos un problema con la gente que la prensa ha descubierto con cuentas en paraísos fiscales. He tenido que decir que hacienda los está investigando.

– Ah. Y ¿cómo va la investigación?.

– No hay investigación. Al fin y al cabo se trata de la gente que nos ha aupado hasta aquí. Investigamos a los actores, músicos, deportistas de élite y a los vagos que salen en las revistas del corazón, para que parezca que hay una  lucha contra los evasores de impuestos, a la espera de que el tema se enfríe.

– No me parece bien. Todos han de pagar sus impuestos – el presidente lo miró fijamente y añadió -. Investígalos a todos.

– Hay otro tema – dijo la ministra del ejército -. Hoy han muerto cuatro soldados nuestros en Irán. He corrido la voz de que fue una emboscada, aunque en realidad han muerto en un accidente de avión, si se la puede llamar así al cacharro en el que volaban.

– Eso si que es una desgracia – dijo el presidente compungido -. Consígueme el teléfono de los familiares de estos soldados para que les pueda llamar para darles el pésame – todos los ministros se miraban asombrados y miraban a la vicepresidenta que, muy discretamente, había sacado su móvil y desde su regazo escribía un mensaje mientras el presidente seguía hablando -. Has de repatriar los cuerpos y abrir una investigación sobre lo que ha ocurrido. Y basta de engaños a la prensa. Digamos la verdad. Al fin y al cabo – mientras hablaba, se había abierto una puerta detrás del presidente y entraba, casi de puntillas un hombre con una bata blanca -, decía que al fin y al cabo nuestra sociedad merece un poco de franqueza por nuestra parte. Y por cierto, quiero referirme a nuestra relación con las empresas de Ibex. Voy a apoyar la propuesta de evitar las puertas giratorias ¡ah! – en ese preciso momento, el hombre de la bata la había clavado una jeringuilla en un lado del cuello y el presidente caía desmayado sobre la mesa.

Se abrió la puerta y dos hombre entraron empujando una camilla. Tras poner la camilla al lado del presidente, lo levantaron y pusieron su cuerpo en ella. Luego salieron de la sala arrastrando la camilla, cerrando la puerta al salir.

– Cada vez le ocurre con mas frecuencia – dijo el ministro de economía.

– ¿Cómo?. ¿No es la primera vez que pasa? – preguntó el ministro de urbanismo.

– Como se nota que eres nuevo. Eso le pasa de vez en cuando. Entre nosotros lo llamamos el “síndrome de Podemos”. De golpe y porrazo se convierte en un demócrata – contestó el ministro de economía.

– Y, ¿qué le van a hacer? – inquirió el ministro de urbanismo, preocupado.

– Nada. Ahora lo sientan en una silla, le ponen un casco y le endiñan una corriente de no sé cuantos vatios y lo dejan dormir una media hora. Luego lo despiertan y ya vuelve a ser el de siempre.

– ¿Sin secuelas?.

– Sin secuelas. Bueno, salvo los guiños del ojo izquierdo cuando miente y esa forma tan peculiar que tiene de pronunciar la s como si fuera una sch. Precisamente es cuando deja de presentar estos síntomas, cuando sabemos que se acerca la crisis.

– Me pregunto cuál de los dos será el verdadero presidente  – pensó el ministro de urbanismo -. ¿El de antes o el de después del electro-shock”?.

Ernesto y el atracador

Por regla general es difícil hablar cuando alguien te apunta con una pistola.

Sin embargo, Ernesto no se sentía cohibido por el arma de fuego.
Al entrar en el banco, para sacar dinero, ya le pareció que algo pasaba ahí.

Cuando se dio cuenta, un hombre encapuchado lo empujó a una habitación en la que había una gran caja fuerte.
– Ábrela – le dijo el enmascarado.
– Vale. Dame la clave.
– ¿Cómo?. ¿No la sabes?.
– Pues no. Da la casualidad de que no trabajo aquí. Y si trabajara, dudo que la supiera. Se da la circunstancia de que los banqueros, como buenos ladrones que son, no se fían ni de sus empleados. Supongo que este trasto debe tener apertura automática. Por lo menos así es en las películas.
– Ese cabrón del director nos ha engañado – dijo el encapuchado. Asomó la cabeza fuera de la habitación y gritó a su compañero -. Traeme al director.

Al momento entró de un empujón una persona maniatada, que fue a parar al suelo.
– ¿Dónde esta el cajero? – preguntó el ladrón -. me dijiste que era este tío.
– Lo dije para ganar tiempo. En estos momentos debe estar la calle atiborrada de policías, ya que pulsé el botón de alarma.
– Simpático el cabrón – dijo Ernesto.

– Cabrón es poco. Tenías que haber visto a la mujer que salió de su despacho cuando entramos – dijo el ladrón -. Salía llorando. Resulta que es una empleada y este cerdo la acosaba sexualmente.
– Ese no es tema vuestro – dijo el director -. Hago lo que quiero con mis empleados.
– Y yo hago lo que quiero con los directores maniatados – dijo Ernesto.

