Beatriz se enfrenta al pasado

Beatriz empujó la puerta de aquel caserón. Al entrar notó un fuerte olor a humedad.

Empezó a subir las escaleras gastadas por decenios de uso. Iba despacio. Desde que había tomado la decisión de visitar aquella casa, había sufrido de ansiedad, mareos, vómitos e imsonmio.
A medida que iba subiendo por aquella escalera, los recuerdos afloraron en su mente.

Volvió a sentir aquelo miedo que le había acompañado durante toda su infancia. Recordó las muchas veces que su padre le había pegado cuando era pequeña, y la saña con que lo había hecho.

Apareció en su mente la imagen de aquella mesa en la que se sentaba Beatriz con sus hermanos, para hacer los deberes. Volvió a ver a su padre con el cinto en la mano.

– Beatriz. La tabla del cinco.

Temblando, la recitaba, mientras notaba los temblores de sus hermanos. Recordó el impacto del cinturón cuando se equivocaba y volvió a sentir aquel dolor agudo en su espalda. Al terminar aquella tortura, la habitación quedaba impregnada de olor a miedo y a la orina que ella ó alguno de sus hermanos no habían podido retener, mezclados con el olor a alcohol del aliento de su padre.

Volvió a aparecer en su mente aquel cazo en el que los padres mezclaban dos litros de agua con uno de leche, para que alcanzara para todos los hermanos. O la comida a base de pan y leche del domingo en la cocina, mientras los padres abrían el living que siempre permanecía cerrado, para agasajar a sus invitados con una opípara comida…

Miedo, hambre, dolor, rabia era lo que había tenido Beatriz en su infancia. A la primera ocasión había desaparecido de casa y nunca había vuelto a visitar a su padre.

Y ahora, quince años más tarde, había conseguido acumular la energía suficiente para atreverse a visitar aquella casa y a su padre.

Al llegar al rellano, llamó al timbre.
Le abrió la mujer que había sido amante de su padre, mientras su madre vivía.
La saludó y le dijo que quería ver a su padre.
Ella la condujo a una habitación y allí estaba su padre, quien se levantó de su butaca.
Beatriz se asombró al verlo. A pesar de tener unos setenta años, aparentaba tener casi noventa. Su cuerpo estaba encorvado y se movía con lentitud. Su cara, sus manos estaban completamente arrugados. Su boca no mostraba diente alguno.

– Beatriz, ¿eres tu, hija?.
– Si, padre. Soy yo.
– No has venido a juzgarme, ¿verdad? – sus ojos se llenaron de lágrimas al decirlo.
– No padre. No he venido a juzgarte.
– Perdóname hija, perdóname por todo el daño que te he hecho – dijo, mientras la abrazaba, llorando.

– Hace ya años que le perdoné, padre – susurró Beatriz.
– Te juro hija, que he pagado por todo lo que os hice a ti y a tus hermanos. Cada día de todos estos años me he juzgado cientos de veces y he sufrido la condena que merecía: la soledad.

Cuando Beatriz salió de aquella casa, notó que se sentía mucho más liviana. Por fin había conseguido pasar una página que desde hacía años se resistía.