Conversaciones en el hoyo 19: hechiceros

— ¡Hombre!. ¡Vosotros por aquí—exclamó Pascual. Un hombre y una chica acababan de entrar en el bar. Pascual los miró de arriba a bajo. El hombre estaba muy elegante con su traje, corbata, chaleco y sus zapatos a juego. La chica llevaba un hermoso vestido de color azul claro con un amplio escote—sospecho que no habéis jugado a golf—les dijo Pascual riendo. Luego, mirando a sus compañeros de mesa les dijo:—son unos buenos amigos, Enrique y Julia, su hija.
—Encantado de conoceros. Y, ¿qué hacéis por aquí?—preguntó Juan—. Está claro que no habéis venido a jugar.
—Estamos invitados a una boda en la ermita de aquí al lado—contestó Enrique—. Estamos haciendo tiempo hasta que se acabe la misa, ya que no tenemos ganas de tragárnosla.
—Bien hecho. Por favor, sentaros con nosotros—dijo Santiago.
Padre e hija se sentaron y le hicieron una seña al camarero que se acercó a la mesa y pidieron unos refrescos.


—Así que os estáis saltando la misa—dijo Inés riendo—. Ojalá hubiera más gente que lo hiciera. Está el catolicismo tan arraigado en nuestra sociedad que hasta puedes quedar mal si no asistes a uno de sus shows.
—Es curioso—añadió Julia—. Nunca nos hemos librado de la figura del hechicero. Todas las tribus primitivas del mundo han tenido siempre la figura del hechicero en sus sociedades y hoy en día, en pleno siglo veintiuno seguimos teniéndolo.
—Lo peor no es eso—repuso Santiago—. Lo peor es que nuestra sociedad tiene tan asumido el tema religioso que no contempla la posibilidad de que haya gente que no piense como ellos. Yo mismo, hace años que no asisto a los encuentros familiares de navidad, precisamente porqué mi familia tiene la puñetera manía de incluir oraciones y cánticos religiosos en esas reuniones. Nunca han sido capaces de entender que muchos no creemos y no tenemos que soportar esos rituales.


—Totalmente de acuerdo con lo que dices—dijo Enrique—. Incluso en algunos casos me provoca miedo ver ciertos actos religiosos, como los que se hacen en semana santa.
—Es como si retrocediéramos unos cuantos siglos—añadió Pascual—. Cuando ves esas procesiones con la gente disfrazada como si fuera del Ku Klux Klan y con un montón de seguidores fanáticos que se dedican a castigar su cuerpo, tengo la sensación de vivir en la edad media.
—Incultura. Eso es lo que hay. Incultura—repitió Santiago—. Quizás nuestros hijos hayan aprendido a leer y a escribir, pero no es suficiente. Un poco de filosofía no le viene mal a nadie y te saca de la ignorancia absoluta. Desde el momento en el que un montón de curas dan clase de religión en las escuelas a niños de menos de diez años, algo está muy mal en nuestra sociedad.
—Por no hablar de esos curas que abusan de los niños—añadió Juan—. ¿Cómo pueden ser tan tarados como para destrozar las ilusiones de un niño, dejándose llevar por su impulso sexual?.


—Quizás deberían acabar con el celibato y dejar que se casen—apuntó Inés—. En las religiones en las que los curas pueden casarse no suele haber casos de abusos a niños.
—Una solución realista podría ser que se considerara a la iglesia como una sociedad anónima—dijo Santiago—. Al fin y al cabo su objetivo es ganar dinero. Pues que paguen los impuestos correspondientes a sus beneficios y por todos los inmuebles que se han ido agenciando estos años con las inmatriculaciones.
—Sabes que eso no ocurrirá nunca en este país—dijo Juan—. Nuestro dictador se aseguró de que quedara todo bien atado. La iglesia y sus privilegios, la monarquía con sus ladrones y para conseguirlo se dedicó a asesinar a quien no pensara como él. ¿Qué queda ahora?. Los supervivientes de las matanzas: los franquistas. A quienes los sucesivos presidentes del gobierno han ido entregando la gestión de los bienes públicos mediante su privatización. Luego nos regalan frases como “democracia consolidada”…


A lo lejos sonaron unas campanadas.
—Sospecho que el cura acaba de echar un polvo y lo está celebrando—rio Santiago—. ¡Oh!. Lo siento. Cada vez que oigo campanas lo pienso.
—Me parece que esta vez no es eso—dijo Enrique—. Deben ser las campanadas de la ermita indicando que se han casado los novios y que ya ha acabado la pu…ñetera misa—se puso en pie y Julia le imitó.
—Ni se os ocurra pagar nada de lo que habéis tomado—dijo Pascual—. Invito yo.

Conversaciones en el hoyo 19: el camarero

— ¡Vaya mierda de jornada! — dijo Bronchales, completamente indignado. Su ropa, como la de sus compañeros estaba completamente mojada, tras una jornada en la que no había parado de lloviznar —. No había forma de hacer rodar la bola por la calle.
— En estos casos, lo que hay que hacer es impedir que ruede, haciéndola volar — contestó Pascual, añadiendo: — hoy era el día de los globos. Había que olvidarse de hacer chips y hacer pitch.
— Nunca he sabido la diferencia que hay entre ellos.
— Para mí, el chip es un golpe en el que no doblas la muñeca: la bola vuela un tercio del recorrido y rueda los dos tercios restantes — explicó Santiago —. Con el pitch doblas la muñeca y la enderezas al golpear la bola, todo eso, abriendo la cara del palo previamente. Así la bola vuela casi todo su recorrido.

