La Agencia Espacial Española

– Atención a todos. En diez minutos vamos a aterrizar en la Tierra – el capitán estaba hablando a través del interfono.
Las doce personas que había repartidas en las distintas secciones de la nave, escuchaban atentamente.
– Se trata de un aterrizaje muy peligroso, pero estoy convencido de que lo lograremos, si cada uno de vosotros hace lo que tantas veces hemos practicado en las muchas simulaciones que hemos realizado. Suerte a todos.

Tras cerrar el interfono el capitán se dirigió al oficial:
– ¿A qué distancia estamos del área de aterrizaje, Fernández?.
– A unos treinta mil quilómetros, señor.
– Bien. Calcule el ángulo de entrada y la velocidad de ataque al llegar a la atmósfera.
– Al momento, señor.

Mientras el capitán miraba las estrellas por la escotilla, Fernández introdujo las coordenadas en el ordenador.
– Pérez.
– ¿Si, señor? – contestó el encargado las comunicaciones de la nave.
– Establezca contacto con la base, por favor.
– Señor – dijo Fernández -. Ya tengo los cálculos de entrada a la atmósfera.
– Bien. Páselos al piloto para que ajuste la velocidad y ángulo de la nave.
– Si, Señor – Fernández empezó a teclear órdenes al ordenador y la pantalla del monitor del piloto empezó a llenarse de datos. El piloto comenzó a hacer ajustes, aplicando los datos recibidos. La nave, poco a poco, empezó a acusar las variaciones que le marcaba el piloto.
– Ya tengo contacto con la base, señor.
– Gracias, Pérez. Pase la llamada aquí – dijo el capitán, señalando su posición.
– Ya la tiene, señor.

– Hola. Al habla el capitán Bermúdez desde la nave espacial Badajoz.
– Hola, Bermúdez. Le habla el general Gutiérrez. Acabamos de recibir los cálculos de aproximación de su ordenador y los estamos verificando. Sin embargo he de decirle que, a primera vista, son diferentes a los que han realizado los ordenadores de aquí.
– ¿Como, señor?.
– Son diferentes. Repito. Los cálculos que hemos recibido son erróneos. Vamos a proceder a enviar los cálculos correctos al piloto…
Una serie de ruidos precedieron al corte de la llamada.
– Base. ¿Me pueden escuchar?. Llamando a base desde la nave Badajoz. ¡Perez!. Restablezca la comunicación.

– No puedo, señor. Parece como si estuviera fallando el programa de comunicaciones.
– Vaya momento para perder la comunicación. Insista, Pérez.
Pérez cerró el programa de comunicación «skype» y lo volvió a arrancar. Tardaba mucho.
– Señor. El ordenador está medio frito. Apenas responde -. En ese momento apareció la pantalla de bienvenida del Skype.
– Parece que ya funciona, señor. Pero aparece un mensaje: «su crédito con Skype es de cero euros».
– Vaya momento. ¡Mierda!. Haga funcionar ese programa, Pérez.
– Me pide el número de una tarjeta Visa, señor.

El capitán abrió un cajón y tras revolver un montón de papeles, encontró una tarjeta Visa. Se la dio a Pérez, quien empezó a escribir en el ordenador los números. Tras introducir la fecha de caducidad, pulsó la tecla «intro». Apareció una ventana el la que ponía: «Procesando…».
– Señor – dijo Pérez – esto está tardando mucho y no nos dará tiempo de recibir los datos correctos desde la base.
– Establezca comunicación por radio, Perez. No podemos estar esperando – ordenó el capitán.
– Tampoco funciona la radio. ¡Espere!. Un momento. Creo que tengo una comunicación. ¡Es el teléfono de emergencias!.
– Páselo aquí – dijo el capitán.

En los altavoces se oyó la voz de una mujer:
– Le habla el teléfono de emergencias. ¿Qué desea?.
– Hola. Le habla el capitán Bermúdez de la nave espacial Badajoz. Tenemos problemas con el ordenador. No conseguimos conectar con la Tierra.
– Un momento. No se retire. Le paso con el HelpDesk de Telefónica.
– ¡Espere!…
– Buenas tardes. Pulse uno si quiere consultar su facturación, pulse dos si necesita soporte técnico… – el capitán pulsó el dos.
– Pulse uno si tiene contrato de 24X365, pulse dos si tiene contratada la línea VIP – El capitán pulsó el dos.

