Felisa toma una decisión

Felisa entró irritada en su despacho.

Acababa de toparse con Paco y notó su mirada cargada de desprecio, cuando se cruzaron sus miradas.
Hacía ya años que notaba ese desprecio en su subordinado.

Recordaba como, años atrás, Paco le había enviado un mail en el que denunciaba las malas artes de su jefe inmediato, aportando pruebas de su veracidad.
Ella no había querido complicarse la vida y había hecho caso omiso de aquel mail. Ella sabía que aquel jefecillo era un psicópata que se dedicaba a humillar a sus subordinados, pero su presencia le servía para desatender sus obligaciones, ya que era él quien realmente mandaba en su departamento.
Desgraciadamente aquel jefe se jubiló y ella tuvo que recuperar el mando de su departamento, tras años de vagancia y buena vida.

La verdad es que ella no llegó a recuperar nunca el mando de su departamento, ya que era incapaz de tomar decisiones.
Cuando se daba una situación que requería elegir entre dos direcciones diferentes, ella decía siempre que lo tenía que analizar y dejaba que pasara el tiempo.
Algunas veces esa demora le favorecía, ya que el problema se resolvía por si solo sin que fuera necesario tomar una decisión.

En su mesa se iban acumulando los proyectos que requerían su inmediata decisión, por meses y meses.
Cuando la urgencia de un proyecto y la presión de otros departamentos de la empresa le obligaban a decidir, pedía la opinión de sus subordinados – siempre por escrito, para guardarse las espaldas – y trazaba las líneas que éstos le indicaban.

Felisa nunca se había involucrado en nada.
Su marido no era otra cosa que un compañero para lucir en los mejores restaurantes de la zona, al igual que el BMW o su casa.
Cada año hacían un viaje a los lugares más caros del mundo, para que los demás vieran que podían permitírselo.
Había tenido con él una hija que fue criada por los abuelos. Ahora que la hija había crecido, Felisa no acababa de entender cómo le había salido tan rara. Todos sus novios eran personas sin escrúpulos, que se aprovechaban de esa facilidad que tenía ella para separar las piernas…

En el trabajo, jamás había intimado con nadie. Nunca había escuchado los problemas ajenos y menos aún había mostrado los suyos a los demás.
Fue precisamente su falta de humanidad que le dio fama de dura en la multinacional. Y en esa empresa eran precisamente esos, los valores que se apreciaban más.

Quizás su única intimidad había sido acceder a los deseos sexuales de su jefe, «el viejo», como ella lo llamaba. Al fin y al cabo él la protegía y ella le compensaba por ello.
En realidad fue precisamente eso lo que le permitió sobrevivir tantos años. Si no hubiera sido por «el viejo» y por el psicópata, ella hubiera sido despedida sin contemplaciones.

Y ahora que «el viejo» y el psicópata se habían jubilado, ella se sentía más vulnerable que nunca. Poco a poco se iba descubriendo en la empresa su incapacidad para tomar decisiones, su falta de empatía, su incompetencia.

Le habían llegado rumores acerca de los motes que se utilizaban en la empresa para referirse a ella: «la pelusa», que hacía referencia a su egoísmo, a su visión, incapaz de ir más allá de su ombligo lleno de pelusa (de cashmere, por cierto), «la golfa», por esa curiosa coincidencia entre las reuniones con el viejo y las minifadas extremadas que llevaba casualmente cuando se producían…

Tenía que hacer algo con Paco, se dijo.
Estaba harta de aquellas despreciativas miradas, de sus ausencias en las «celebraciones» del departamento, de su silencio total en las reuniones.
Paco no callaba sus opiniones y alguna vez le había oído decir a alguien por teléfono un «pídeselo a Felisa», seguido de una carcajada.
De alguna manera, Paco le recordaba su falta de ética, su egoísmo, su ambición desmesurada…

Tenía que arreglar eso. Y lo arregló.
Ni se planteó la posibilidad de hablar con Paco y pedirle perdón por su omisión de años atrás, ni se decidió por empezar tomar decisiones ó a ser más humana.

Simplemente tomó una única decisión.
Aprovechando una restructuración, cedió a Paco a otro departamento.
Ahora ya no tiene que enfrentarse con sus miradas, con sus silencios, con sus sarcasmos.

Aún así le duele recordar aquel correo que él le envió cuando se enteró de su traslado:

Muchas gracias, Felisa, por la mejor decisión que has tomado en tu vida.
Ahora tengo un jefe.
Antes, una planta.