Pablo llegó a la oficina a las ocho, como siempre y lo primero que hizo fue ir a la máquina para iniciar el día con un café. Como de costumbre, alrededor de la máquina estaban sus compañeros enzarzados en una conversación que decayó inmediatamente cuando le vieron aparecer, tras el intercambio de los buenos días de rigor.
Pablo puso las monedas en la máquina y tras elegir café solo, esperó a que se llenara el vaso, en medio de un silencio sepulcral. Luego recogió el vaso y salió del recinto oyendo, al alejarse, como se reanudaban las conversaciones. Luego se dirigió a la sala de lactancia, el gran triunfo mediático de la Innombrable que se había estado haciendo autobombo por ser la única empresa que tenía en sus instalaciones un lugar para que las madres que daban pecho a sus hijos pudieran extraerse la leche durante la jornada laboral. Pablo entreabrió la puerta de la sala y, tras asegurarse de que no había nadie, entró, se dirigió a una nevera y la abrió. En su interior había un montón de frascos, todos ellos etiquetados con los nombres de sus propietarias. Eligió un nombre, tomó el frasco, lo abrió y echó un chorro de leche a su café. Luego cerró el frasco, lo dejó en su sitio, cerró la nevera y salió de la sala.
Verónica, tras la charla matinal con sus compañeros alrededor de la máquina de café, al dirigirse a su mesa vio a Pablo cuando salía de la sala de lactancia. No le costó un gran esfuerzo mental darse cuenta de lo que había estado haciendo Pablo en aquella sala.
Cuando ella se sentó, Pablo la saludó y se acercó a su mesa.
Verónica, una vez más, maldijo para sus adentros la política de la empresa de eliminar todos los despachos y ubicar a todos los trabajadores en una misma sala, independientemente de su nivel de mando. De un simple vistazo todos podían ver quién estaba y quién no. En la misma sala trabajaban directores, subdirectores, jefes de departamento, de sección y currantes de todo tipo. Cierto es que habían eliminado los despachos pero eso si, manteniendo ciertos signos externos que permitían diferenciar el nivel de todos ellos: mesas, sillas y sillas de visitas habían sido puestas en función del nivel de poder de sus ocupantes. Mesas de madera de cedro para los directores y subdirectores, con butacas reclinables de piel; jatoba para los jefes de departamento con butacas de piel sintética reclinables también. Por último, mesas de formica para el resto del personal, con sillas no reclinables, tapizadas en tela, con reposabrazos para los administrativos y sin reposabrazos para las secretarias. Los distintos niveles de este último grupo se indicaban a través del número de sillas de visita que había tras la mesa. A más sillas, mayor nivel de mando.
Gracias a ello, la Innombrable se había convertido en la más democrática de las empresas, según publicaron varias agencias, previo pago por parte de la multinacional. Según las agencias, habían eliminado la pirámide jerárquica y ahora la democracia era total.
– Vamos, como la española, una tomadura de pelo – pensó Verónica con amargura, observando el café que ponía Pablo sobre su mesa al sentarse en su única silla de visita. Era evidente que aquel café solo que salió de la máquina, ahora era un café con leche.
– Contigo quería hablar, Verónica – dijo Pablo.
– Tu dirás.
– Llevo un gran mosqueo debido a que noto un cierto distanciamiento de los compañeros – empezó Pablo, con amargura -. Como si no estuvieran «alineados» en el grupo de trabajo que yo dirijo.
Verónica no dijo nada y esperó.
– Nadie aporta ideas, ninguno de vosotros habla en las reuniones de trabajo si no le hago preguntas directas. Incluso dejáis de hablar cuando estáis tomando café y yo aparezco… ¿Pasa algo?.
– No deja de ser curioso que en un grupo de seis personas, uno está «alineado» y cinco no. ¿No será al revés?.
– Se trata de mi proyecto y por eso soy el «project leader».
– Se trata del proyecto de Antonio, que tu le rapiñaste y se lo vendiste a tus jefes como propio.
– ¿Cómo se te ocurre pensar eso?.
– Dos meses antes de que presentaras el proyecto, Antonio ya nos lo había explicado en una reunión. Y, a la vista de lo que ocurrió después, es evidente que eres un «aberrant self-promoter».
– ¿Un qué?.
– En nuestro idioma, un arribista. Alguien sin escrúpulos que lo único que quiere es escalar en el mundo de la empresa, a base de pisar a los demás.
– ¿Cómo te atreves a hablarme así?.
– Con la autoridad que me da saber que dentro de dos semanas ya no estaré en la empresa. ¿No te lo ha dicho tu jefe?. Hace un rato se lo he comunicado oficialmente.
– ¿Te vas?. ¿De verdad?.
– Si. No me sienta nada bien trabajar en empresas suizas. En ellas, el porcentaje de arribistas supera el sesenta por ciento. Aquí no se valora el esfuerzo. Lo que puntúa es el engaño, la mentira, el aprovechamiento de las ideas ajenas, el autobombo, la adulación de los superiores, el secretismo, el desprecio a los inferiores. Por el contrario, eso no existe en las empresas americanas. Por lo menos eso dicen y quiero comprobarlo.
Pablo se levantó, visiblemente contrariado.
– Como quieras – dijo -. No te echaré de menos.
– Yo soy de las que piensan que en el mundo del trabajo hay dos tipos de personas – dijo Verónica -. Por un lado aquellas que dentro del mundo de la empresa no dejan de prepararse nunca, para mejorar el desempeño de su trabajo y los que colgasteis los libros al terminar la carrera y queréis abriros paso a codazos y pisotones. Tu verás lo que haces, Pablo.
– Hasta luego – repuso Pablo.
– ¡Espera!. Te voy a hacer un favor. Te cuento una cosa…
– Dime.
– No sé si sabes que desde que eliminaron los despachos, Felisa, tu jefa ya no tiene donde hacer sus «trabajos especiales».
– ¿Te refieres a lo que estoy pensando?.
– Exacto. Esos trabajillos buco-faringeos que le hace a su jefe y que sirven para aliviar tensiones.
– Supongo que es lo único que la mantiene en su puesto, ya que no sirve para otra cosa.
– Bueno. Pues ya han encontrado un lugar íntimo para ese tipo de actividades.
– ¿En el aparcamiento?, ¿en el coche?.
– No. En la sala de lactancia, a partir de las seis de la tarde.
– Bueno, ¿y qué?.
– Quizás no sepas que como a esas horas ya se han ido todas las madres, cortan el agua y la luz.
– ¿Y?.
– No sé tú, pero si yo quisiera ocultar un líquido blanco, quizás lo mezclaría con otro líquido blanco…
– Vale. No sigas. Creo que lo he captado. Adiós.
Pablo se marchó ruborizado a tirar su café…
En las mesas colindantes ya habían llegado otros compañeros que habían escuchado el final de la conversación.
– ¿Es verdad lo de la sala de lactancia? – le preguntaron.
– No. Pero seguro que Pablo ya no vuelve a esa sala.
– Y, ¿a dónde va Felisa a «trabajarse» a su jefe?. ¿Lo sabes?.
– Lo intuyo. ¿No os habéis fijado que uno de los cuatro ascensores no suele funcionar en según que horas?.
La carcajada fue general.