– Buenas tardes. Le habla Susana. ¿En qué puedo ayudarle?.
– Señorita. Le habla el capitán Bermúdez de la nave espacial Badajoz. Tenemos problemas para conectar con la base.
– ¿Es usted mismo quien contrató la línea?.
– La línea fue contratada por la Agencia Española de Vuelos Espaciales. Señorita. Se trata de una emergencia. No me haga perder el tiempo con burocracia.
– ¿Ha probado apagar y encender el router?.
– Señorita. El router va bien. Las luces están parpadeando.
– Espere. Voy a comprobar su línea…
– Dese prisa, por favor.
– Señor. El análisis indica que no hay ningún problema. Los datos están pasando sin problemas. Bueno. En realidad detecto una gran transferencia de datos.
El capitán no supo que decir.
– Quizás – continuó Susana – tenga un problema con el sistema operativo. ¿Cual tiene?.
– El Sistema Operativo que utiliza la Agencia Espacial es secreto – contestó el capitán.
– En este caso no puedo ayudarle – contestó Susana – adiós.

– ¡Espere!. ¡No cuelgue!. ¡Tengo Windows Vista!.
– Ah. Entonces pulse las teclas alternativa, control y supr.
– Ya lo he hecho.
– ¿Le sale una ventana con los programas que hay en marcha?. ¿Qué programas le aparecen?.
– El skype y el Emule.
– Ponga el cursor sobre la línea en que aparece emule y haga click con el ratón.
– Vale. Ya está.
– Ahora pulse sobre el botón en el que pone «finalizar programa».
– Ya está. Me ha salido un mensaje. ¿Desea finalizar el programa emule?.
– Pulse sobre el botón «si».
– Ya está.
– Bueno. Pues tema resuelto. El problema es que el emule estaba acaparando todo el ancho de banda. Ahora ya han de mejorar las comunicaciones.
– Muchas gracias, señorita.
– Buenas tardes.

Tras la llamada, el capitán estaba rojo de rabia.
– ¿Quién ha arrancado el Emule?.
– Yo, señor – contestó el Fernández, asustado.
– Y, ¿no se le ha ocurrido un momento mejor para hacerlo?.
– Es que acababa de salir un nuevo capítulo de la serie Lost y me lo estaba bajando. Es que en casa no tengo Internet.
– Daré informe de usted, Fernández. Pérez. ¿Se han restablecido las comunicaciones?.
– Si, señor. Le paso una llamada de la Base.
– Hola. Soy el general Gutiérrez. ¿Están todos bien?.
– Aquí el capitán Bermúdez. Todo en orden, señor.
– ¿Cómo han conseguido atravesar la atmósfera?.

El capitán Bermúdez buscó con la mirada al piloto. Éste asintió con la cabeza.
– Mi general, hemos tenido que hacerlo a ojo. Y hemos tenido suerte.
– Desde luego que han tenido suerte. Una desviación de medio grado y la nave se hubiera desintegrado al tocar la atmósfera. Mi enhorabuena, Bermúdez.
– Gracias, mi general. Aunque debo decir que el piloto tiene mucho que ver con la feliz entrada.
– Hasta dentro de un rato, capitán.

El capitán miró al piloto de nuevo, quien le sonrió. Luego señaló hacia el portátil que había sobre la mesa.
Aparecía un escritorio en el que destacaban unas letras grandes: GNOME.
A la derecha de las letras había un pingüino dibujado.
– Capitán, le presento a Tux, el pingüino del sistema Linux. Ha sido él quien ha hecho los cálculos.