Se aproximó a la mesa y cogió la cuchara de un plato que había con una taza -. Solicito permiso para sacarle un ojo de ese cabrón.
Se aproximó al director, que echó la cara hacia atrás. Acercó la cuchara al ojo y se quedó esperando la respuesta.
– ¿De qué lado estás? – dijo el enmascarado.

– Del mío. Conozco a estos psicópatas. He tenido que aguantar a uno, durante muchos años. Ahora ya no lo tengo de jefe, pero odio pensar que éste y otros cabrones campan a sus anchas abusando de su autoridad, con el silencio cómplice de sus jefes y empleados. Déjame vaciarle un ojo.
– Mejor que no – dijo el ladrón -. Que luego me da por marearme.
– Menudo finolis. ¿Y tu eres ladrón de bancos?.
– Chico… Es la primera vez. Mi hija tiene una enfermedad y, estando como estaba, en el paro, tenía que conseguir dinero como fuera. He de llevarla a Estados Unidos para que la operen.
– Sospecho que se te han complicado las cosas, si es cierto que ahí fuera está la policía.

Como para dar la confirmación a sus palabras, comenzaron a oírse sirenas, fuera del banco.
Ernesto se levantó y fue a la mesa.
– ¿Quién es el que está contigo? – preguntó al atracador.
– Mi cuñado. Le pedí que viniera.
– Pues llámalo. Dile que venga.

El encapuchado fue a la puerta y llamó a su compañero. Ernesto se acercó por detrás y le sacudió un golpe en la cabeza, con un cenicero de metal que había cogido de la mesa. Lo ayudó a caer al suelo y cuando llegó su compañero le atizó también.
– Bien hecho – dijo el director -. Por un momento pensé que me ibas a sacar el ojo.
– Gracias -. Ernesto salió de la habitación y a poco regresó con unas cuerdas. Luego se puso a atar a los dos ladrones. Cuando terminó, cogió las pistolas y las inspeccionó.
– Um. Cargadas – sacó el cargador de una de ellas y vació la recámara.

Se puso la otra en el bolsillo.
– Desátame. Voy a llamar a la policía – dijo el director.
– Primero es lo primero. Quiero liquidar mi cuenta.
– ¿Cómo?.
– Me vas a dar todo el dinero de la cuenta. Date la vuelta.
El director se dio la vuelta y Ernesto lo desató. Luego sacó la pistola y echando el gatillo hacia atrás le dijo, apuntándole con el arma.
– Venga, Cancela mi cuenta y dame mi dinero.

El director se sentó en la mesa y se puso a teclear en el ordenador, mientras Ernesto lo observaba. Al terminar fue a la caja fuerte y la abrió. Sacó unos billetes y se puso a contarlos. Al terminar se los dio. Éste cogió un sobre de la mesa, metió dentro el dinero y también el resguardo del abono. Luego puso el sobre en el bolsillo de uno de los ladrones.
– ¿Qué está haciendo?.
– ¿Que qué estoy haciendo?. Estoy intentando poner un poco de justicia en el mundo. Llevo demasiados años viviendo una injusticia tras otra. Estos tíos no se merecen pasar el resto de su vida en la cárcel. Está la vida de una niña en juego. Voy a intentar arreglar un poco las cosas. Por un lado, estoy dando a estos hombres una segunda oportunidad. Y por el otro lado, yo ya he tenido suficiente. Si tuvieras una esposa como la mía lo entenderías. Si hubieras tenido una mierda de trabajo como el que he tenido, lo entenderías. Estoy harto de malvivir. Y estos hombres me han dado una buena razón para que mi vida no sea un auténtico fracaso. Por lo menos mi muerte, servirá de algo.

La calle estaba repleta de policías.
Tras muchas negociaciones, salieron dos hombres del banco, ambos encapuchados. Uno llevaba una pistola en su mano derecha. La policía los apuntó desde detrás de los coches que rodeaban el banco.
El otro hombre, se quedó mirando. Sonrió y metió la mano en el bolsillo. Cuando la sacó, relució una pistola.
Fue entonces cuando la policía empezó a disparar.

Una vez liberados los rehenes, la policía recogió los cadáveres. Estaban tan acribillados que tardaron días en reconocerlos.
El informe forense dejó intrigado al inspector que investigó el robo.
Uno de los dos ladrones era el director del banco. Su pistola estaba descargada y enganchada a su mano con cyanocrilato, pegamento rápido.
La pistola del otro cadáver también estaba descargada.
Llamaron a los testigos, quienes acudieron a comisaría a declarar. Los empleados dijeron que les pareció reconocer la voz del director en uno de los los encapuchados.

Dos de los testigos no acudieron a comisaría.
Estaban volando a Estados Unidos con una niña enferma.