Lucas el vagabundo

Cuando llegó a la portería, Tom, el perro, se movió inquieto.

Paco miró hacia fuera y vio a un indigente sentado junto a la puerta. Se trataba de una persona de unos sesenta años, muy moreno, de pelo lacio, largo y muy blanco. Tan blanco como su barba, de varios días. Vestía unos tejanos bastante gastados y una camisa oscura.

Al salir a la calle, el vagabundo lo miró y Paco observó aquella mirada. Aquellos ojos claros parecían iluminar la calle, que a aquellas horas estaba apenas iluminada por un par de farolas.

Tras desear buenas noches al vagabundo, Paco se dirigió con el perro a unos jardines cercanos. Mientras Tom corría suelto, dejando sus marcas de orina en todos los árboles, Paco no podía sacarse de encima la imagen de aquellos ojos que acababa de ver.
En ellos había visto experiencia, serenidad, dolor y mucha bondad. Recordó que en aquel instante en que sus miradas se habían cruzado, se había sentido transportado a la infancia. De nuevo había sentido la mirada de su madre, llena de paz, de amor y de serenidad.

– ¡Tom!. ¡Ven!.
Obediente, el perro fue corriendo hacia su amo. Paco recordó con sorpresa que Tom no había gruñido, como hacía siempre que veía a un desconocido.
Al acercarse a su casa vio al indigente en el mismo lugar, puesto en pie, hablando con un policía.
Cuando estuvo más cerca pudo oir lo que el policía estaba diciendo.
– No puede estar aquí. Si no tiene dónde vivir le haré llevar a alguna casa para indigentes.

Paco no lo pensó ni un segundo.
– ¡Padre!. ¡Has regresado!. ¿Cómo te fue el viaje? -Paco lo abrazó – . Creía que llegabas mañana. ¡Oh, perdón! – dijo al policía – ¿hay algún problema con mi padre?.
– No. Ningún problema – contestó el policía – . Ya me iba. Buenas noches.
Cuando se quedon solos, el indigente dijo con voz profunda:
– Muchas gracias por ayudarme.
– No ha sido nada. ¿Necesita algo?.
– Hombre, si quisiera darme algún euro…
– Prefiero no darle dinero. Sin embargo le puedo invitar a cenar. Hay bar cerca de aquí. Si quiere podemos ir.
– Muchas gracias. Conste que no soy de los que beben.

Paco acompañó al indigente al bar que, a pesar de ser las once de la noche, estaba abierto.
Santiago, el propietario, no tuvo inconveniente en preparar una cena para el vagabundo.
Dado que aquel hombre no era muy hablador, Paco le pagó a Santiago la cena y, tras charlar un rato con él, se despidió del vagabundo, quien le agradeció la cena.

Desde aquel día, cada noche, al sacar al perro a pasear, Paco solía encontrarse a aquel hombre misterioso y tan poco hablador, sentado en el escalón de la puerta de alguna casa ó en algún banco de los jardines. Al principio se limitaban a intercambiar un saludo, pero con los días, Paco empezó a sentarse un rato con aquel hombre. Al principio solía empezar a hablar Paco, contándole cómo le había ido el trabajo.

Con el tiempo empezó a descubrir cosas de aquel desconocido.
Se llamaba Lucas y había sido abogado de un importante bufete. Estuvo casado y tuvo un hijo, pero cuando le preguntaba por ellos, cambiaba inmediatamente de tema.
Algunas noches iban ambos a cenar al bar de Santiago, quien muchas veces se sentaba con ellos a charlar.

Una noche, saliendo del bar de Santiago, tras una cena especialmente copiosa, se dirigieron a los jardines y se sentaron en un banco.
Paco no tenía demasiadas ganas de hablar y fue Lucas quien inició la conversación.

Explicó había estado diez años en la cárcel por haber matado a su hijo. Le contó que tras un accidente de moto, su hijo, a resultas de un fuerte golpe en la cabeza, quedó en estado vegetativo, en coma profundo, mantenido con vida con respiración asistida.

Durante tres años sus padres alimentaron la esperanza de que ocurriera el milagro que les devolviera a su hijo a la vida. Sin embargo ningún médico fue capaz de darles esperanza alguna de recuperación.
Fue entonces que Lucas decidió poner fin a la vida artificial y sin esperanza de su hijo.
Al principio intentó conseguirlo a través de la justicia, pero se encontró todas las puertas cerradas, para conseguirlo.
Los médicos no querían desconectar la máquina sin un permiso del juez.
Indignado, no era capaz de entender que otras personas pudieran ser capaces de anteponer su moral a un acto de humanidad hacia su hijo.

Al fin se decidió.
– Una noche, entré en el hospital. Tras años de entrar cada día a ver a mi hijo, sabía perfectamente como llegar a su habitación, sin que me viera nadie.
Una vez allí lo incorporé en su cama y lo abracé con fuerza. Luego, manteniéndole abrazado, desconecté el aparato que lo mantenía con vida. Abrazado a él, lloré como nunca había llorado, mientras sentía como se le escapaba la vida. Mientras lo volvía a dejar sobre la cama pensé que en aquel momento, muerto mi hijo, ya no había nada en mi vida que le diera sentido. No me quedaban ilusiones ni aspiraciones. Me sentía vacío. Me quedé en aquella habitación con la mano de mi hijo entre las mías. Me descubrieron las enfermeras de madrugada. Me detuvieron y lo que recuerdo desde entonces está envuelto en una densa niebla. Hace un año, tras cumplir la condena, salí de la cárcel y hasta ahora he ido de aquí para allá, viviendo sin otro objetivo que estar preparado para reunirme con mi hijo cuando llegue el momento.

Paco quedó impresionado con la historia de Lucas.
Sin embargo aquella fue la última noche que el vagabundo estuvo por el barrio.

Las siguientes noches Paco recorrió el barrio buscando a aquel hombre. Había desaparecido.
Soñaba con aquellos ojos claros, llenos de bondad, con arrugas que reflejaban el sufrimiento pasado.
Con el tiempo, aquellos sueños se fueron distanciando.

Un día, mientras leía un cuento a su hija, se le llenaban los ojos de lágrimas cuando leyó el capítulo sobre la amistad del zorro con el Principito. Descubrió que, como en el cuento, aquel indigente lo había «domesticado».

Ahora, cuando ve unos ojos claros y bondadosos, se acuerda de Lucas.
En voz baja, murmura:

– Lo esencial es invisible a los ojos.