Sara y el miedo

Lo primero que vi de ella fueron sus ojos. Esos ojos reflejaban una vida de sufrimiento, pero a la vez mostraban paz interior y, sobre todo, tristeza, una profunda tristeza.
Volábamos por la noche sobre el océano y teníamos muchas horas por delante.
Las luces estaban apagadas y a nuestro alrededor todos dormían.
Me había dicho que su nombre era Sara, cuando descubrimos que íbamos a estar el uno al lado del otro durante el viaje e hicimos las presentaciones.
Me dijo que volvía a su país, a casa, tras una estancia de varios meses en Estados Unidos.
No parecía demasiado alegre por su regreso a España.
Encendí la luz de encima de mi asiento, y me puse a leer el libro que llevaba para el viaje.
Ella estaba sumida en sus pensamientos. Por el rabillo del ojo me pareció que aquellos hermosos y tristes ojos se llenaban de lágrimas.
No pude concentrarme en la lectura. Mi mente intentaba adivinar lo que podía estar pasando por la cabeza de aquella mujer.
Tras media hora de vanos intentos por entrar en la lectura de mi libro, volví a poner el punto, lo cerré y cuando iba a ponerlo dentro de mi bolsa de viaje, ella alargó el brazo hacia el libro y me dijo:
– ¿Puedo verlo?.
Se lo di y ella lo ojeó.
– Me gusta el autor. He leído algo de él. Creo que es el único filósofo que ha conseguido engancharme con sus escritos. “Anatomía del miedo”. No conocía este libro suyo.
– Ha salido este año. Es su último libro – le contesté yo -. Siempre he pensado que la vida del ser humano se basa en dos polos: amor y temor.
Me pareció notar que sus ojos escrutaban los míos. Continué hablando.
– Este libro además, tiene su historia. Recuerdo que un día saqué el tema miedo en la oficina. Hubo bastantes risas y, durante toda la semana me hicieron muchas bromas al respecto. El viernes, cuando me fui a casa, pasé por una tienda en la que tenía que recoger unos pantalones. Al llegar estaba cerrada. Era demasiado pronto y abrían media hora mas tarde. Fui paseando por la calle hasta que llegué a una librería de la que soy habitual. Entré y curioseé las secciones que suelo mirar, sin ninguna idea preconcebida. No buscaba ningún libro en especial. Miraba pero no veía ningún libro que me atrajera. Recuerdo que pensé que me estaba ahorrando una pasta, ya que, cuando se trata de libros, no reparo en gastos. Y ese día no me atraía ninguno. Cuando estaba a punto de salir de la tienda fue cuando lo vi: “Anatomía del miedo”, de José Antonio Marina. Recuerdo que estaba rodeado de otros libros, pero solamente veía éste. Mucha casualidad, pensé. Luego algo dentro de mi me hizo rectificar: causalidad y no casualidad. Compré el libro. Y es la segunda vez que lo leo.

Después de mi explicación me pareció notar en Sara que sus facciones se habían relajado y sus ojos habían adquirido una cierta calidez.
– El miedo es la constante de mi vida – me digo -, de ahí que me haya llamado la atención el libro, Luis.
– En realidad es la constante de todo. En este siglo es lo que está moviendo el mundo. La guerra de Iraq no hubiera empezado si no hubiera habido miedo en el mundo. Cuéntame, si quieres Sara, en qué te ha afectado el miedo.
Ella alargó el brazo y apagó la luz de mi asiento. Luego apretó el botón y reclinó su respaldo, ajustándose la manta. Yo hice lo mismo. Noté como se acomodaba y relajaba. Cerró los ojos, suspiró y empezó a hablar.
– Mis recuerdos de la infancia son bastante escasos. Dentro de lo poco que recuerdo de mi niñez, aparecen fragmentos de música mezclados con los gritos de mi padre. Este era un hombre muy colérico, egocéntrico y cruel. Le recuerdo al llegar a casa de la oficina. Abría la puerta de la entrada, daba un portazo que se oía en toda la casa y se encerraba en su despacho. Recuerdo las comidas, en las que solamente se le podía hablar cuando te preguntaba. Incluso mi madre tenía que obedecer esta norma. Y cuando ella, por algún problema hogareño, le hablaba sin permiso, él se encolerizaba e incluso llegó a ponerle la mano encima, en alguna ocasión. Cuando llegué a la adolescencia mi espíritu inconformista y rebelde de aquella edad, me ocasionó un montón de enfrentamientos y de broncas con mi padre. Mi madre, que se había criado en un ambiente similar, lo aceptaba porqué no conocía otra cosa. Incluso lo defendía.
– Aborrecía a mi padre con todo el alma – siguó ella -. Quise salir de casa pero solamente había una manera de hacerlo en aquella época. Mediante el matrimonio. Conocí a Jorge y sin pensarlo demasiado me casé con él. No puedes hacerte una idea, Luis, de lo duro que fue descubrir que, cuando el enamoramiento pasó, me encontraba con una persona que era muy parecida a mi padre. Colérico, machista, vanidoso y cruel conmigo. Puse todo de mi parte para salvar el matrimonio que se iba a pique. Incluso acepté quedar embarazada.

