Nuestros recuerdos pasan a un desván, cualquiera de los miles de desvanes que tenemos en nuestra memoria y no es fácil acceder a aquella página que quedó allí archivada.
Lo peor de todo es que, asociados al trauma, al dolor, se esconden también en el desván, recuerdos hermosos que no merecerían pasar al olvido.
Cuando salió del despacho de Bárbara, estaba algo desconcertado.
La semana anterior había muerto un buen amigo de la infancia, Pepo, a quien hacía muchos años que no veía. Se enteró unos días más tarde.
La verdad es que aún no había asimilado demasiado aquella pérdida.
Pertenecía al pasado y formaba parte de todo aquello que había intentado olvidar.
Pero aquel apellido, que había leído en un diploma en aquel despacho no dejaba de darle vueltas a la cabeza.
No se trataba de un apellido habitual y por ello estaba desconcertado. No podía haber mucha gente con aquel apellido.
Y él había conocido a una persona que lo tenía.
Empezó a recordar cómo había conocido aquel apellido.
Fue cuando tenía unos diecisiete años.
Pepo le había llamado por teléfono. Tenían una semana de vacaciones por delante y le preguntó si quería ir a esquiar.
– No tengo ropa de esquí – le contestó.
– No te preocupes. Ven a casa y verás como te encontramos algo.
Tras pedir permiso a su madre, fue a casa de su amigo y, tal como éste había predicho, en media hora estaba equipado para ir a esquiar.
– Iremos con mi hermana y su novio – le dijo Pepo.
Era el novio, por cierto, quien tenía aquel apellido tan original.
Fue una semana mágica. Los cuatro pudieron disfrutar de unos días inolvidables.
Era sorprendente que aquel apellido estuviera asociado al novio de la hermana de su amigo, muerto la semana anterior, sobre todo cuando habían pasado tantos años desde entonces.
Al día siguiente volvió al despacho de Bárbara.
– Tu segundo apellido me resulta muy familiar, Bárbara – le dijo -. Hace un montón de años fui a esquiar con un amigo mío, su hermana y el novio de ella. El novio tenía este apellido. La hermana se llama Rosa.
– Se trata de mis tíos Hugo y Rosa. Él es notario.
– Y ella estudiaba medicina. ¿Terminó la carrera?. ¿Tienen hijos?.
– Si. Pero no ha ejercido. Tienen tres hijos.
– Fantástico. No sabes cuanto me alegro.
– Bueno. Ella tuvo un problema. La tuvieron que internar de urgencias. Tuvo una embolia cerebral. Estuvo dos meses y medio en coma. Un buen día despertó y empezó a recuperarse. Le tuvieron que operar de un ojo, ya que le habían quedado secuelas de la embolia. Pero se está restableciendo muy bien. Ahora está con su marido en París, en algo así como una segunda luna de miel.
– Menos mal. Pobre. Rosa es una persona maravillosa, como lo era su hermano Pepo – la miró a los ojos -. ¿Lo sabe?.
– Si. Lo sabe.
Cuando salió de despacho de Bárbara sintió la necesidad de estar solo. Desgraciadamente no consiguió estar consigo mismo hasta que no llegó a casa, por la noche.
Se preparó la cena y decidió acompañarla con una buena botella de vino. El mejor que tenía.
Luego puso un lied de Mahler y empezó a cenar, dejando que sus pensamientos fluyeran libremente.
Poco a poco empezó a recordar aquella época de su vida, su adolescencia.
Volvió a oir los gritos de su padre, el miedo que sentía entonces, cuando los oía; el ambiente denso que casi podía tocarse; el miedo en los rostros de sus hermanos; la rabia que sentía en aquellas situaciones; la violencia a la que asistía cada día; el terror a que llegara el fin de semana…
¡Que dura había sido aquella época de su vida!.
Menudo infierno fue la separación de sus padres.
Entonces se acordó de Pepo, su amigo. De las tardes y más tardes en las que jugaban al millón en la máquina de un bar, en las muchas películas que habían compartido yendo al cine, de las miles de partidas de ping pong que habían jugado en casa de Pepo. Siempre ganaba Pepo, pero nunca le había importado perder.
Y sobre todo, recordó, aquellas tardes en las que iban al cuarto de Rosa a estudiar. Aquella habitación era como un santuario. Se sentaban los tres alrededor de la mesa, desplegaban los libros, ponían música y empezaban a estudiar. Allí no existía el tiempo, ni los problemas. El carácter de ambos hermanos te lo hacía olvidar todo.
Estudiar, lo que se dice estudiar no estudiaban mucho, ya que cualquier excusa servía de pretexto para empezar una conversación.
Allí no regía el cerebro. Solamente actuaba el corazón. Había una verdadera distensión. No existían temas tabú. Se hablaba de todo. No había rencor, ni rabia, ni miedo – sobre todo miedo – ni tristeza.
Fueron años, lo que duró aquello.
Y un buen día aquello se terminó, tras aquella semana de esquí cargada de magia.
Al empezar la universidad nuestro amigo fue enviado a otra ciudad y se perdió el contacto.
Y ahora, varias décadas después, una persona terminó su cena, tras acceder a un desván que tenía olvidado.
Luego, se puso a llorar.