Menuda tajada la que llevaba Robledo después de la cena de empresa que la Inombrable había celebrado en una discoteca de la ciudad.
Robledo intentó llegar a la barra de la discoteca, arrastrando los pies. Una vez conseguido su objetivo, se subió a una banqueta, cerró los ojos y los abrió de inmediato cuando descubrió que aumentaba su sensación de mareo.
Interiormente se reprochó el exceso de bebida durante la cena. Se sintió como Bronchales, su inmediato superior, que bebía siempre en exceso durante las cenas de empresa, para vencer su timidez.
Robledo era jefe de departamento. Hacía ya casi veinte años que su empresa había sido comprada por la Inombrable y las cosas, desde entonces habían cambiado mucho. Recordaba aquellos tiempos en los que sus subalternos sentían ilusión por la empresa y se entregaban a fondo a su trabajo. Cuando la Inombrable tomó cartas en el asunto, lo primero que hizo fue poner un reloj de marcar en las oficinas y la gente, rebotada, dejó de hacer más horas que las que tocaban.
Cuando hicieron el traslado a las oficinas de la Inombrable, todo el personal fue repartido en los diferentes departamentos de la empresa y, la gran mayoría, degradados. Robledo mismo, dejó de ser jefe para convertirse en comodín, utilizado por cualquiera de sus nuevos jefes. Como buena persona que era, se dedicó a ayudar a los suyos, intentando infundirles una cierta ilusión por su trabajo. Pasaron los años y consiguió no únicamente sobrevivir, sino convertirse de nuevo, en jefe de un departamento.
– Hola. ¡Si es el abuelo Cebolleta!.
– ¿Cómo?. ¿Me has llamado abuelo Cebolleta?.
– Así es como te llaman tus pupilos.
– Ya les cantaré las cuarenta a esa pandilla de «cachondos».
– ¿Bailas?.
– Sólo si me sujetas para que no me caiga. No estoy muy estable. ¿Quíén eres? – preguntó Robledo -. Tu cara me es familiar. ¿Trabajas en la Inombrable?.
– Me llamo Laura y hace muchos años fuiste mi jefe. Siempre he guardado un buen recuerdo de ti. Eres una buena persona – le tomó la mano y lo llevó a la pista de baile donde, afortunadamente, sonaba un lento. Empezaron a bailar. Ella acercó su boca al oído de él.
– ¿Cómo te han ido estos años, Robledo? – preguntó.
– No demasiado bien. Esto va de mal en peor.
– ¿Cómo?. Si has llegado a ser jefe de nuevo.
– Un jefe que no manda. Que no está de acuerdo con las políticas de la dirección y que no puede decir nada. No sabes lo difícil que está siendo tener que participar en los despidos que están haciendo de gente que es muy buena, sin poder oponerme a ello.
– ¿Por qué no puedes decir nada?.
– Porqué perdería el empleo.
– Y, ¿qué más te da el empleo?. A tu edad ya podrías jubilarte. Has cambiado, Robledo. Noto en tu voz una gran dosis de amargura.
– ¿Cómo quieres que esté?. Me ha tocado hacer el papel de malo. Yo, que siempre he dado confianza a los demás. Yo, que siempre he creído en mis subalternos – sus ojos empezaron a brillar y una lágrima resbaló por su mejilla. Laura de soltó, le cogió la mano y le dijo con ternura:
– Ven. Te voy a llevar a casa.
Condujo ella, al principio en silencio. Luego él empezó a hablar:
– ¿Sabes?. Toda una vida de trabajo intentando sacar lo mejor de mis subalternos para acabar relegado a ésto. Recuerdo que, hace años me encontré a un excompañero que no paraba de decirme de que lo que más recordaba de mi era mi gran humanidad. Si me conociera ahora, seguro que ya no diría lo mismo. Lo peor es que no tengo más remedio que callarme. La política del director es que si no estás de acuerdo conmigo, estás contra mi.
– Te vuelvo a preguntar. ¿Por qué no dices lo que piensas y te largas de esa empresa?. Seguro que a estas alturas ya tendrás pagada la hipoteca…
– Voy a tener que hacerlo. Tengo grabada la imagen de la mirada de uno de los chicos que me tocó despedir. No consigo que se vaya y algunas veces me despierto viendo su cara. Esto no puede continuar.
Cuando ella dejó a Robledo, éste se alejó con paso vacilante. Laura se lo quedó mirando, sentada en el asiento del coche. Luego recordó al Robledo que conoció años atrás y en el que acababa de dejar en su casa. Silenciosamente, empezó a llorar.
Robledo no recordó nada al día siguiente. Nunca supo quien le había acompañado a casa. Y hoy sigue jugando al papel que le toca jugar en la empresa.