Pablo quiere independizarse

«Nuestros hijos no son nuestros hijos, vienen a través de nosotros».
Kalil Gibran.

– Papá. ¿Tienes un momento para mi?.
Pablo, de veinticinco años, se había asomado en el despacho de su padre y entreabierto la puerta.
– Claro, hijo, pasa, pasa. Siéntate – contestó su padre -. ¿Cómo te va todo?. Hace tiempo que no charlamos un rato. ¿Qué tal el trabajo?.

Pablo trabajaba en un estudio de arquitectura desde que acabó la carrera. No le faltaban proyectos y estaba muy bien considerado por los compañeros y sus jefes que incluso, le habían hecho socio de la empresa.
– Me va muy bien en el trabajo. Pero no quiero hablarte de trabajo.
– ¿Entonces?. ¿Algo va mal?.
– No. Al contrario. Lo que quería decirte es que quiero irme de casa. Tengo ganas de ser independiente y de aprender a valerme por mi mismo.

Las facciones del padre se endurecieron. Hacía tiempo que lo esperaba y era algo que temía. Pablo era el segundo hijo de una familia de siete hijos. El mayor, Raul, hacía tres años que estaba casado y ahora el mayor era Pablo. Luego venían las gemelas, Ana e Isabel, de trece años, José, de diez, Marina, de seis y Alejandra de tres años.
– ¿Te quieres casar con tu novia? – preguntó el padre.
– Papá. Hará dos años que lo dejamos con Mónica. No tengo novia.
– Entonces, ¿por qué quieres irte de casa, si no es para casarte?.

– Ya te lo he dicho. Quiero ser independiente, quiero tener mi espacio, mi libertad. Ser dueño de mi vida.
– Y montarte un picadero en tu nueva vivienda, supongo.
– Si eso es lo que piensas que voy a hacer, adelante. La imaginación es libre.
– Pero piensa, hijo – contestó el padre –, que si te vas, se va a tambalear nuestra economía. Piensa que salimos adelante gracias al dinero que aportas en casa.
– Si. Supongo que tú y mamá vais a tener que adecuar vuestra economía a la nueva situación.
– ¿Y lo dices tan pancho?. ¿Y todo el dinero que invertimos en ti, en tus estudios, en tu carrera?.
– Es un dinero que, en mi caso, ha sido bien empleado, ya que he sabido aprovecharlo. Pero, supongo que no invertisteis ese dinero para que luego yo os mantuviera, ¿verdad?.

– No, claro. Pero, ¿tan mal estás en casa que quieres irte?.
– Estoy bien – contestó Pablo -. Es cierto que tú y yo tenemos algunas diferencias en nuestra forma de ver el mundo, pero es algo normal y lógico. Necesito mi espacio, necesito empezar a volar solo. A decidir por mi cuenta, a disfrutar de la libertad de hacerme cargo de mis decisiones. Si rompí con Mónica fue porqué no estaba seguro acerca de lo que sentía por ella. Estábamos bien. Sin embargo, funcionábamos por inercia. Nos veíamos los miércoles y los fines de semana y estaba bien. Pero cuando no eres libre, te agarras a un clavo ardiendo para obtener la libertad.
– ¿No eres libre en casa?.
– No tanto como quisiera. Tengo la ropa limpia y planchada, un plato en la mesa a la hora de comer, la cama hecha, la casa limpia… Pero me gustaría poder hacerme la comida, limpiar mi casa, lavar la ropa, salir y llegar cuando quiera, sin encontrarte a ti o a Mamá esperándome, o dormir hasta reventar, sin reproches, poder decorar mi casa a mi gusto, poder escuchar la música que me apetezca… Eso es para mi la libertad.

– Pero también eludes las responsabilidades que aquí tienes con nosotros y con tus hermanos. ¿Quién llevará a tu hermana Isabel al basquet?. ¿Quién jugará con tus hermanos?. ¿Quien los llevará al colegio?.
– Ya te he dicho que, al igual que con el tema económico, tenéis que cambiar el planteamiento actual.
– ¡No voy a permitir que te vayas! – chilló el padre -. ¿No ves el daño que nos haces?.
– Y ¿te parece que no me haría daño tener que quedarme?. Soy mayor de edad y tengo derecho a seguir el camino que elija.
– ¡No!.

– Hace años, cuando era un mocoso, al leerme un cuento, me hiciste aprender algo que considerabas básico: “sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos”. ¿Por qué no utilizas un poco el corazón conmigo?.
Pablo vio relajarse las facciones de su padre y como una lágrima, resbalaba por su mejilla. Se miraron a los ojos. Pablo se levantó de su silla, fue hacia su padre y lo abrazó.

– Te encontraré a faltar, Pablito.
– Sabes que estaré cerca. Nos veremos con frecuencia. No me voy a inhibir de mi familia. ¿Sabes?. Quise casarme con Mónica y analizándolo, descubrí que era mayor mi deseo de independizarme, a mi amor por ella. Por eso lo dejamos. Así, cuando sea capaz de disfrutar de mi libertad, sin condicionamientos, sabré si realmente amo a una mujer y deseo compartir mi vida con ella. ¿Me entiendes?.
– Si. Te entiendo – dijo su padre – es una sabia decisión aprender primero a ser libre e independiente.
– Sé que me va a costar. Voy a tener que aprender lo que es la soledad, primero. Acostumbrado a oír toda la vida el jolgorio de mis hermanos, vivir conmigo mismo, entre cuatro paredes va a ser duro. He de aprender a soportarme y a disciplinarme.
– Lo conseguirás, Pablito. ¿Le has dicho algo a mamá?.
– Aún no. Pero ella intuye estas cosas y creo, no se llevará ninguna sorpresa.

Se levantaron y fueron padre e hijo, a dar la noticia a la madre.
Tal como había dicho Pablo, ella no se llevó ninguna sorpresa y abrazó a su hijo con cariño cuando recibió la noticia.
Luego, el padre regresó a su despacho y siguió leyendo el expediente que había dejado de leer, al recibir la visita de su hijo.

Como magistrado del Tribunal Constitucional tenía que decidir acerca de la propuesta de autodeterminación mediante referendum, que proponía llevar a cabo el lehendakari(*) del País Vasco.
Por primera vez en su vida, el magistrado encontró muy limitador el texto de la Constitución, ya que impedía que un pueblo eligiera lo que quería hacer con su futuro.
– La Constitución fue escrita con el cerebro – pensó -. Ojala la hubieran redactado con el corazón.

(*) Lehendakari: Presidente del Gobierno Vasco.