La redada

Humano: condición ocasional que alcanza una persona de vez en cuando, si le da el punto. (Miguel Brieva).

– ¡Policía, abran!. ¡Abran a la policía!.

Dentro de aquel almacén de la zona portuaria, Páez, el inspector, pudo escuchar ruido de exclamaciones, pasos apresurados y carreras. Hizo un ademán a los policías que le acompañaban y dos de ellos cargaron contra la puerta, abriéndola de golpe.

Una vez entró la policía dentro del almacén, no les fue difícil reducir a las personas que estaban dentro.
– ¿Donde está la autorización del juez para registrar este almacén? – dijo un hombre gordo, el único de los arrestados que llevaba corbata.
– Usted debe ser el señor Martos, me imagino, el dueño de todo esto. – miró a los policías y les hizo un gesto -. Meterlos a todos en aquel cuarto. Que no hablen entre ellos. Martos. Vamos a su despacho.

Ya dentro del despacho, Páez se sentó detrás de la mesa de Martos e hizo un ademán al detenido para que se sentara.
– Tengo varios cargos contra usted, Martos. Y da la casualidad de que es usted reincidente. Esas pequeñas minucias le servirán para ir a pasar a la cárcel, unos cuantos años de su vida. En concreto diez, con suerte y un buen abogado.
– ¿Qué he hecho esta vez?. ¿De qué se me acusa?.

– De lo habitual en usted. De dedicarse a la falsificación de medicamentos. ¿Sabe?. Existe algo a lo que llaman patentes. Y usted se las está pasando por el arco de triunfo – tomó de encima de la mesa un bote de pastillas y leyó la etiqueta – ¡Hombre!. ¡Justo lo que necesitaba!. ¡Un poco de viagra!. Debe estar forrándose fabricando esa mierda.
– ¿Mierda?. ¡Es idéntica al original!. No hago como otros, que venden pastillas sin los componentes correctos. Sepa usted que mi viagra es tan buena como la que venden en las farmacias.

– ¿Qué más da?. Falsificar un medicamento es un delito y usted es un delincuente. Ya sabe a qué se enfrenta.
– Lo sé. ¿No podríamos llegar a un acuerdo?. ¿Una cantidad generosa para que pueda usted pagar su hipoteca?. Además tendrá suministro grátis de viagra de por vida.
– Ni lo sueñe. No me gustan los sobornos. Además, ¿qué les diría a los agentes que han venido conmigo a hacer la redada. Ellos han visto las máquinas y las pastillas. ¿Les digo que eran caramelos para la garganta?. No. Eso no colaría.

– Entonces estoy perdido – dijo Martos hundiendo la cara entre sus manos.
– Quizás… – dijo Páez.
– Quizás – repitió Martos, levantando la cabeza.
– ¿Quizás sería capaz de hacerme un favor?.
– Lo que sea si me ayuda a salir de este lío.
– ¿Cuantas horas dedica usted en fabricar medicamentos al día?.
– Unas diez horas.

Páez sacó del bolsillo un papel y se lo tendió a Martos, quien lo tomó y leyó.
– ¡Pero si esta fórmula es de un medicamento para tratar el SIDA!. La patente es de los laboratorios…
– ¿Puede usted fabricarla?.
– Tendría que invertir una pasta en maquinaria nueva.
– Pues hágalo. Escuche. La cosa consiste en lo siguiente: yo hago la vista gorda, usted sigue fabricando viagra y, de esas diez horas que emplea en hacer pastillas azules, dedica dos horas a fabricar el fármaco de esta fórmula, que me entregará cada sábado por la mañana. Calculo que podrá fabricar unas cincuenta mil pastillas de viagra y unas diez mil pastillas para el SIDA.

– Y, ¿qué les dirá a los policías que han venido con usted?.
– Son de confianza. Sabían de antemano lo que le iba a proponer.
– ¡Que cabrón!. Era todo un complot.
– Si. Pero no me falle, Martos. Mírelo así. El fármaco contra el SIDA es su buena obra. En Africa se lo van a agradecer.

En el bar, Paco y Páez estaban sentados en una mesa, bebiendo sendas cañas. Paco hizo una seña a Santiago para que se uniera a ellos.
– ¿Que haces? – dijo Páez riendo – . ¿Quieres que venga ese proxeneta?. Me he enterado de que tiene un piso con chicas.
– Lo sabes desde hace años, Páez. Y te bastaba con ir una única vez al piso para descubrirlo. Y vas cada semana, pervertido.
Santiago se sentó con ellos.
– Pues – dijo – estoy empezando a plantearme si hacerle el cliente del mes. Las chicas le quieren mucho y además se sienten más seguras sabiendo que tienen cerca a un policía.

Páez levantó su vaso y dijo:
– Brindo por el nuevo socio que acabo de incorporar al club de fabricantes de fármacos. Con ese ya tenemos doce.
Chocaron los vasos y bebieron.
– ¿Asi que cayó también Martos?.
– Cayó.
– Javi estará contento – dijo Paco.
– ¿Javi? – preguntó Páez.

– Si. El hijo de Ernesto – dijo Santiago -. El que cultiva Artemisa Annoa en Africa. Javi es su hijo. Y es a él a quien enviamos los medicamentos contra el SIDA que él distribuye por los hospitales africanos. Antes se fabricaban en la India, ellos ignoraban las patentes, hasta que el gobierno norteamericano les forzó a dejarlo. Por cierto, en su última carta, Javi me contó haber conocido a un tal Ryan, canadiense. Un chico cuya historia es conmovedora. Algún día os la explicaré.

– ¿Y si nos pillan? – preguntó Páez.
– Mala suerte – contestó Santiago.
– Pero alguien lo tenía que hacer – dijo Paco .- Si tenemos que esperar a que los políticos den un paso para arreglar el mundo, estamos perdidos.
– Cuenta la historia de Ryan, Santiago.

Y Santiago contó la historia de un niño, Ryan, que a los seis años empezó su lucha por mejorar el mundo.
Cuando éste terminó de explicarla, los tres tenían los ojos llenos de lágrimas.