Javier y la Justicia

Javier fue conducido a una habitación en la que únicamente había una silla.

Le quitaron las esposas, lo sentaron en la silla, le pasaron los brazos por los barrotes metálicos del respaldo y le pusieron de nuevo las esposas.
En la habitación había tres policías.

Empezó el interrogatorio. Casi de inmediato Javier se dio cuenta de que los tres policías estaban actuando.
Uno de ellos era el «bueno». Hacía sus preguntas y aparentemente, creía las respuestas de Javier.
Otro era el «sarcástico». Para todas las respuestas de Javier siempre tenía una risa estúpida, una frase sarcástica, un insulto ó una blasfemia.
El tercero era el que hacía de malo. Javier apenas podía verlo porqué estaba detrás suyo, pero estaba muy cerca. Podía oir la respiración pegada a su oreja.

Cuando menos se lo esperaba, aquel policía lo insultaba y le daba un bofetón. Luego les decía a sus compañeros:

– Dejármelo una hora y hago cantar a este cabrón.

Javier se quedó sorprendido con las acusaciones que le hicieron. Lo acusaban de haber disparado a bocajarro a un concejal del ayuntamiento, de haber transportado explosivos y de pertenecer a la banda terrorista.

Contestó que no era así. Que era un estudiante, que vivía en casa de sus padres y que nunca se había metido en política y menos aún estaba de acuerdo con los terroristas.
El policía «malo» le siguió abofeteando e incluso, en alguna ocasión, tuvo que intervenir el «bueno» para detener a su compañero, que no paraba de decir que lo dejaran solo con él.
Cuando terminó el interrogatorio fue conducido a su celda, en la que pasó el resto del día.

Por la noche le trajeron un bocadillo y una manta.
Cuando ya estaba empezando a conciliar el sueño, a eso de las doce de la noche, entraron dos policías en su celda y lo llevaron a una habitación. Le sacaron fotos de frente y de perfil. Luego le tomaron las huellas de todos y cada uno de los dedos de ambas manos.
Tras acompañarlo al lavabo, regresó a su celda en la que al fin, a eso de la una de la madrugada, Javier se quedó dormido.

A las seis fue despertado. Le quitaron la manta y le hicieron guardar el colchón mugriento que había utilizado, bajo el catre.
Pasaron las horas y no ocurría nada.
Javier no tenía reloj. Todas sus pertenencias personales le habían sido retiradas, al igual que los cordones de sus zapatos y el cinturón.
Sin embargo, a través de la ventana con barrotes que había en su celda, podía ver la luz del exterior y por el recorrido de la luz por la pared de su celda, se podía hacer una idea del paso del tiempo.
No entendía nada de lo que le había pasado.

El día anterior estuvo en un bar con su novia y luego la acompañó a casa. Después de darle el beso de despedida, se encaminó hacia su casa y fue entonces cuando dos hombres, sin identificarse, lo tiraron al suelo y le pusieron una pistola en la sien. Tras esposarle, lo levantaron en vilo y le metieron en un coche.
Fue al entrar en la comisaría cuando supo Javier que aquellos hombres eran policías.
Lo dejaron sentado en un banco durante horas, junto a otros detenidos.
A las siete de la tarde le condujeron a una habitación en la que le vaciaron los bolsillos, le hicieron quitarse el cinturón y los cordones de sus zapatos, para luego llevarle al que sería el primer interrogatorio.

Cuando el sol dejó de iluminar la pared de la celda entraron dos policías y tras esposarlo, lo llevaron al cuarto de los interrogatorios.
Tras el ritual de atarlo a la silla, Javier descubrió con horror que únicamente había uno de los tres policías: el «malo».
Este, con una amplia sonrisa dijo:

– Mis plegarias se han cumplido. ¡Al fin solos tú y yo!.

Tuvieron que cargar con él para llevarlo a la celda, Su cara estaba llena de sangre y completamente hinchada. Tenía también dos costillas rotas.
Afortunadamente para Javier, a las tres horas de interrogatorio, entró un policía en la sala y le dio un papel al policía «malo».
Tras leerlo, éste dijo:
– Llevarlo a su celda. Lo laváis y luego podéis soltarlo.

Lo tuvieron en la celda unas horas, hasta que la hinchazón bajó un poco. Tras lavarle la cara, le entregaron sus pertenencias y le dejaron salir.

Cuando traspasó la puerta de la comisaría y comenzó a andar por la calle su mente estaba en blanco. Luego, poco a poco, empezó a reanudarse su diálogo interno. Descubrió por primera vez en su vida lo que era ser libre.
Sus ojos se llenaron de lágrimas. Siempre pensó que vivía en un país en el que el respeto y la justicia eran los términos que lo definían.
Y sus horas en la comisaría no habían sido, precisamente, un ejemplo de ello.
Por primera vez empezó a considerar todo aquello que le habían contado sus compañeros de colegio respecto a la falta de libertad en su patria.
Al pasar por delante de un quiosco leyó el titular de una noticia:

El partido ANV no condena la violencia.

– ¿Qué violencia pretenden que condenen? – pensó -. ¿La de los terroristas ó la policial?.

Cojeando, lloroso, con la cara hinchada y fuertes pinchazos en sus costillas rotas, Javier se dirigió a su casa.

Meses después supo Javier que le habían confundido con un terrorista. Años más tarde y tras una fortuna gastada en abogados y procuradores, la demanda de Javier fue sobreseída por el juez.