Lo que son las apariencias…

Al entierro de uno de los directores de la Innombrable acudieron multitud de empleados de la empresa, así como muchos cargos directivos de la multinacional del propio país y también de otros lugares del mundo. En menos de dos semanas, el señor Ernesto Cosio, director del área de personal sucumbió a una grave enfermedad.

La gran mayoría de sus subalternos, al igual que sus superiores lo habían tenido por una persona cuyo carácter rallaba la psicopatía. Agresivo, sin escrúpulos, egoísta, manipulador, egocéntrico y carente de moral, había ocupado el lugar idóneo que requería la empresa para deshacerse de personal que consideraba sobrante. No sólo lo había hecho a conciencia. Incluso había conseguido reducir la cuantía de las indemnizaciones.

No deja de ser curioso que una persona como aquella fuera capaz de llenar a rebosar la capilla más grande del tanatorio.

Santiago, dueño del bar que está al lado de la Innombrable, acudió también a la ceremonia para acompañar a una de sus chicas y pronto descubrió la causa de la gran afluencia: los empleados habían sido coaccionados por sus superiores para que asistieran. Muchos de ellos se habían sorprendido de ver allí a Santiago y le habían recriminado por su asistencia al entierro de aquel «mal nacido», dejándole caer que no estaban allí por su gusto.

Aquella noche Santiago se pasó por el piso de las chicas. Marta, a quien había acompañado al entierro, le había dejado preocupado. Quizás ella fue la única persona que había derramado unas lágrimas por el fallecido. Además ella le había dicho que quería hablar con él y Santiago no se lo había pensado dos veces para ir a verla. Recordaba lo mucho que le había costado sacarla de la influencia de los mafiosos que la estaban explotando sexualmente. Recordaba la primera vez que la vio, con aquellos ojos tristones y su cuerpo arruinado por las drogas.

Antes de entrar en su despacho lanzó una mirada a Marta y ella se levantó del sofá y entró con él.

– ¿Cómo estás, Marta?. ¿Estás mejor? – preguntó cuando estuvieron sentados.
– Si. Algo mejor, Santiago. Te he pedido que vinieras porqué quería contarte una historia acerca del hombre que han enterrado hoy.
– Adelante, Marta. Soy todo oídos.

– Hace años, cuando trabajaba en aquel antro del que me rescataste, mi fe en las personas estaba en mínimos y una noche que recordaré siempre, a finales de Diciembre, vinieron al piso unos diez tíos de la Innombrable. Todos eran cargos directivos y acababan de salir de una cena de empresa, por lo que estaban bastante bebidos y venían a terminar la noche con prostitutas. Conocía a alguno de los tíos, que ya habían estado conmigo en otras ocasiones y me saludaron en cuanto me vieron. Uno de ellos me dijo al oído: cuidado con el de la corbata azul que es un psicópata, si puedes, evítalo.

Algunas veces la vida juega con las personas de forma curiosa. Aquellos hombres empezaron a elegirnos a cada una de las lumis y recuerdo el suspiro que me salió cuando uno de mis asiduos me eligió. Pensé: bueno, me he salvado de aquel cabrón. Sin embargo el tío de la corbata azul me eligió también y el otro tuvo que renunciar a mi, por tener menos rango. La encargada se me acercó y me dijo: a ese tío hazle lo que te pida, sea lo que sea. No me dejes mal o te voy a machacar.

Santiago escuchaba en silencio. Marta prosiguió:

– Estaba temblando cuando entramos en la habitación. En cuanto cerré la puerta el tío me empezó a manosear y casi en seguida notó que no me gustaba lo que estaba haciendo, a pesar de mis risitas forzadas. Luego se desnudó y se metió en la ducha. Mientras él se duchaba yo me quité la falda y la blusa y me tumbé en la cama. Al salir de la ducha, aquel tío se secó y se tumbó a mi lado. Luego empezaron las caricias y los besos, para terminar con sexo. Afortunadamente no me pidió ninguna rareza. Cuando terminamos, apenas media hora más tarde, nos quedamos ambos estirados en la cama y empezamos a hablar.

Me dijo llamarse Ernesto y que había sido la nuestra, una relación muy satisfactoria para él. Yo estaba intrigada y empecé a interrogarle. Le dije que no entendía como una persona con su «fama» de cabrón había podido ser tan cariñoso en su relación conmigo. Al principio hizo como si no se enterara de lo que yo le decía. Luego, cuando le conté que nunca había tenido un cliente que me hubiese tratado con el cariño con que él lo había hecho, que había notado como él se aferraba a mi cuerpo como si quisiera darme y recibir toda la ternura del mundo, sus ojos empezaron a brillar y una lágrima resbaló por su mejilla. Entonces me contó que desde joven se había propuesto cambiar aquella empresa en la que la humanidad brillaba por su ausencia. Y si quería ascender sólo podía hacerlo mostrándose a los demás como un perfecto cabrón. Y eso es lo que hacía. Me dijo lo mal que lo estaba pasando, haciendo cosas que le revolvían el estómago. Me contó también que estaba a punto de conseguir su último ascenso y que entonces ya podría volver a ser él mismo y empezar a modificar las cosas. Me pidió que nunca hablara con nadie lo que me había contado. Estuvimos en el cuarto unas dos horas y para alguien como yo, que siempre había sido tratada como un trapo, aquellas fueron las mejores horas de mi vida.

Marta suspiró, sacó un pañuelo del bolsillo y se lo llevó a los ojos. Se había propuesto no llorar y se estaba dando cuenta de que no podía evitarlo. Santiago se acercó y la abrazó con ternura.

– Déjate ir, Marta – le dijo.

– Si no hubiera sido por Ernesto yo no hubiera sobrevivido a aquella vida – dijo Marta, entre sollozos -. Él me hizo recobrar la confianza en los demás. Luego apareciste, Santiago…

Santiago acarició la cabeza de Marta que ahora lloraba desconsoladamente. Mentalmente dio gracias a Ernesto por haberle ayudado a rescatar a aquella chica. Luego se dio cuenta de que sus ojos se estaban anegando y luchó por reprimir el llanto.

– Déjate ir, Santiago – oyó que le decía Marta.

Y se dejó ir.

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