Julian el inmigrante

– No. Otra vez no.

Julian estaba saliendo de la estación y los vio llegar. Dos policías se pusieron delante suyo.

– Los papeles, por favor.

Mientras Julian metía la mano en el bolsillo de su cazadora se fijó en unas diez personas de color, algunos y otros con rasgos hispanos, que estaban pegados a la pared, custodiados por otros dos policías que no les quitaban la vista de encima.
Reconoció a Darío, un chico de dieciséis años, vecino del edificio en el que vivía.
Sacó la cartera y extrajo el carnet. Se lo dio al policía que le había pedido los papeles.

– Que duro es ser inmigrante en Europa – pensó.
El policía leyó detenidamente el documento y miró la foto, comparándola con la cara de Julian. Luego le devolvió el carnet.
– Puede irse.

Julian puso el carnet en la cartera y se la guardó en el bolsillo de su cazadora.
– ¿Qué van a hacer con estas personas? – preguntó.
– Eso no es de tu incumbencia – contestó el policía.
– Conozco a alguien del grupo. Es vecino mío. ¿Qué van a hacer con él?.
– Repatriarlo. No tiene papeles. Lárgate. No es tu problema.

Julian se alejó mirando a Darío, quien sostuvo su mirada. Luego, cuando estuvo lo suficientemente alejado del grupo, se apoyó en una pared y se quedó observando a los policías. Éstos se dedicaron a parar a otras personas. Pero solamente a quien fuera negro, tuviera el aspecto de hispano, ó de rasgos orientales. En cinco minutos pararon a diez personas, cuatro de los cuales terminaron en el grupo de los que no tenían papeles.

– Hoy en día, no tener rasgos occidentales – pensó – es como llevar un cartel de delincuente colgado del cuello.
Recordó que al bajar del vagón del tren lo habían parado dos guardias de seguridad.
Le pidieron el billete. Cuando lo mostró lo dejaron seguir y se dedicaron a parar a otros inmigrantes. Solamente inmigrantes.

Ya en la calle, se dirigió a unos grandes almacenes. Quería comprar un regalo a su hija. Se dirigió a la sección de juguetes y mientras pensaba qué comprarle, se percató de que dos personas estaban pendientes de sus movimientos. De seguridad, pensó. Eligió un juguete y lo llevó a la caja para pagarlo. Luego se marchó de los almacenes y se dirigió a su casa.
Antes tenía que ir a ver a la vecina para contarle lo de la detención de Darío, su hijo.

Cerca de casa, decidió entrar en un bar para beber un vaso de cerveza y armarse de valor.

– Hola Julian. ¿Qué quieres tomar?.
– Hola Paco. Ponme una cerveza. ¡No!. Espera. Mejor un vaso de vino.
– A ti te pasa algo, Julian – Paco le miró a los ojos. Luego le sirvió un vaso de vino y fue a sentarse a su lado.
– Cuéntame lo que te pasa, Julian.
Cuando Julian terminó de explicarle que Darío estaba a punto de ser deportado, Paco le dijo.
– No hagas nada. Quédate aquí en el bar y déjame hacer. Atiende a los clientes.
Se levantó y salió corriendo del bar.

Ricardo, el diputado, estaba desasosegado. Sentía una cierta ansiedad, sin saber el motivo. Miró hacia atrás y no vio nada sospechoso. Como siempre, se dirigió a casa utilizando el metro. Era algo que hacía años, desde que fue nombrado diputado, se había prometido y lo cumplía a rajatabla.

El tren no tardó en llegar y subió a un vagón. Luego vio a Paco.
Hizo como que no lo veía y sacó el móvil de su bolsillo. Marcó un número y se puso a hablar.
Dos minutos después se le aproximó Paco quien lo saludó con una sonrisa.
Ricardo contestó el saludo y siguió hablando por el móvil.

Paco le dijo:
– No hace falta continues haciendo teatro con el móvil. Hace ya rato que tengo activado el inhibidor de móviles.
Ricardo se ruborizó hasta las orejas y guardó el teléfono en su bolsillo.
– Necesito tu ayuda, Ricardo – le dijo Paco -. Se trata de un chico ecuatoriano que ha sido detenido por la policía. Vive con su madre, que está enferma. He pensado en ti porqué he recordado que me debes un favor…

Julian estaba barriendo el suelo. No quedaba nadie en el bar. Cuando llegaron Paco y Darío, apenas lo podía creer. Corriendo fue a abrazar a Darío.
Después se sentaron.
– Un político me debía un favor – explicó Paco -.Lo guardaba como oro en paño para cuando llegara la ocasión. La parte negativa es que era la última bala que tenía. Pero ha valido la pena. Darío no será deportado. Ahora trabaja para mi. Y tiene contrato de trabajo. Lo cual le permitirá tener los papeles de residencia.

Lo celebraron con una cena. Luego se despidieron y Julian fue hacia su casa. Por el camino iba pensando que su vida se estaba complicando cada vez más. Aquel día había perdido el trabajo debido a la crisis de la construcción. Y si no encontraba trabajo pronto, perdería su permiso de residencia.

Angustiado entró en casa y abrazó a su esposa y a su hija.
Después celebraron el cumpleaños de la pequeña y Julian le entregó el regalo que había comprado en los almacenes.
No dijo nada.

Pero aquel fue el primer día que Julian sintió angustia y miedo por ser inmigrante en una sociedad que no le daba facilidades para establecerse.
Ese miedo lo acompañaría el resto de su vida.