Conversaciones en el hoyo 19: medicina

— La verdad es que es endiablado eso del golf—Santiago no había tenido un día especialmente inspirado con su swing—.Menos mal que el juego corto me funcionaba…
— Has salvado un montón de pares para la birria de swings que te han salido—dijo riendo Inés.
— Gracias guapa. Lo tomaré como un cumplido—contestó Santiago—.Por cierto, he cambiado de dentista.
—¿No se suponía que estabas contento con el que tenías?—inquirió Pascual.
—Si, pero…—bebió un trago de cerveza y explicó—. Cuando ves que cierran el piso en el que tenían la consulta para abrir un enorme local tan iluminado que si te tiras una hora en la sala de espera acabas moreno, con un sinfín de enormes pantallas de plasma con publicidad continua de los excelentes tratamientos que hacen, así como de los maravillosos dentífricos de las farmacéuticas, te planteas la posibilidad de que aquello que antes era un servicio, ahora es un negocio.


—Lo puedo entender muy bien—dijo Inés, la doctora jubilada del grupo de amigos—.Cuando me jubilé ya estaba viendo la deriva de la medicina en este país. La tecnología tiene que ver con eso. Y la política. Y muchas cosas más.
—No acabo de pillar lo de la tecnología—dijo Juan—.¿No se supone que con los nuevos métodos de escaneado del cuerpo lo pueden pillar todo al milímetro?.
—Si. Es cierto—aclaró Inés—.Pero muchas veces, cuando te pillan, por ejemplo, algún tumor enano asintomático, en muchos casos optan por operar y eso te va a complicar la vida, ó llevarte al ataúd. Sobre todo si tienes una edad avanzada. Y eso ha ocurrido demasiadas veces. Quizás ese tumor, si lo hubieran dejado tranquilo, se hubiera quedado allí, sin molestar durante muchos años. Todo lo que tenían que hacer era hacerle un seguimiento. Total, el paciente se encontraba perfectamente. Pero tu médico te recomienda una cirugía “preventiva”. En cuanto te meten en quirófano, te joden -con perdón- la vida con el postoperatorio.


—Bueno. No creo que operen a muchas personas mayores—apuntó Pascual.
—Te llevarías una sorpresa si vieras las estadísticas—dijo Ines—.Imagínate que un hospital compra un robot para el quirófano. Nombrará de entre sus cirujanos a un especialista en el robot, que hará sus prácticas en el quirófano con el nuevo aparato y con pacientes de verdad. Luego el hospital querrá amortizar el aparato y le derivará pacientes a quienes les venderá la operación como “última tecnología”. Allí irán a parar aquellos cuya operación no es necesaria y cómo no, gente muy mayor, con escasas posibilidades de superar la cirugía.


—Y los políticos, ¿qué pintan?—preguntó Juan—. Antes los has mencionado como causa de la deriva.
—Pintan mucho. No solamente por privatizar hospitales. También por poner políticos en los cargos directivos. Es además evidente que los hospitales públicos se ahorran una fortuna en gastos de formación de sus médicos, ya que contratan a doctores experimentados de hospitales públicos. ¿Quién no conoce a un médico que no trabaje a la vez en la pública y también en la privada?. Y otra faena de los políticos son los “cribados poblacionales”.
—¿Qué es eso?—preguntó Santiago.
—Seguro que has recibido alguna vez una carta en la que te ofrecen de forma gratuita un análisis de heces ó de sangre para poder detectar un posible tumor oculto que puedas llevar—contestó Inés—. Ese cribado no sirve, salvo en los casos que presentan síntomas, para otra cosa que para hacer ganar dinero al laboratorio, quedar bien con la población y crearles un cierto grado de preocupación.


—Ya veo que la medicina actual se basa únicamente en el dinero—apuntó Juan.
—Y eso sin comentar otras cosas como el poder que tienen las farmacéuticas, los médicos que sólo cobran en efectivo, los cambios de rango de valores arbitrarios, los médicos que derivan a sus pacientes a un colega que les da una comisión, los que aumentan sin razón el número de visitas…
—¿Qué es eso del rango de valores?—preguntó Juan.
—El ejemplo más claro es el del colesterol. A finales del siglo pasado, el rango a partir del cual se contraía la “hipercolesterolemia” era de 240 miligramos por decilitro de sangre. Diez años después lo bajaron a 200. Eso afectó a millones de personas que de estar sanas, pasaron a que muchos de ellos tuvieran que medicarse. Pasa lo mismo con la hipertensión arterial. Antes era 16. Ahora es de 14. Y con la diabetes y la osteoporosis…


—Menudo panorama nos has pintado—dijo riendo Santiago—. Como para no ir al médico.
—Si no tienes síntomas, no vayas—aconsejó Inés—. Ah. Y me olvidaba de los creadores de enfermedades. Que también los hay, esos muchas veces, patrocinados.
—¿Quienes son esos?—preguntó Pascual.
—Eso deberías saberlo tú, como psicólogo que eras—dijo Inés riendo—. Por poner un ejemplo, mencionaré la disforia premenstrual.
—Ah. Lo pillo—contestó Pascual con una carcajada.
—Bueno. Ya os habéis reído—dijo Juan—. Ahora contarnos el chiste para que lo entendamos.
—La cosa consiste en lo siguiente—explicó Pascual—. Todos sabemos que poco antes de la menstruación las mujeres suelen cambiar un poco de carácter. Pues este hecho lo han convertido en enfermedad, quizás para vender más Prozac. Lo llevaron tan lejos que hoy en día, en algunos países la justicia lo acepta como atenuante en los delitos cometidos durante la “disforia premenstrual”.
—Y hay muchas nuevas enfermedades. La mayoría, para hacer negocio—dijo Inés—. Como decía Aldous Huxley, cada vez resulta más difícil ser normal.

