El abogado

Es peor cometer una injusticia que padecerla, porque quien la comete se convierte en injusto y quien la padece no. Sócrates

– ¿Está libre?.
– Si. Suba, suba.

Subió a mi taxi. Se trataba de un joven de unos veintitantos años. Vestía un elegante traje y una corbata azul que le daban un aire de empresario ó abogado. Llevaba un portafolios negro, con cerradura de combinación.
– ¿A dónde quiere ir?.
– Lléveme a un bar, que sea acogedor, de confianza.

Conduje en silencio, mirando con disimulo al joven por el retrovisor.
Noté como sus ojos brillaban, lo oí suspirar y vi resbalar un par de lágrimas por sus mejillas. Luego se tapó la cara con las manos.
– ¿Está bien señor – le dije.
Un gran suspiro precedió su respuesta.
– Si. Estoy bien. Tal vez hayan sido demasiadas emociones para un día.
– ¿Problemas?. No quiero entrometerme…
– No. No se entromete. Supongo que no es habitual que la gente que sube a su coche se emocione.
– Si le contara…
– Prefiero contarle yo. Soy abogado especializado en penal y hoy me he estrenado en un juicio.
– No le ha ido bien, entonces…

– Si. Ha ido mejor de lo que esperaba y la sentencia ha sido favorable a mi cliente. Lo que me ha impactado más, es el hecho de que en un juicio, cualquier detalle nimio, decide la duración de la condena del acusado. En este juicio lo acusaban de asesinato y mi trabajo ha sido convertirlo en homicidio.

– Cuente, cuente. Soy todo oídos – le dije.
– La víctima era una señora mayor de ochenta años. La cuidaba una enfermera que, luego se supo, tenía amigos poco recomendables. Una noche, ella misma abrió la puerta a un par de amigos, que desvalijaron la casa. Una vez dejaron la casa limpia, la enfermera se marchó con ellos. Al día siguiente, los vecinos encontraron a la señora mayor muerta en su cama, atada y con un pañuelo en el cuello.
– Perdone que le interrumpa. Hemos llegado al bar – aparqué delante.
– Ah. Bueno. ¿Puedo invitarle a una cerveza?.
– Estaba esperando que me lo dijera.
Me pagó la carrera y bajando del taxi, nos dirigimos al bar. Una vez dentro, nos sentamos y tras pedir a Santiago dos cañas, dije al abogado:

– Vuelvo a ser todo oídos.
– Bueno. Resulta que el forense determinó que la mujer había muerto por asfixia, probablemente al apretar aquel pañuelo que llevaba en el cuello. Detuvieron a la enfermera y a los dos ladrones. Sin embargo éstos negaron rotundamente haber matado a la mujer. Habían desvalijado el piso, pero no la mataron. Me tocó defenderlos. Estudié el caso y estaba claro que poco podía hacer. Sobre todo debido a que el informe del forense era muy tajante y claro. No daba lugar a equívocos. Incluso fui a ver el cadáver y no noté nada especial. Por lo menos conscientemente, como luego explicaré. Empezó el juicio y no tenía estrategia alguna para defender a mis acusados. Les aconsejé se declararan culpables para reducir la condena pero se negaron en redondo.

Bebió un trago mientras ordenaba sus ideas. Luego prosiguió el relato.

– Empezaron a declarar los policías, el forense y los testigos. Los policías explicaron habían encontrado a la mujer muerta con los pies y manos atados y el pañuelo en el cuello. La habían inmovilizado para que no “molestara” su trabajo. Luego el forense confirmó lo que ya había reflejado en su informe: que la habían estrangulado con el pañuelo. Fue entonces cuando se me encendió la luz. Surgió como un flash. Fui a mi mesa y miré las fotos del cadáver. No encajaba alguna cosa: ¿para que atar a la mujer si querían matarla?. Era innecesario hacerlo. Luego le pregunté al médico: ¿no suelen quedar huellas en la víctima cuando hay estrangulación?. Claro, me contestó. Siempre. Entonces, le dije, ¿cómo es que en las fotos no aparece ninguna marca en el cuello?. El hombre empezó a balbucear que no se lo podía explicar. Que no era lógico. Conseguí que el juez no aceptara como válido el informe del experto.

– Mi enhorabuena, señor letrado. Para ser su primer caso, ha sido todo un éxito.
– Muchas gracias.
– Sin embargo – le dije – no me queda claro la causa de la muerte de aquella mujer. ¿Fue un fallo cardíaco?. ¿Murió del susto?.

– Esa misma pregunta me la he hecho yo, tras desbaratar la declaración del forense. Terminado el juicio, un hombre, uno de los testigos, ha venido a verme. Este hombre no declaró, ya que había tantos testigos que se hubiera prolongado el juicio varias semanas. Por lo visto, el piso de la pobre mujer se llenó de vecinos y teníamos saturación de testigos.
– ¿Y qué le dijo?.
– Me dijo que fue él quien quitó el pañuelo de la boca de la mujer, para reanimarla. Y luego le quitó de la boca las dos partes de la dentadura, que estaban fuera de su sitio y las guardó en un cajón de la mesita de noche.

– ¿Y?…
– Está claro. Cuando la amordazaron los ladrones, no se dieron cuenta de que las dos partes de la dentadura postiza se habían salido de su sitio e impedían respirar a la mujer por tapar su garganta. ¡Esa fue la causa de su muerte!. Y quien metió la pata fue el forense que, al ver el pañuelo, se dejó llevar por la imaginación y dedujo que era el arma homicida de un asesinato por estrangulación.