En el bar (primera parte)

– Una copa más, Santiago.
– Llevas muchas, Paco – me contestó Santiago, el camarero y dueño del bar; me miró, abrió la botella y me llenó el vaso – , es la última. ¿Vale?.

Sacó de debajo de la campana del mostrador un plato con tortilla española, cortó una cuarta parte, que pasó a un plato y lo puso al lado de mi vaso. Luego cortó unos trozos de pan, los puso en otro plato y me lo dejó delante.

Santiago es un hombre bajo, algo regordete, con su cara oculta por una tupida barba blanca y aparenta tener unos sesenta años. Lo conozco desde hace muchos lustros y desde siempre ha existido una corriente de simpatía entre ambos. Es de los que saben escuchar y escucharlo a él, con aquella voz que tiene, grave y susurrante, es oir la voz de la experiencia.

– ¿Te gusta fría la tortilla, ¿verdad?. Cómela. Te hará un poco de cuerpo con todo lo que has bebido.
Le di las gracias con la mirada y empecé a comer.

– Y ahora dime, Paco. ¿Qué pasa?. No es normal que bebas de esta manera. Algo te está pasando.

Lo miré, mientras recordaba aquella terrorífica mañana en la oficina.
– En realidad no ha pasado nada que ya no te hubiera contado ya: la mala costumbre de mi jefe de intentar machacarme a mi y a todo lo que hago, el miedo de mis compañeros que les impide defenderme ó incluso hablarme siquiera. El problema soy yo. Hay días que no me siento con fuerzas para soportarlo. Lo peor es que he de llegar a casa “entero”. Desde hace años me propuse evitar que mis hijos se enteraran de lo del trabajo. Y estoy en uno de esos días en los que me siento incapaz de entrar en casa con la sonrisa en la boca.

– No creo que la ginebra te dé fuerzas para conseguirlo – me contestó Santiago -. Te servirá como mucho, para que tengas mas posibilidades de perder el control, delante de tus hijos. Te derrumbarás. Estás soportando demasiada presión. El trabajo, la mujer que te dejó con los niños…

– La verdad es que ya se me hace difícil andar por la calle. Desconfío de todos. Ya no me abro a los demás como lo hacía antes. Me cuesta incluso entrar en las tiendas. Ya solamente veo dos tipos de gente: los acosadores y los sometidos por ellos. Y los segundos son tan malos como los acosadores, ya que se limitan a ver y a callar. Si no les toca a ellos recibir, se mantienen al margen para que no cambien las cosas y se conviertan en víctimas.

– Tienes razón en lo que dices, pero no puedo permitir que desconfíes de todo el mundo. Sabes que puedo hablar de este tema, porqué como tú, lo he sufrido. Recuerda que cuando era un simple camarero, mi patrón, Horacio, también me machacaba y hasta que él se jubiló y me vendió el bar, no pude salir del agujero.

Acabé la tortilla y me metí el último trozo de pan en la boca mientras Santiago continuaba hablando:

– Te conozco desde hace años y me consta que no perteneces a ninguno de los dos grupos que me has descrito. No eres ni acosador ni sometido. Nunca te has dejado pisar, Tienes y mantienes tu dignidad. Siendo así, Paco, ¿qué te hace pensar que eres único?. ¿Hay dos ó hay tres grupos de gente en la sociedad?.

– Visto de esta manera, tres – le contesté -. Pero el tercero, muy reducido.
– Quizás sea reducido, pero hay gente, mucha más de lo que te piensas. Posiblemente lo que diferencia al sometido del que no se deja someter no sea otra cosa que el miedo. Bueno. En realidad se trata de la valentía lo que os diferencia, ya que los que no os dejáis someter sois personas que tomáis decisiones, que os enfrentáis a aquello que no os gusta, que no vivís pendientes de lo que puedan pensar los demás. ¿Me sigues?.
– Si…

– Pues continúo. Siempre me ha gustado tu integridad. Recuerdo que, cuando descubriste que tu mujer te estaba engañando, protegiste a tus hijos para que no se enteraran. Nunca hubo una discusión en casa, estando ellos. Recuerdo que una vez me dijiste que amabas tanto a tu esposa que eras incluso capaz de aceptar que fuera feliz con otro hombre. Eres de esas personas que son conscientes de que el matrimonio no debe destruir la individualidad de las personas. No eres ni posesivo ni celoso. No te gusta poseer, imponer tu voluntad. Tampoco crees en los celos, porqué sabes que no es más que un síntoma de falta de confianza en uno mismo.

– ¿Me vas a pedir en matrimonio, Santiago?.
– No, Paco. Simplemente te estoy haciendo ver que eres uno de esos seres a los que admiro. Y, por otra parte, te estoy restaurando la autoestima, que estaba un poco baja, por efecto de tanta ginebra como te has bebido.
– Pues tu conversación me ha bajado el índice de alcoholemia, lo juro.
– Me alegro – dijo Santiago. – Entonces ya sólo me falta conseguir tu sonrisa.

Sonreí. Y no fue una de esas sonrisas forzadas, de compromiso. Me salió de forma natural, agradecido como estaba con sus palabras. Luego me dijo:

– Ahora vete, Paco. Ya estás en condiciones de ir a casa y de sonreir a tus hijos.

Me levanté y dejé un billete sobre el mostrador.

– ¿Basta para pagar mi juerga contigo? – le pregunté.
– Y sobra – dijo, mientras tiraba de la cuerda de la campana de las propinas, haciéndola sonar.
– Gracias, Santiago – le dije yéndome hacia la puerta de entrada.

– ¡Espera Paco!.
– Dime – dije, volviendo al mostrador.
– ¿Se van los chicos a casa de su madre este fin de semana?.
– Si, ¿por?.
– Toma – me dio una tarjeta -, te espero el sábado a las diez de la noche en esta dirección. Cenaremos juntos.