Noté como se extremecía bajo la manta y vi como le resbalaba una lágrima por su mejilla. Metí la mano bajo la manta y tomé su mano.
– Tuve una preciosa niña y ese fue el principio del fin. Porqué él quería un chico. Tenías que haberlo visto en el hospital gritando como un poseso delante de su hija. Y pensando en mi hija, decidí seguir aguantando mi matrimonio. La verdad es que – ahora lo pienso – tenía que haberme separado. Le hubiera ahorrado a Marta, mi hija, un montón de escenas de su padre. Yo le di a mi pequeña todo el cariño del mundo. Pasaron los años y Marta fue creciendo alta y hermosa. A los doce años perdió las ganas de comer, se cansaba y la llevé al médico. Tras hacerle un sinfín de pruebas el médico me comunicó el diagnóstico. Tenía una leucemia y le quedaba un año de vida, como mucho. Recuerdo como si fuera ayer la conversación con Jorge cuando se lo expliqué. ¡Se alegró!. Lo llamé de todo y se encolerizó. Empezó a pegarme, recuerdo que caí, dándome un golpe en la cabeza. Al despertar estaba sola en el suelo. Jorge ni se había dignado llevarme a la cama. Sonaba el teléfono sin parar. Contesté y era mi madre. Me dijo que mi padre había muerto de un infarto, hacía una hora.

Cerró los ojos y suspiró.
– Por lo menos mi padre tuvo el detalle de dejarme una buena herencia. Y ese dinero que codiciaba mi marido, sirvió para que pudiera llevarme a mi hija a Estados Unidos y le hicieran un trasplante de médula. Perdóname, Luis. He de ir al lavabo.
Me levanté y dejé pasar a Sara. Luego, cuando regresó y se hubo acomodado bajo la manta me dijo.
– Es curioso lo que nos cuesta romper las cadenas que nos atan al pasado. Miedo al cambio, miedo al enfrentamiento. Todo son miedos. Yo estoy maravillada de que huyendo de mi padre fuera a dar con una réplica idéntica a él, en mi marido. Ya ves, Luis. Los miedos han sido siempre una constante en mi vida.
– Tal vez sea cierto ese dicho: “el temor atrae lo temido” – le dije yo.
Me incorporé, abrí mi bolsa y sacando el libro le dije.
– Me gustaría que te lo quedaras. Sabes que este libro tiene una historia detrás. Además lo he traído al avión por error, porqué lo confundí con otro libro. Y si cogí éste y no otro libro para el viaje, es porqué había otra razón que se me escapaba. Y ahora veo muy claro que eras tú esa razón, Sara.
– Te lo agradezco, Luis. Lo acepto. Pero creo que ya no me va a hacer falta. Se han acabado mis miedos. Todos han desaparecido, porqué ya no me aferro a nada en la vida. Mi hija me ha enseñado que venimos al mundo sin nada. Que los seres y las cosas materiales a las que nos aferramos son lo que nos produce el miedo. Miedo a perder lo que tenemos, miedo a querer cambiar lo que no nos gusta, miedo al futuro.
Se guardó el libro, y me dijo que tenía sueño. Giró la cabeza y a poco, su respiración se hizo mas profunda.

Yo me quedé pensativo, hasta que me venció el sueño.
Horas mas tarde, tras el aterrizaje, fuimos juntos a recoger el equipaje. Una vez recogido y pasada la aduana, me miró por última vez, con aquellos ojos tristes y se despidió de mi.
La abracé y cuando nos separamos le pregunté si quería que la acompañara a casa.
– No, gracias. Tengo que ir a recoger a mi hija. Viajaba en la bodega del avión.