Rosa y su hijo (primera parte)

Rosa iba conduciendo, con su hijo de seis años en el asiento trasero del coche. A medida que transcurrían los quilómetros, quizás debido al silencio que guardaba su hijo, fue dejándose llevar por sus pensamientos y a conducir de forma mecánica.

Había estado todo el día trabajando y aún no había conseguido desconectar, quizás por no haber sido aquella una jornada de trabajo de la que pudiera enorgullecerse. Había discutido con varios compañeros, que habían intentado eludir su responsabilidad en un error que habían cometido y eso la indignaba y le impedía cambiar el hilo de sus pensamientos.

Sin percatarse, estaba corriendo cada vez más. Cuando llegó a la rotonda, paró, miró a su izquierda y al ver que no venía nadie, salió como una exhalación. En la segunda salida, puso el intermitente y salió de la rotonda.

Sin apenas darse cuenta, alcanzó pronto, una considerabla velocidad.
Miró por el espejo. Detrás suyo no había nadie. Fue cuando volvió la vista al frente cuando lo vió. Un gran coche estaba entrando en la carretera, aparentemente, sin haber visto el coche de Rosa.

Pisó el freno hasta el fondo y de inmediato supo que no podría evitar la colisión. Durante aquel segundo, previo al golpe, notó Rosa como el tiempo, su tiempo, se dilataba. Miró si venían coches de frente, para intentar pasar por el carril de la izquierda. Imposible. Venía una moto en dirección opuesta. Su única salida era por la derecha, hacia un trigal. Aún teniendo la mente más clara que nunca, no tenía tiempo para considerar más posibilidades.

Soltó el pie del freno y giró el volante hacia la derecha, mientras miraba a su hijo, que se había agarrado al asiento.

Notó que la parte posterior de su coche golpeaba con fuerza la parte trasera del turismo y como iniciaba un giro al entrar en el campo. Rosa se agarró al volante y lanzó el que podía ser el último grito en su vida. Tuvo tiempo para saber que aquel grito no iba a cambiar las cosas, pero le ayudó a soportar las tres vueltas de campana que dio el automóvil, antes de pararse por completo, bajo una nube de polvo.

Luego, silencio.

Intentó moverse y ver a su hijo, pero no le fue posible. Se liberó del cinturón de seguridad e intentó moverse. Nada. Era imposible. Estaba atrapada por aquella masa de hierros retorcidos en que se había convertido su coche. Vió que podía mover su brazo derecho y se dedicó a palpar por todos lados para encontar a su hijo. Tuvo suerte y encontró su mano. Estaba caliente. Deslizó sus dedos hacia la muñeca del niño y le tomó el pulso.

Miró su reloj. Estaba roto. Contó en voz alta:
– Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete…
Tenía el pulso normal. Suspiró aliviada.

Luego llegaron unos hombres. Unos de gris, poñicías y otros de azul, bomberos. Como de mutuo acuerdo fueron a la parte posterior del coche y empezaron a mover hierros. No tardaron mucho en sacar de ahí al niño.

Lo pusieron en una camilla improvisada y sin decir nada, se lo llevaron.
– ¿Cómo está mi hijo?- gritaba Rosa, sin obtener respuesta.

Luego aquellos hombres fueron hacia ella y empezaron a sacar hierros y plástico del coche para liberarla.
– ¿Cómo está mi hijo? – gritaba ella.
– Está bien. No se preocupe.
La sacaron, tras muchos esfuerzos y la trasladaron a una camilla. Allí el médico la examinó.
– Sospecho que tiene usted unas cuantos huesos rotos – le dijo el doctor al terminar su examen.

Levantaron la camilla y la llevaron a una ambulancia. Rosa contaba con encontrar ahí a su hijo y su decepción fue grande.
– ¿Que han hecho con mi hijo? – gritó.
– Nada. No se preocupe. Ya se lo han llevado en otra ambulancia.

Los dos médicos se miraron y le dieron la espalda, mientras Rosa gritaba que quería saber como estaba su hijo.

Vio como uno de los doctores sacaba un rotulador de su bolsillo y escribía algo en su propia mano. Cuando terminó le enseñó la mano a su colega que leyó lo que ponía con una expresión seria.

– ¿Que pasa con mi hijo?. ¿A dónde lo han llevado? – gritaba Rosa -. ¿Por qué se andan con secretos conmigo?.

Se acercó un médico. Llevaba una jeringuilla en la mano.

– Señora. Su hijo está bien. Tiene unos cuantos rasguños y un fuerte golpe en la pierna, que ha resistido el golpe y no se ha roto. Nos lo acaban de comunicar por la emisora.
– ¿Si? – gritó ella -. Entonces ¿por que se andan entre ustedes con secretos?. Me están ocultando algo.
– ¿Ocultando?. ¿Que está diciendo?.
– ¿Creen que no me he dado cuenta?. ¡He visto como su colega escribía algo en la mano y se la hacía leer!.

El doctor hizo un gesto a su compañero que se acercó.
Luego le mostró la mano. Rosa leyó:

«Ponle un calmante fuerte a esta tía. Está histérica».

Rosa se quedó callada, sintiendo como enrojecía su cara.
Luego dejó que el doctor pinchara su brazo con la jeringuilla.
Casi de inmediato se le cerraron los ojos.
En el rostro quedó su sonrisa.

Los médicos la miraron, sonrieron y le hicieron una seña al conductor de la ambulancia para que se pusiera en marcha.

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