Carta a Sara (Primera parte)

Querida Sara.

Hace ya tiempo que te conocí y sin embargo, conservo tu imagen nítida en mi memoria.
Con los años aprendes a valorar todo aquello que te entra por el corazón y aquel viaje en avión es una de las más hermosas vivencias que he tenido en la vida.
Muchas veces, cuando he tenido que enfrentarme a alguno de mis miedos, he pensado en tí e incluso he derramado alguna lágrima cuando lo hacía.

Hace menos de una semana he descubierto un libro que me ha ayudado a profundizar en esa búsqueda que tú y yo tenemos, frente a la vida.
El autor es Miguel Ruiz y se llama “Los Cuatro Acuerdos”.
Por cierto, me recuerda mucho al libro “La Conciencia sin Fronteras” de Ken Wilber, otro libro a tener y releer con frecuencia.

El libro de Miguel Ruiz explica que aprendizaje de un niño no es otra cosa que darle una serie de convenciones que vamos inculcándole los padres, luego los profesores e incluso la religión.
La “atención” es la capacidad que tenemos para centrarnos es aquello que queremos percibir. Al niño se le capta la atención y se le introduce información en su mente: qué creer y que no creer, qué es bello y qué es feo, qué es aceptable y qué no lo es. Conceptos, reglas…
Todos nuestros mayores intentaban captar nuestra atención y eso les sirvió para transmitirnos un mundo, su mundo, que no tenía que ser precisamente, el real.

También se fue creando en nosotros, la necesidad de atención y la competividad.
De niños no se nos enseñó a escoger nuestras creencias. Tu no escogiste tu lengua ni tus valores morales ni tu religión. No se nos dió la posibilidad de elegir qué creer y qué no creer. Sin embargo estuvimos de acuerdo con la información que nos daban.

Entiende “acuerdo” como algo que nos creemos incondicionalmente.
Nuestra vida está llena de acuerdos. Información que se nos inculcó y que aceptamos como buena.
Fuimos domesticados.
Lo que más cuajó en nuestras mentes fueron los conceptos de premio y castigo. Ello generó en nosotros miedo a no obtener el premio o a recibir el castigo. Aprendimos a complacer a nuestros mayores para evitar el castigo y recibir el premio. El miedo a ser rechazados se hizo profundo y nos condicionaba a actuar como los demás querían.

Y esa domesticación fue tan poderosa que llega un momento en la vida que ya no hace falta que nadie nos domestique. Aparece en nosotros un juez interno que es incluso, mas duro que lo fueron nuestros tutores.
A lo largo del día este juez observa todos nuestros actos para juzgar si cumplen con los “acuerdos” que tenemos y nos comunica nuestros errores. Incumplir cualquier acuerdo abre en nosotros heridas emocionales y nosotros reaccionamos creando veneno emocional: nos autoinculpamos, nos despreciamos…

Con frecuencia, cuando nos juzgamos por un error, lo pagamos muchas veces, cada vez que lo recordamos, o cada vez que alguien nos lo recuerda, ya que todos tenemos una gran propensión a recordarles a los demás los errores cometidos.
Y lo sorprendente de todo ello, es que juzgamos nuestras actuaciónes con severidad, basándonos en “acuerdos” que no tienen que ser necesariamente correctos. Los damos por buenos al haberlos aprendido de niños, cuando no éramos capaces de cuestionarlos.

Aquí está el punto en el cual existe una gran polémica: ¿qué derecho tiene el Estado o la religión para introducir acuerdos en los niños, sabiendo que los van a aceptar precisamente por no tener la madurez necesaria para cuestionarlos?.

De ahí que nuestro mayor miedo es precisamente estar vivos, arriesgarnos a vivir. Hemos aprendido a vivir en base a satisfacer las exigencias de otras personas y somos incapaces de expresar lo que realmente somos.
Por eso, cuando cuestionamos y rompemos acuerdos, nuestro juez hace que nos maltratemos, mucho mas de lo que harían los demás.

El límite del maltrato que somos capaces de tolerar de los demás, es idéntico al que te sometes a ti mismo. Y somos implacables y crueles con nosotros mismos.
De ahí que toleremos el maltrato de los demás, siempre que sea algo inferior al nivel de daño que nos auto-infringimos.
Si tienes tu autoestima en niveles muy bajos, no es difícil entender que eres capaz de aceptar que alguien te agreda físicamente, te humille y te trate como si fueras basura.
Lo aceptas como algo que mereces, al no creerte digno de respeto, de amor.

Recuerdo que una vez le pregunté a una amiga, Zoila, si su marido la había pegado alguna vez.
Me respondió un “claro” que me dejó desconcertado. Me estaba diciendo que no solamente la pegaba sinó que ella consideraba “normal” que lo hiciera.