La última oportunidad (2)

– Señor Zaforteza. Está aquí su hija – dijo la enfermera, mientras se apartaba para dejar pasar a una mujer.

El Sr. Zaforteza se levantó de su butaca y besó a su hija.
– ¡Hija!. ¡Cuánto tiempo!. Empezaba a pensar que te había pasado algo. Pero, siéntate. ¿Cómo te va, hija?.
– Bien, Papá. Todo como siempre – dijo mientras se acomodaba en un sillón.
– Bueno. Me alegra que hayas encontrado tiempo para visitar a tu padre al asilo.
– ¿Cómo te va a ti, Papá?. Me he enterado de que estás haciendo cosas no demasiado legales…
– Desde luego que son legales, hija. Mal andaríamos si no se pudiera sacar los trapos sucios de nuestros políticos en plena democracia.

– ¿Cómo se te ocurrió hacer eso?.
– Me lo aconsejó el psicólogo, Pascual, se llama. Su idea ha cuajado y la mitad de los residentes de este centro nos estamos dedicando a trabajar en ello. Por lo que me he enterado, otras residencias están dedicándose a lo mismo que nosotros. Además los funcionarios de la administración nos están ayudando mucho. El cinco por ciento de sueldo que les han rebajado nos ha ido muy bien y cuando encuentran irregularidades en documentos nos los hacen llegar.

– Y cuando no es así, recurres a tu nieto, ¿no? – dijo la mujer.
– No exactamente. Tu hijo, mi nieto, nos enseña a utilizar los ordenadores y la conexión a Internet. Él y sus amigos nos han montado la red que tenemos aquí. Incluso nos han contratado servidores en el extranjero para poder publicar nuestras averiguaciones. Así nuestros políticos, esa pandilla de corruptos, lo tienen más difícil para cerrar nuestras páginas.
– Entonces, ¿no está en peligo mi hijo?.
– Eduardo, a pesar de sus doce años, sabe perfectamente cómo navegar si dejar rastro. Creo que usa una cosa que se llama algo así como proxy.

– Estás jugando con fuego, Papá. Me da miedo lo que haces.
– No te preocupes hija. No tengo nada que perder. Hace un par de meses no tenía ganas de vivir. Me sentía inútil. Algo así como un trasto que ya no tiene utilidad alguna, aparcado aquí, a la espera de que mi corazón se pare. Y ahora tengo una razón para seguir viviendo. Y los que me ayudan aquí se sienten tan bien como yo. Sólo por eso ha valido la pena.

Apareció de nuevo la enfermera.
– Señor Zaforteza. Tiene otra visita. Un tal señor Fernández, no se qué. Le he hecho pasar a la sala de las visitas.
– Gracias Ester. Ahora voy. Avise al señor Radigales, por favor – miró a su hija y le sonrió -. Lo siento, guapa. He de dejarte. Este pájaro que ha venido me está esperando y no se puede hacer esperar a un alcalde.

Cuando Zaforteza entró en la sala de visitas se encontró con un hombre muy alterado.

– Buenas tardes señor Fernández – le saludó.
– ¿Qué es eso que va a publicar acerca de mi gestión como alcalde?.
– Nada del otro mundo. Los resultados de algunas pesquisas que vienen a demostrar que usted se embolsó un par de millones de euros, licitando unas obras.
– Yo no hice nada de eso.

– Entonces no tiene nada de que preocuparse – dijo Zaforteza sonriente -. La verdad siempre pone las cosas en su sitio.
– ¿Cómo puedo parar esa publicación?. Es falsa pero puede hacerme daño ahora que se acercan las elecciones.
– Quizás tenía que haberse hecho esta pregunta recién llegado a la alcaldía, ¿no cree?.
– Esta bien, ¿cuánto dinero quiere?.
– Nada. No necesito nada Aquí estoy bien atendido. No necesito ningún dinero.
– Y aún así va a publicar eso… ¿Por qué lo hace?.
– Para intentar mejorar una sociedad que se resquebraja por todos lados – contestó Zaforteza.

– Si usted publica eso yo me encargaré que tanto su hija como su yerno se queden sin trabajo – dijo el alcalde levantando la voz.
– ¿Es una amenaza?.
– ¡Claro que es una amenaza!.
– En este caso, creo que no tiene objeto seguir hablando. Quiero mucho a mi hija y no quiero hacerle daño. Déjeme que lo piense y ya le diré algo. Por cierto y entre nosotros, ¿se hizo con ese dinero?.

