Antonio llegó en su BMW a la multinacional, a eso de las nueve.
Fue a su mesa. Verónica ya había llegado. Se sentaba en la mesa de su derecha. La saludó mientras ponía en marcha su ordenador.
La jornada prometía ser difícil.
Para empezar el día, había recibido una bronca de su esposa por no haber hecho arreglar el escape de agua de la cocina.
Tanto Antonio como su esposa eran abogados. Ella ejercía en un bufete y él sólo lo hacía ocasionalmente, ya que su trabajo en la multinacional no tenía nada que ver con su carrera.
Sin embargo estaba colegiado y daba asistencia legal a cualquier trabajador de la multinacional que se lo pidiera.
Eso si, siempre y cuando el asunto fuera poco complejo y no requiriera asistir a los tribunales.
Un pluriempleo curioso, ya que en la misma jornada laboral atendía ambos trabajos.
Se levantó y dirigiéndose al ascensor, repasó la lista de posibles víctimas. Lo prioritario era encontrar a alguien que le arreglara el escape de la cocina.
Tenía dos posibles candidatos en mantenimiento. Personas a quienes había dado asesoramiento legal y que por ello, estaban en deuda con él.
Bueno. En realidad ellos le habían pagado el asesoramiento legal, nada barato por cierto, pero aún así consideraba Antonio, seguían en deuda con él.
Entró en el taller de mantenimiento. Allí estaba Manolo.
Manolo ya había estado en un par de ocasiones en su casa, solucionándole algún problema.
– Hola Manolo – le saludó.
– Hola.
– Oye Manolo. Tengo un problema en casa. Tengo la cocina inundada. ¿Podrías acercarte a echarle un vistazo?.
– Mal lo veo. Esta semana y la que viene me tengo que quedar aquí haciendo una instalación.
– ¿A qué hora saldrás?. No me importa si vienes a las tantas.
– Saldré muy tarde. A eso de las doce ó la una de la madrugada.
– ¿Y el sábado?.
– El sábado también estaré aquí todo el día. Y el domingo.
– ¡Que mala suerte!. ¿Y Paco?. ¿Me puede ayudar él?.
– No lo creo. Estará conmigo, instalando la maldita máquina.
– Bueno. Que le vamos a hacer. Hasta luego.
Se marchó del taller y subió a su planta. Se sentó en su mesa y se puso a trabajar.
Abajo, en el taller, Manolo le decía a Paco.
– No veas quien ha venido: Antonio.
– ¡Uf!. Marrón al canto. ¿Qué quería?.
– Que fuéramos a su casa a arreglarle un escape.
– ¿Gratis como siempre?.
– Pues claro. Este tío es un tacaño de cuidado. Le he dicho que teníamos que hacer una instalación hasta las tantas, durante dos semanas.
– Menos mal. Gracias tío. Te debo una.
Durante la mañana, Antonio se dedicó al trabajo. Hizo un alto a eso de las once para atender a una posible cliente. Desgraciadamente el caso era complejo y prefirió traspasarlo a un excompañero de facultad, a quien le transfería los casos que él no podía atender.
De regreso a su mesa, llamó a su colega para decirle que le pasaba a una cliente y que se acordara de enviarle la comisión habitual.
Siguió trabajando hasta las dos.
Luego fue al restaurante. A esa hora solían ir a comer los informáticos de la empresa. Y era su ocasión para dejarles su portátil, que tenía problemas.
En el restaurante, los informáticos ocupaban una mesa.
Entre risas, uno de ellos vio llegar a Antonio al self service.
– A propósito. ¿Quien necesita a un abogado? – dijo a sus compañeros.
– ¿Viene con clienta? – preguntó alguien.
– Me parece que no. Viene solo. Sospecho que tiene algún problema y quiere ayuda.
– Pues yo me niego a ayudar a ese jeta. ¡No es capaz ni de invitar a un café!. Siempre va con su moneda de veinte céntimos y nos toca a nosotros invitarle.
– Además de arreglarle su ordenador…
Cuando llegó Antonio a la mesa, todos se estaban riendo.
– Hola. Ya veo que no perdéis el humor.
– Claro que no. En esta casa es imposible perderlo.
– Por cierto – dijo Antonio -. Tengo un problema con el portátil. ¿Quién entiende de portátiles?.
Se oyeron risas por lo bajo. Alguien contestó:
– Todos entendemos de portátiles. Pero, tal como están las cosas, no tenemos tiempo para nada.
– Bueno. Si queréis os dejo el portátil y ya me lo arreglaréis cuando tengáis un rato.
– Imposible. Los jefes están controlándonos. Si nos pillan haciendo un trapicheo, lo tenemos claro.
– Bueno. Quizás en otra ocasión – dijo Antonio-. Por cierto, Mercedes. ¿Podrás mirar mi móvil?. Se lo dejé a mi hijo y ya no me funciona.
– Yo solamente sé poner la tarjeta sim dentro. Quizás Luis pueda hacer algo.
– ¡Luis! – llamó Antonio a la persona que estaba sentada en el otro extremo de la mesa -. ¿Podrás ayudarme con el móvil, que no me funciona?.
– Claro – contestó él -. ¿De qué marca es?.
– Es un Motorola. Un V3.
– En este caso no puedo hacer nada. Esos móviles van con tornillos que requieren herramientas especiales que no tengo. Lo siento.
Por la tarde, Antonio estaba de mal humor. A sus fallidas gestiones, también le cayó una buena bronca de su jefe.
En su mesa, irritado, miró a Verónica. Ésta se sintió observada y le miró. Luego le guiñó el ojo.
Antonio se lo pensó un momento. La miró y le hizo otro guiño.
Ella se levantó y salió del departamento, mientras él miraba su reloj.
Pasados tres minutos, se levantó y, tras tomar una llave del cajón salió de la sala.
Cuando llegó al almacén del material publicitario, ella le estaba esperando. Puso la llave en la cerradura y abrió la puerta.
Entró detrás de ella. Cerró la puerta y la abrazó. Luego empezó a quitarle la ropa.
Media hora después ya estaban ambos en sus mesas, como si nada hubiera pasado.
Pero había pasado algo.
Antonio miró a Verónica que estaba tecleando en su ordenador.
Llevaban años manteniendo esa relación y siempre en aquel almacén. Prácticamente, desde que ella se separó. Recordó la primera vez que la llevó al almacén y su primer beso…
Ahora ella sonreía, con aquella sonrisa irónica que él tanto odiaba.
– Lo que me faltaba – pensó -. Tenía que ser hoy mi primer «gatillazo».