Se lo llevó a la mesa y se sentó mirándola de forma inquisitoria.
– ¿Algo va mal en el asilo, señora Magdalena? – preguntó.
– No. Nuestro taller sigue funcionando, a pesar de la crisis. Nuestros muñecos se venden como rosquillas y no tenemos problemas económicos – suspiró y sus ojos se perdieron en divagaciones internas, que finalizaron con otro suspiro.
– Sin embargo… – continuó Santiago.
– Sin embargo, estoy impresionada. Apenas he pegado ojo esta noche.
– ¿Qué pasa?.
– Se trata de un nuevo ingreso. Se llama Martín y tiene unos setenta y muchos años. Llegó ayer a la residencia. Es la misma imagen de la derrota. Lo trajo la policía. Entró llorando como un chiquillo. Me acerqué a él e intenté calmarlo. Poco a poco empecé a entender sus balbuceos y me hice una idea de lo que le había pasado.
Bebió un trago y continuó.
– Llevaba años intentando defender su vivienda. Al parecer, una promotora quería hacerse con el edificio entero, para construir un edificio de alto standing. Durante años se dedicaron a hacer la vida imposible a todos los propietarios del edificio, para que vendieran sus pisos a la baja. Poco a poco todos los vecinos se fueron marchando y el único habitante del edificio que quedó, era el señor Martín. Éste resistía todo tipo de presiones simplemente por principios. Se negaba a aceptar que una pandilla de matones le intimidara. Y así fue resistiendo hasta que, hace unos días, al entrar en el portal de su casa, alguien se le acercó y le dio un golpe en la cabeza, dejándolo inconsciente. Lo llevaron a un hospital, en el que estuvo unos días y cuando estuvo ya recuperado, un informe médico declaró que el hombre estaba incapacitado para vivir solo. Como su familia no quiso hacerse cargo de él, nos lo trajeron a la residencia. Y la promotora ha conseguido que la familia venda el piso por cuatro cuartos.
Santiago se quedó pensando. Luego pidió unos cuantos datos a la señora Magdalena.
Duele mucho perder una guerra en la que sabes que la razón está de tu parte. El señor Martín estaba sentado en al jardín con la señora Magdalena. Habían pasado seis meses desde que entró en la residencia. Con la ayuda del sinfín de amigos que había hecho en el centro, había podido ir recuperando su optimismo. Ya no le importaba demasiado que una pandilla de desalmados le hubiera arrebatado su hogar. Estaba aprendiendo a conformarse.
Se fijó en el joven que entró por la verja del centro. Moreno, alto, desaliñado, llevaba tatuajes en el cuello y en los brazos no había un centímetro de piel que no llevara un dibujo. En una ceja y en el labio inferior le colgaban dos aros.
Observó como hablaba con una enfermera y vió como ella levantaba el brazo y señalaba hacia donde ellos estaban.
Luego el chico se dirigió hacia ellos.
– Usted debe ser el señor Martín – dijo al llegar.
– Si. Soy yo.
El muchacho acercó una silla y se sentó frente a sus interlocutores.
– Tengo algo para usted – dijo, mientras metía la mano en el bolsillo de sus vaqueros y sacaba todo su contenido. Papeles, una navaja, una bolsita con cremallera con el dibujo de unas hojas de marihuana, unos billeres de diez euros arrugados… Luego revolvió entre los papeles y tomó uno que se veía menos sucio y arrugado que el resto. Lo desdobló, lo miró y se lo alargó al señor Martín. Éste lo tomó y, tras leerlo, se puso a temblar. Temblaba tanto que la señora Magdalena se temió que le fuera a dar un infarto.
– ¿Por qué me das eso? – dijo el señor Martín casi sin aliento.
– Porqué eso es suyo – mirando a la señora Magdalena le explicó -. Se trata de un talón conformado de tres millones de euros, el valor del piso del que fue echado hace unos meses.
– Pero si no me querían pagar más de doscientos mil… – dijo el señor Martín.
– Usted estuvo luchando por el piso y soportó lo indecible de aquellos desalmados – dijo el joven – . Y esta lucha fue la que hizo aumentar el valor del piso a tres millones. Este cheque es de la cantidad que nosotros consideramos vale su sufrimiento de estos últimos años.
– Pero, ¿cómo…?.
– Deje que le cuente. Cuando usted fue traído a esta residencia, mi familia fue alertada por un amigo, alguien que tiene un bar. Esta persona nos contó lo que le había pasado a usted – la señora Magdalena suspiró recordando su conversación con Santiago – y nosotros y unos amigos fuimos a instalarnos en su casa. Somos okupas. No tenemos propiedades y hace muchos años que vivimos en casas que nadie usa. No vea la cara que puso el promotor cuando descubrió que de la noche a la mañana tenía siete familias ocupando la casa que quería derruir. En cuanto lo supo vino a vernos, rodeado de matones, amenazándonos con echarnos a tiros. Nosotros le dijimos que preferíamos esperar al veredicto de un juez y que mientras tanto nos íbamos a quedar en la casa. Sabemos por experiencia que una demanda por okupación puede tardar años en convertirse en un desalojo. El ganster palideció y gritando nos dijo que nos iba a sacar de la casa vivos ó muertos. Y, sin embargo, nos mantuvimos meses en la casa. Eso si. Soportando a los matones que venían a complicarnos la vida.
Los ojos de la señora Magdalena y el señor Martín parecían a punto de salirse de sus órbitas.
– Hace tres días, volvió el director de la promotora. Esta vez estaba muy dócil, pero muy dócil. Sacó el talonario y nos dijo que estaba dispuesto a pagar hasta un millón. Nos pusimos a reir. ¿Usted cree que lo que sufrió el señor Martín y sus vecinos vale esto?, le dijimos. Se levantó y se marchó. Al día siguiente regresó. Esta vez traía un talón por tres millones. Le dijimos que no aceptábamos talones. Que preferíamos un talón conformado. Volvió a marcharse enfadado. Y ayer recibimos un sobre con el talón de los tres millones, esta vez en orden. Es suyo, señor Martín. Se lo merecía y se lo ha ganado.
– Pero, ¡yo no necesito dinero!.
– Quizás su familia.
– Mi familia nunca estuvo a mi lado cuando defendía mi casa…
– Haga lo que quiera con el dinero. Es suyo. Y, por último, quiero decirle que ha sido un verdadero placer conocer a alguien tan admirable como usted, señor Martín. A mis hijos les encanta que les cuente por la noche la historia del señor que defendía su piso de unos desalmados. Muchas gracias por su ejemplo.
El joven se levantó y dio la mano a aquel hombre que ya no se esforzaba en retener sus lágrimas y lloraba como un niño.
Luego se marchó, llevándose sus tatuajes, sus aros y su ropa desaliñada y raída.
La señora Magdalena dijo emocionada:
– Creo que hacemos mal juzgando a los demás por su aspecto. ¡Que chico tan encantador!.
Y, desde luego, supieron dar un buen uso a aquel dinero venido del cielo. Ahora la residencia ha crecido. Han comprado la torre del lado – eso si, sin presionar al propietario – y han doblado el número de residentes y de enfermeras del centro.
El señor Martín se ha acostumbrado a acompañar a la señora Magdalena al bar de Santiago.
Nunca le ha dicho nada a Santiago. Sabe que a éste no le gustan las frases de agradecimiento.
Pero Santiago sabe leer en su mirada aquello que las palabras son incapaces de expresar.