Una vez a la semana, Luna iba a comer con Ester. Los miércoles salían de la multinacional y se dirigían al bar de Santiago.
Últimamente no estaba de demasiado buen humor, porqué Ramona estaba eufórica. Pronto descubrió la causa: la crisis le estaba sirviendo como excusa para reducir el personal en la empresa.
– Las circunstancias nos han dado la oportunidad de limpiar «lastre» – decía -. Si nos atenemos a las leyes, he hecho un cálculo y podemos sacarnos de encima a unos ciento cincuenta durante este año, sin tener que presentar un ERE. ¿El comité de empresa?. Esos siempre han comido de mi mano. Sólo sirven para organizar viajes y algunas salidas al teatro. ¿Qué peso pueden tener en un lugar en el que hay un sesenta por ciento de jefes?. Ninguno. Está claro. Tenemos demasiada gente mayor y la mayoría están quemados. Hay que largarlos.
– Tampoco me extraña demasiado – pensaba Luna -. Cualquiera de ellos ha sido víctima y testigo de varias reducciones de plantilla en los últimos años. Hace años que viven con el miedo a ser despedidos. Desde luego, es preferible contratar a un chavalillo joven que no conozca la empresa y que esté dispuesto a «comerse el mundo».
Ramona se estaba saliendo con la suya y este mes se habían «marchado» quince personas. Para conseguirlo, envió un correo a todos los jefes diciéndoles que se lo montaran como quisieran pero que tenían que «prejubilar» a los mayores de cincuenta y cinco años que aceptaran las condiciones de la empresa.
Unos jefes optaron por sugerir a sus subalternos esa posibilidad. Sin embargo otros prefirieron obligarles a que se fueran. Quizás por quedar bien ante Ramona ó tal vez para eliminar aquellas voces, algunas veces disidentes a su autoridad.
Luna iba callada, a solas con sus pensamientos, con Ester a su lado.
Al llegar se sentaron en la terraza del bar de Santiago y éste les puso dos cervezas y les entregó la carta.
Una vez encargada la comida Luna se levantó y fue a una mesa vacía de su lado a coger el periódico. Luego regresó.
– No te noto muy animada, Ester – dijo.
– La verdad es que no lo estoy – contestó ésta -. Ayer se marchó Tomás Mendizábal. Le tenía mucho cariño. Al fin y al cabo fue él quien me enseñó todo lo que sé de mi trabajo. Era un hombre encantador. Siempre me ayudaba e incluso daba la cara por mi, cuando cometía un error. Todo el departamento lo apreciaba. Siempre estaba sonriente y siempre tenía alguna frase hermosa para los demás.
– Lo recuerdo. Era un ser maravilloso.
– Pues lo echó el jefe. El muy animal no tuvo otra ocurrencia que plantarse delante de su mesa y decirle delante de todos que era un inútil, que no cumplía con las previsiones y que fuera a personal a negociar su prejubilación.
– Me enteré por un compañero. Me dijo que lo vio llorando, tras firmar el finiquito – dijo Luna.
– Pobre hombre. ¡Que pena!. Y que pena para el departamento. Sin Tomás ya no es lo mismo. Ahora me estoy dando cuenta de lo necesario que era. Ahora estoy descubriendo que necesitaba a alguien como él para tirar adelante – una lágrima asomó en un ojo -. Él me infundía ilusión por lo que hacía, por muy estúpido que fuera. Ahora no tengo a nadie como él. No sé como podré continuar sin aquella fortaleza que él me contagiaba.
– Ánimo, Ester. Ya verás como sigues adelante. Tu eres fuerte – Luna dejó el periódico sobre la mesa y le tomó la mano -. Ya sé que no estoy en tu departamento pero me tienes a tu lado para cuando estés mal.
Ester lloraba y Luna no sabía cómo consolarla. Miró hacia la mesa y entonces su corazón dio un vuelco.
Vio un nombre en el periódico: Tomás Mendizábal. Lo cogió y se puso a leer la noticia en la que aparecía el nombre.
Estaba en la página de sucesos. Había caído desde un séptimo piso y todo apuntaba a suicidio.
Cuando Santiago llegó con los primeros platos, las dos chicas estaban llorando.