Conversaciones en el hoyo 19: la línea blanca

— Me encanta ver eso—dijo Santiago señalando el cielo en el que se veía la larga línea blanca de un reactor. Estaban sentados en las mesas de la terraza, a pesar de estar en pleno mes de Diciembre, pero la temperatura era alta y se estaba muy bien fuera del bar.
— A mí también me gusta esa línea blanca—dijo Juan—. Me recuerda el destino de mi dinero. ¿Cuánto nos debe costar a los contribuyentes cada raya de esas?. Sospecho que miles de euros. Pensar que estamos manteniendo a un montón de asesinos a sueldo uniformados me pone los pelos de punta.


—¿Asesinos a sueldo?—preguntó Inés.
—Desde luego que lo son. Ya me dirás en qué trabajo te dan formación para matar gente—repuso Juan—. Es más. ¿Cómo se le puede explicar a un hijo que matar es malo, salvo que se trate del ejército ó la policía, porqué esos si pueden hacerlo?.
—Mejor cambiamos de tema—dijo Pascual, intentando evitar la polémica—. Ayer fui al dentista que me contó que en la universidad de Columbia, en Estados Unidos, han desarrollado una técnica para poder sustituir los dientes caídos por dientes propios creados por células madre. Vamos. Que te implantan la semilla de un diente propio y en dos meses vuelves a tener un diente. Eso se cargará todo ese negocio de los implantes, que son carísimos.
—Calcula que eso tardará de quince a veinte años en estar a disposición de los dentistas—dijo Inés tajante.
—¡Ala!. Si ya lo han desarrollado—protestó Pascual—. Incluso lo han patentado.
—Ya veo que no sabes cómo funciona este tema—dijo Inés—. Las pocas empresas que se dedican a fabricar implantes tienen un poder alucinante. Entre ellos se han repartido el pastel, desde hará ya unas décadas. Y la prueba es que cuando un fabricante sube ó baja el precio de sus productos, el resto hace exactamente lo mismo. Son una mafia y no permitirán que un descubrimiento les arruine el negocio. Y, estando en Estados Unidos, aún lo tienen más fácil, ya que el estado está de su parte.


—Pero…
—No hay pero posible—atajó Inés—. Mira. Te voy a contar algo que me ocurrió a mi. Cuando mi marido murió, decidí cambiar de aires y fui a trabajar a un hospital estadounidense que estaba investigando para curar el cáncer de páncreas. Me quedé maravillada como médico, cuando vi que habían conseguido curar el noventa y ocho por ciento de los casos normales de cáncer de páncreas. Digo normales, porqué me refiero a todos aquellos casos en los que no habían otras complicaciones. Me largué de ahí cabo de un año, decepcionada, cansada y asqueada.
—¿Qué pasó?—preguntó Santiago.
—En aquel país y posiblemente, en el resto de países del mundo, los laboratorios farmacéuticos son poderosísimos. Y esos laboratorios son expertos en retrasar los avances médicos. Utilizan dos técnicas: una burocracia que obliga a los investigadores a tener que documentar cada paso que dan (y que funciona como aquí: es decir tienes diez días para informar del paso que pretendes dar pero luego la administración se puede tirar cinco años en autorizarte ese paso). La otra técnica consiste en enviar inspecciones. Te meten en el hospital a un grupo de tíos que se dedica a auditarlo todo y que tienen parada por un par de meses la investigación, hasta que se marchan. En mi hospital teníamos tres inspecciones al año que, por cierto, se las cobran al hospital.


—¿Cobran qué?—inquirió Pascual.
—La factura de la inspección y todos los gastos de los inspectores.
—Pero, ¿para qué hacen eso?.
—¿Sabes cuánto vale un tratamiento de quimioterapia ó de radioterapia?—Inés estaba indignada y todos se daban cuenta—. Cuesta miles de euros. Si tienes suerte y no hay listas de espera, en este país te hacen el tratamiento y no te enteras de lo que cuesta (paga la seguridad social), pero es un verdadero chollo para las farmacéuticas. Ganan miles de millones y de ahí su interés en evitar que otros tratamientos acaben con su gallina de los huevos de oro.
—Sospecho que el tratamiento que cura el cáncer de páncreas aún no funciona—apuntó Juan.


—Claro que no. Y ya lo tenían prácticamente listo hará ya cinco años.
—¡Alucinante!. Descubrir que en el mundo la gente sigue muriendo de cáncer de páncreas, debido a que las farmacéuticas paran las investigaciones—dijo Santiago asqueado.
—Algún día condenarán por genocidio a esas empresas que dan mayor importancia al dinero que a las vidas humanas—dijo Juan—. El doble rasero de siempre: si yendo en coche no auxilias a un accidentado estás delinquiendo. Pero si una farmacéutica deja de fabricar unas pastillas contra la malaria «porqué no son rentables», no pasa nada. Si un militar mata, tortura ó viola no es delito, pero pobre de ti si lo haces. Eso explica el por qué la gente no llega sana, mentalmente hablando, a los cincuenta. Tantas incongruencias no pueden asimilarse.
—Y si a eso le añadimos tu pésimo pateo en el green, tenemos un caso psiquiátrico grave—dijo Inés riendo. Cogió la mano de Juan—. Vámonos a tu casa. Creo que necesitas quemar toda esa indignación que llevas hoy—Pascual y Santiago se miraron sorprendidos y rieron, mientras Inés y Juan se levantaban y entraban en el bar a pagar.