– ¿Dónde estoy?.
– Acabas de morir.
– No es posible… Seguro que los médicos me hacen volver.
– Lo dudo mucho. El forense acaba de poner los restos de tu cerebro en un bote de formol. Me sorprendería mucho que alguien pudiera revivirte en estas circunstancias.
– Y tú, ¿quién eres?.
– Alguien a quien conociste hace sesenta años. ¿No me recuerdas?. Fuimos compañeros en la Universidad.
– ¡Espera!. ¿Sandra?.
– La misma. La que estuvo y está enamorada de ti.
– ¿Enamorada de mi?. ¿Lo dices en serio?.
– Desde luego que si. Pero conste que me enamoré de aquel Paulino de apenas veinte años, tímido, afable, romántico, idealista, vital. Nada que ver con el Paulino de ahora. No te volví a ver mas cuando abandonaste la Universidad al terminar tus estudios y me quedé con tu imagen de entonces. Por eso sigo enamorada.
– Nos llevábamos bien – recordó Paulino -. Recuerdo con nostalgia aquellas noches en las que nos reuníamos Pedro, Laura, Jesús y tú para hacer los trabajos de economía de la empresa. Me ayudaste mucho, entonces. Fueron unos años maravillosos. Y me encantó el cambio en nuestra relación: de ser compañeros de clase pasamos a ser novios.
– Situación que duró apenas un año. Luego entraste en aquella multinacional.
– La Innombrable…
– Si. Y encontraste un buen partido: una mujer de buena familia, muy ambiciosa, que te empujó a ascender en la empresa. Se negaba a ser la esposa de un empleadillo y eso te hizo cambiar. Empezaste por olvidar aquello que te diferenciaba del resto: tus principios. Poco a poco fuiste aceptando como algo normal el soborno, los pisotones a los compañeros, fomentar rumores falsos que te beneficiaban, o poner a tu gente en departamentos que te interesaba controlar…
– Bueno. Tenía que ganarme la vida. Si no hubiera renunciado a mis principios, no hubiera llegado a ninguna parte.
– Pues, mira por dónde, eso es lo que me gustaba de ti. Luego tu ego empezó a crecer desmesuradamente, cuando llegaste a tu máxima cuota de poder. Te encantaba reunir a tus subordinados para soltarles arengas que les interesaban muy poco. En realidad te gustaba escuchar tu voz, cuando hablabas en público, dejando caer frases ingeniosas que sólo tu ego era capaz de reír.
– Bien que me las reían.
– Claro. ¿Qué iban a hacer tus subordinados?. Menos mal que, con el tiempo, tu amigo Rodolfo fue dándote un cierto barniz intelectual, al recomendarte unos cuantos libros clásicos, que elevaron un poco el nivel de tus disertaciones en público. Creo que incluso, empezarte a asistir a conciertos de música clásica y óperas, sin encontrar en ello más que una forma de sacar en una conversación el tema, para aparecer como un intelectual.
– Lo cierto es que nunca llegué a entender la música clásica.
– Y pensar que tu asiento en la sala de conciertos, lo hubiera podido ocupar alguien que sí apreciara la música… ¡Que desperdicio!.
– Bueno. No es para tanto.
– Luego apareció Felisa, que te hacía todo aquello que tu esposa se negaba a hacer.
– Sólo era sexo.
– Con disfraz de colegiala.
– Bueno. Es que me ponía y mucho.
– Claro. No lo dudo. El sexo es lo único que Felisa sabe hacer. Y tu vas y la asciendes. Vamos. Que le das poder a una perfecta inútil.
– Bueno. Eso no es perjudicial.
– Cuéntaselo a los que dependían de ella… Y, por fin, cuando está a punto de descubrirse que no eres más que un arribista embustero, capaz de mentir mas que un político español, llega la jubilación. Entonces tu ego cae en picado, ya que no puedes conseguir la cuota de admiración a la que estabas acostumbrado. Tu mujer pasa totalmente de ti, tras los dos o tres viajes que hicisteis como celebración. Está harta de tenerte en casa las veinticuatro horas del día. Tus hijas ya están casadas y odian ver a su egocéntrico padre, aunque lo disimulan las dos veces al año que no tienen mas remedio que verte.
– Pero estoy en varios consejos de administración…
– Eso son cuatro reuniones al año. En las que, por cierto, no te dejan hablar. Resumiendo: ¡que vida tan mediocre la tuya!. Casi podría decirse que lo mejor que has hecho ha sido morirte.
– Por cierto, ¿cómo he muerto?.
– ¿No lo sabes?.
– No. Recuerdo que estaba hablando con mi mujer y nada mas. Quizás he tenido un infarto…
– Nada de eso, Paulino. Tu esposa te ha disparado en la cabeza con aquella pistola que compraste en Estados Unidos, hace veinte años.
– ¿Me ha matado mi esposa?. ¡No puedo creerlo!. ¡Si ella me quiere!.
– Yo diría que te quiere un poco menos que a tu dinero.
– Bueno. Se pudrirá en la cárcel.
– No lo creas. Lo hizo muy bien. La pistola ha sido encontrada en tu mano derecha, con rastros de pólvora en ella. Y está el email.
– ¿El email?.
– Si. Ese que has enviado de despedida, indicando que te ibas a suicidar. La policía ya ha puesto “suicidio» en tu expediente. Y ya hay un pelota en la Innombrable, escribiendo un artículo sobre aquel subdirector maravilloso que dedicó cuarenta y tantos años a la empresa.
– ¡Joder!.
– ¡Y tanto!. Bueno. Te dejo. Adiós Paulino. Fue un placer conocerte… entonces.
– ¿Te vas?. ¿Y yo qué?. ¿Me quedo aquí para siempre?.
– No. Ahora se apaga la luz y desapareces.
La luz se apagó.