El alcalde abrió la puerta, miró atrás y contestó:
– Claro. Si conociera a mi mujer lo entendería.
Luego salió

– Eduardo. Necesito tu ayuda.
– Dime abuelo. ¿Qué pasa?.
– Tengo una película…
– ¿Ya has utilizado la cámara wifi que puse en la sala de visitas?. ¿Ha venido el pájaro?. ¿Radigales consiguió hacer una grabación decente?.
– Si. Y ha quedado de maravilla. La tengo en el disco de mi ordenador. ¿Podrás conectarte y copiar la película para publicarla en youtube?.

– ¿Tienes arrancado el ftp?.
– Si.
– Bueno. Me pongo en ello. Pero yo diría que esa película durará poco en Youtube. Te la pondré también en otros lugares alternativos, por si el tío ese intenta ejercer su autoridad para hacer retirar la película. Y enviaré los links a los principales periódicos del país. ¡Dios!, ¡que pasada!.
– ¿Qué pasa, Eduardo?.
– Nada. Estoy viendo la peli y está perfecta.
– ¿Mientras hablabas conmigo…?
– Si, abuelo. La he copiado y ahora la estaba viendo. ¡Es fantástica!. ¡Y el sonido es perfecto!. Felicita a Radigales de mi parte. Ah. Y felicidades para ti. Lo hicistes perfecto para sonsacar la información al alcalde.
– Gracias hijo. Dale un beso a tu madre de mi parte. Buenas noches.

Aquella noche Zaforteza se durmió sonriente y feliz.
Sabía que se iba a armar la gorda.
Y se armó, por cierto.

Magdalena y el asilo

La señora Magdalena aparecía por el bar de Santiago una ó dos veces por semana.

Pequeña, delgada, pelo blanco, con su rostro apergaminado, repleto de arrugas y de pecas, tenía ojos vivaces y una mirada cálida.
Santiago le servía la habitual manzanilla y luego se sentaba a charlar con ella.
Nunca le había preguntado la edad, pero Santiago le suponía unos ochenta y muchos años, muy bien llevados.

Con el tiempo había descubierto que era viuda desde hacía una veintena de años y que su único hijo, sacerdote, vivía en China, dedicado a la enseñanza.
Ella vivía en un pequeña y hermosa residencia de la tercera edad junto a otros venticuatro ancianos, cuidados por cinco enfermeras y un médico.

Aquella tarde la señora Magdalena le pidió a Santiago un carajillo, en lugar de la habitual manzanilla.
– ¿Está segura de que quiere un carajillo? – le preguntó.
– Si. Además que esté cargadito, Santiago.
Una vez servido, Santiago se sentó con ella.
– ¿Qué pasa?.
– No pasa nada – contestó ella.
– Mire. Estos ojillos pícaros no pueden engañarme – dijo Santiago -. A usted le pasa algo. Venga. Dígame. ¿Qué ocurre?.

– Nos van a cerrar el asilo. ¿Le hablé del señor Leandro, nuestro director?.
– Si.
– Pues verá. Nuestra residencia se nutre de una subvención del ayuntamiento que cubre casi el noventa por ciento de los gastos, de manera que a los residentes, únicamente nos tocaba pagar el diez por ciento restante. Agárrese, Santiago. El señor Leandro ha desaparecido. Hace un mes que no tenemos noticias suyas. Y lo peor es que la cuenta bancaria del asilo está vacía. Todo apunta a que nuestro director nos ha robado.
– ¿Lo han denunciado, supongo?.
– Claro. Y tengo una idea de dónde está.
– ¿Dónde?.

– En Estados Unidos. Tiene un hijo de unos treinta años. Tiene leucemia y los últimos meses han visitado a muchos especialistas. Su única solución era un trasplante de médula en la clínica Mayo. Seguro que está allí.
– Y, ¿les van a cerrar el asilo?.
– Si, a no ser que paguemos todas las deudas que hay pendientes y que crecen cada día. De momento, el médico y las enfermeras han aceptado seguir trabajando sin cobrar sus sueldos, pero dudo que podamos aguantar mucho.

– ¿Han pedido ayuda a las autoridades?.
– Si, pero nos han dejado claro que no es su problema, que nos hayan robado. Y en cuanto se marche el médico ó las enfermeras nos cerrarán la residencia, por no cumplir las normas.
– Deje que piense en ello, señora Magdalena. No se preocupe. Quizás pueda hacer algo.

Al día siguiente Santiago fue a la residencia. Se trataba de una torre antigua, pero hermosa y bien cuidada, rodeada de un jardín.
Santiago preguntó por la señora Magdalena y ésta le recibió en el despacho del director.