El camarero trajo y dejó las bebidas y los platos con el aperitivo sobre la mesa. Bronchales se quedó mirando la cara de éste.
— ¿De qué te conozco? — le dijo.
El chico levantó la mirada y miró a los ojos a Bronchales. Luego sonrió y contestó:
— He trabajado en la Innombrable, como usted. En mi caso, a las órdenes de Felisa, como técnico de sistemas.
— Creo que ya te recuerdo. Eras el mejor de tu departamento. Tenías por delante un buen futuro y un día decidiste marcharte de la empresa. ¿Qué pasó?.
— Bueno, trabajar en el departamento de Felisa era como hacerlo en una jaula de grillos. Todo estaba montado a salto de mata. No había ninguna planificación. Rara era la noche que no me llamaran para solucionar algún problema. Al final decidí que era más importante mi familia que un sueldo que me obligaba a trabajar dieciséis horas al día. Y aquí estoy: trabajando de camarero en el bar de un golf y saliendo al campo al terminar mi jornada. Eso, para mí, es calidad de vida.
— Recuerdo a Felisa — dijo Pascual —. Como psicólogo tuve que tratar a mucha gente de su departamento y todos ellos presentaban síntomas de ansiedad, depresiones ó cuadros similares. También la traté a ella, sin conseguir el menor resultado. Incluso te pedí — dijo dirigiéndose a Bronchales — que la echaras o que la ascendieras a algún cargo en el que no tuviera personal a su cargo.
— Lo recuerdo — repuso Bronchales —. Pero no lo pude conseguir. Tenía muy buenos padrinos.

El camarero se retiró a la barra del bar, después de dedicarles una sonrisa.
— A este chico lo traté. Tenía problemas — dijo Santiago —. Ya sabéis que, además del bar, yo tenía un piso con “chicas”. Al parecer sufrió abusos por parte de un sacerdote cuando era niño. Cuando llegó era prácticamente impotente y una de mis chicas le ayudó a recuperarse. No fue labor de un día. Tardó meses en superar su problema. Y tú también lo trataste, Pascual — añadió mirando al psicólogo — aunque no puedes hablar de ello por la confidencialidad que existe entre médico y paciente.
— Es cierto. Lo traté. Recuerdo que quedó destrozado cuando el obispo de la diócesis cerró la investigación y se limitó a enviar al cura a otro lugar, por cierto, al pueblo al que pertenece este golf — explicó Pascual.

— Y el año pasado, encontraron al sacerdote muerto – de un disparo en sus genitales – dentro de la iglesia. Murió desangrado. —continuó Pascual —. Con una nota manuscrita en la que se declaraba culpable de un montón de abusos a niños.
— Lo recuerdo. Salió en la prensa — dijo Bronchales —. Pero no vayamos a pensar que se lo cargó el camarero… Es cierto que ambos vivían en el mismo pueblo pero no es mas que una casualidad.
— ¿Tú crees que alguien en sus cabales elegiría para vivir el mismo pueblo en el que estaba el cura que convirtió su infancia en un infierno? — inquirió Santiago.
— Quizás no tuvo muchas ofertas para elegir un trabajo y sólo encontró la del golf… — apuntó Bronchales.
— Mirad. Algo en mi fuero interno me dice que fue este chico — dijo Santiago.
— Le dispararon con una escopeta de caza. De las de cartuchos. De esas que disparan unos ochenta perdigones — aclaró Pascual —. El cura salía a cazar y su escopeta estaba en la sacristía. Fue la que utilizó el asesino. Ah. Por cierto. A la hora del crimen, el camarero estaba en mi consulta. En la ciudad, lejos del pueblo.
— Entonces no tuvo nada que ver con el asesinato.
— A no ser que el médico que practicó la autopsia se equivocara con la hora de la muerte — insinuó Santiago.
— Claro. La hora de una muerte se establece en función de cuando aparece el rigor mortis y depende de la temperatura ambiente, que influye también en el tiempo de enfriamiento del cuerpo, que es básico para establecer la hora del asesinato.

— Recuerdo a ese cura. Lo veía en la subasta de pescado, al lado del puerto — explicó Santiago —. Cada martes yo iba a comprar para el bar y veía a ese cura, quien por cierto compraba mucho pescado. Debía comprar para todo el mes.
— ¡Escuchad!. Suenan las campanas — dijo Bronchales —. Ya son las doce. Tengo que irme.
— Para mí las campanas no son otra cosa que un aviso — dijo Pascual, riendo —: “Cuidado, pederastas sueltos”.

— Tengo una teoría sobre la muerte del cura — dijo triunfante Santiago — Si ese cura compraba tanto pescado, debía congelarlo. Luego, tenía un buen congelador. De lo que se deduce que es posible que el asesino enfriara el cuerpo en ese congelador. Horas después lo sacó y lo dejó en el suelo para que lo encontraran. El forense hizo sus cálculos y estableció una hora errónea. Entonces el posible asesino no pudo ser acusado, ya que a aquella hora estaba en la ciudad y tenía una coartada sólida.
— Quizás eso explique…— susurró Pascual — el hecho de que aquel día, en mi consulta, el camarero estuviera tan relajado, como si se hubiera librado de un gran peso.
— En fin — dijo Bronchales, levantándose —, me voy. Tengo que acompañar a mis nietos al mercadillo que hay en la plaza de los pederastas. Han de comprar un árbol de navidad. Por cierto, pago yo el aperitivo.
— ¿La plaza de los pederastas?.
— Bueno. La de la iglesia. Al fin y al cabo viene a ser lo mismo. ¡Feliz navidad!.
Pascual y Santiago se miraron.
— ¿Sabes Santiago?. Por una vez, creo en la justicia. A ese cura cabrón lo juzgará su dios y al camarero nadie. ¡Me encanta!.