La crisis de personal

La fábrica estaba asentada en pleno monte, al lado de un pueblo muy pequeño. Daba trabajo a la mitad de sus habitantes. Abusando de su situación monopolística, los sueldos eran bajos y la contratación diaria.

Cada mañana, el director de fabricación, Javier Méndez, se reunía en el despacho del jefe de personal y decidían, mientras los trabajadores aguardaban en la puerta, quién iba a trabajar aquella jornada y quién no.

El jefe de personal, José Merino, era, como la mayoría de los jefes de personal de todo el mundo, una de las personas con menos empatía de la empresa. Se hacía llamar jefe de recursos humanos, quizás porqué tenía clarísimo que los hombres que contrataba eran tan importantes, para él, como cualquiera de los tornillos ó arandelas de cualquier máquina de fabricación.

– Cuántos hombres necesitas hoy? – preguntó Merino.
– Los mismos que ayer y además a tres más para el almacén – contestó el jefe de fabricación -. Hoy han de venir dos camiones a descargar materias primas.
– Déjame mirar… – Merino buscó en su lista -. ¿Te parece bien López Aguilar?. ¡No. Espera!. Este tío nos falló la última vez. Mejor quédate con Álvarez Escudero…

– López Aguilar estuvo enfermo. Tuvo una gripe y sabes que su esposa está impedida.
– No me interesa la vida personal de nadie. Quédate con Álvarez Escudero y con Ramirez Heredia.
– Me falta otro. Te he pedido tres.

– Dos tíos bastan para descargar un camión. Apáñate con lo que te doy – le dijo, entregándole la lista del personal para ese día -. Me he pasado años domesticando a esa gente. He conseguido que no falten nunca al trabajo. El que falla una sola vez ya no es contratado más. No sirven certificados médicos ni documentos oficiales de la administración.
– Pues sospecho que se les han olvidado tus palabras – dijo el jefe de fabricación, mirando por la ventana -. Y se les ha olvidado a todos a la vez. No ha venido nadie.
– ¿Cómo? – se levantó y se acercó al cristal -. ¿Qué habrá pasado?. ¡Esos cabrones…!. Quédate aquí, Mendez. Voy al pueblo a ver que ha pasado.

Merino entró hecho una furia en el despacho de Mendez.

– Nos los han quitado.
– ¿Quién?.
– Esa gente que, hace un mes, alquiló aquella nave abandonada en el pueblo. Están todos ahí. Los he visto trabajar. Tienen una línea de fabricación operativa. Parecía que iban a tardar meses en restaurar la nave y en semanas ya la tienen operativa.
– ¿Has hablado con los hombres para hacerlos regresar?.
– Si. Y me han mandado a freir espárragos. Resulta que esa empresa les paga casi el doble que nosotros y además les va a hacer fijos.
– Y, ¿qué podemos hacer?. Tengo la línea parada y dos camiones esperando a ser descargados.
– No lo sé. Creo que voy a llamar a la central. Quizás se le ocurra algo a Ramona, mi jefa, la jefa de RRHH de todos los centros del país.

El bar de Santiago, como todas las tardes, estaba a rebosar.
Javier Méndez entró y le hizo un guiño a Santiago, quien le señaló la puerta de los lavabos. Entre las dos puertas de los lavabos había una tercera en la que ponía «Privado». La abrió y entró.

– Buenas tardes.
– Buenas tardes, Javier – le contestaron sus amigos Paco y Pascual, ambos sonrientes.
– ¿Cómo ha ido todo?. ¿Cómo están tus chicos?.

En ese momento se abrió la puerta y entró Santiago, con una bandeja que dejó en la mesa. Luego se sentó y puso delante de cada uno de ellos una cerveza. Luego sacó la bandeja y puso en el centro cuatro platos con patatas, almendras, aceitunas y pulpo. Tras dejar la bandeja, dio un sorbo a su vaso y dijo:
– ¿Vamos a estar mucho tiempo más en ascuas?.
– No. Ahora os cuento. ¿Queréis la versión resumida?.
– Si – dijeron todos.

– Entonces dos palabras: todo perfecto. Todo aquello que habíais previsto se complió a rajatabla. Mis chicos ya están trabajando en mi fábrica. Tienen contrato fijo y además han doblado el sueldo. En estos momentos Merino es incapaz de entender como es posible que aquella nave del pueblo haya sido desmantelada cuatro días después de que mis chicos firmaran los contratos.

– Las máquinas, ¿dieron el pego?. ¿No se dio cuenta de nada Merino?.
– Estaba demasiado ofuscado como para prestar atención a las máquinas. Además no le dejaron pasar de la puerta de la nave. Por cierto, Santiago, felicita a las «chicas» del asilo. Las máquinas estaban pintadas de forma impecable. Nadie hubiera dicho que eran de cartón piedra. Y el amplificador cumplió a la perfección reproduciendo los ruidos de las máquinas. Si Merino fuera de vez en cuando a ver su fábrica, le hubiera resultado familiar el ruido, ya que lo grabé yo mismo en ella. Pobre hombre…

– Se lo merecía – dijo Pascual.
– Y ¿qué se ha dicho en la central al respecto?.
– Todo el departamento de jurídico estuvo buscando en el registro de sociedades a la empresa fantasma – dijo Paco -. Cuando vieron que no existía, Ramona se olió el affair y creo que está preparando los papeles para despedir a Merino. Como de costumbre, lo prejubilarán con una buena paga, para que no llore.
– ¿No nos cerrarán la fábrica, como represalia?.
– No pueden. Mientras sea la fábrica que mayores beneficios da a la empresa, podéis quedaros tranquilos.
– Uf – dijo Javier -. Me quedo tranquilo. Por cierto me ha encantado emplear en eso el dinero que me tocó en la lotería. Gracias a vosotros, mi pueblo puede dormir tranquilamente por las noches.