– Buenos días, Santiago. Estaba intentando poner un poco de orden en los libros de cuentas. Creo que ahora ya tengo claro cuales son los gastos mensuales de esta casa.
– ¿Y bien?.
– Son unos doce mil euros. Incluidos sueldos, medicinas, comida, gas, electricidad, agua…

Santiago sacó la cartera y extrajo de ella un talón.
– Tenga. Con eso podrá pagar los atrasos y los gastos del mes que viene.
– Gracias, Santiago. Pero no puedo aceptar ese dinero.
– Claro que puede, porqué no es un donativo. Es el adelanto de un trabajo que le voy a encargar. ¿Cuántos de sus compañeros están en condiciones de trabajar?.
– Deje que piense… Unos ventidós de los venticinco que somos.
– Bien. Déjeme organizar el asunto y no se preocupe. La mantendré informada. Por cierto. ¿Para que usan el cobertizo del jardín?.
– Para nada.
– Pues va a ser nuestra fábrica. Hasta mañana, señora Magdalena.

La policía detuvo al señor Leandro y a su hijo, ocho meses más tarde, al regresar de Estados Unidos.
La señora Magdalena fue a la comisaría, acompañada de Santiago y pidieron hablar con los detenidos.
Los llevaron a una habitación con cuatro sillas y una mesa, donde esperaron unos minutos.

Entraron padre e hijo, ambos esposados, sin atreverse a levantar la mirada. La señora Magdalena pidió al policía que les acompañaba, que les quitara las esposas.
Luego les hizo sentar.

– ¿Ha ido todo bien?. ¿Está curado su hijo, señor Leandro?.
– Si, señora. Todo fue bien. Y ahora tengo que pagar por el daño que he hecho al robar el dinero. ¿Han cerrado el asilo?.
– No. La verdad es que el asilo sigue funcionando.
– Le pido humildemente perdón por lo que hice, señora. Estaba desesperado y quería salvar la vida de mi hijo a toda costa. Lo cierto es que ni tan siquiera fui capaz de darme cuenta de las posibles consecuencias de mis acciones.

– No se preocupe, señor Leandro. No he venido a mortificarle por sus acciones. Conociéndole, soy capaz de darme cuenta de que su conciencia se lo habra hecho pasar muy mal.
– ¿Cómo puedo reparar el daño que les he hecho? – dijo el señor Leandro, con lágrimas en los ojos.

– Insisto. No nos ha hecho ningún daño. Me explico. Gracias a su acción tenemos un montón de amigos nuevos. Gente que nos ha ayudado. Desde que usted se marchó ahora tenemos un taller en el que diez compañeros se dedican a hacer unos muñecos que han sido un verdadero éxito comercial. Con el fruto de las ventas somos autosuficientes e incluso damos el sobrante a una ONG.
– ¿Cómo consiguieron la maquinaria?.
– Solamente necesitábamos máquinas de coser y un par de cacharros más. Y todo ello nos lo dieron los vecinos cuando se enteraron de nuestro problema, quienes incluso nos arreglaron el porche para hacerlo un lugar cómodo y cálido. También hemos creado un huerto en el jardín, que está a cargo de los otros diez compañeros. Ahora comemos lo que cultivamos. Incluso… – miró al policía que permanecía allí en pie – cultivamos alguna planta que ayuda a reducir la medicación de los que son diabéticos…

– Incluso la distribuimos – continuó, mirando de reojo al policía -. A pesar de que no es muy legal.
– Estoy muy sorprendido con lo que me ha dicho – dijo el señor Leandro.
– Y más que lo estará, cuando le diga que he retirado los cargos contra usted. Vengo de la fiscalía. Es usted libre…

Los ojos del señor Leandro e hijo estaban abiertos como platos.
– Siempre y cuando… – continuó la señora Magdalena – cumpla con una condición.
– Lo que sea, señora.
– No es usted quien la ha de cumplir. Ha de ser su hijo. Quisiera que, dado que ha estudiado contabilidad, sea él quien nos lleve las cuentas. Estoy harta de tener que hacerlo yo. Hay noches que sueño con números. Yo diría que, con dos horas a la semana, podrás hacerlo.
– Cuente con ello – dijo el chico.
– Y, tranquilo – dijo la señora Magdalena -. Si lo haces bien, te pagaré un sueldo, del que descontaré lo que se llevó tu padre.

Al salir de la habitación, el policía apartó a la señora Magdalena del grupo y le dijo:
– Respecto a la planta que ustedes distribuyen…
– Diga, señor – contestó ella asustada.
– ¿Ya no se acuerda de que fui yo quien le trajo las semillas desde Balaguer?.

Cuando la anciana salió de la comisaría, su rostro estaba iluminado por una gran sonrisa.