Don Mariano y los matrimonios de conveniencia

Don Mariano tenía el informe sobre la mesa, en un sobre cerrado que no se atrevía a abrir.

Recordó el desastre que había sido su matrimonio, acordado por sus padres. Nunca llegó a funcionar, pero les había permitido vivir en la abundancia.
Su trabajo como funcionario del juzgado era una forma como cualquier otra de ocupar su tiempo, ya que no necesitaba su sueldo para vivir.

Tenía un hijo, recuerdo de la única noche de pasión con su esposa. El resto de los encuentros, en sus veinticinco años de matrimonio, podían contarse con los dedos y habían sido desastrosos.
Dormían en habitaciones separadas y nunca se visitaban por la noche, salvo aquella ocasión en la que ella entró en su cuarto con aquel camisón transparente y que significó una noche única para él.
Pablito tenía ya quince años y en ese tiempo nunca se había repetido lo de aquella noche.

Don Mariano fue a la puerta, la abrió y le indicó al hombre que estaba esperando fuera que entrara.
Cuando Paco entró, el funcionario le señaló la silla y sentó al otro lado de la mesa.
Iba a iniciar el interrogatorio para averiguar si aquel hombre se casaba por conveniencia, si se trataba de un matrimonio pactado por dinero, para que su futura esposa – argentina – pudiera obtener los papeles de la nacionalidad española con facilidad.
Abrió la carpeta en la que aparecían las respuestas de ella a sus preguntas y la puso delante para compararlas con las respuestas que le iba a dar aquel hombre.

Primero le hizo las preguntas rutinarias. Nombre y apellido, hermanos, dirección, nombre de los padres… Todos los datos que tenía que saber acerca de su futura mujer.
Paco contestó sin vacilación a todas las preguntas.

– ¿Cómo es su cama?.
– Grande, de matrimonio – contestó Paco.
– ¿Tiene mesita de noche?.
– Si. Es cuadrada, con un cajón y una lámpara encima.

Don Mariano miró las respuestas de ella. Coincidían.

– ¿Tiene ella alguna marca en su cuerpo? – preguntó.
– La cicatriz de una quemadura en la mano – contestó Paco.
– ¿En que lado le gusta dormir cuando está con ella.
– En el izquierdo.

Hasta aquí todo coincidía.

– ¿Qué posturas prefieren cuando hacen el amor?.
– ¡Hasta aquí puedo llegar! – rugió Paco -. Sintiéndolo mucho no voy a entrar a relatar ni a usted ni a nadie, algo que pertenece a mi intimidad. A la mía y a la de ella. Entiendo que usted está haciendo su trabajo. No estoy ni nunca he estado de acuerdo en que alguien pueda juzgar y decidir sobre la intencionalidad de mi matrimonio y denegármelo en función de su juicio. Y, ¿llaman a éste el Estado de las Libertades?. ¿Libertad para qué?.

Don Mariano miraba con cara de asombro a su interlocutor sin atreverse a interrumpirlo.

– Trabajo en una empresa – continuó Paco – en la que tengo que aguantar las rarezas de mi jefe que es un enfermo que disfruta machacando a sus subordinados y sin que yo pueda hacer otra cosa que aguantarlo. Soy pacifista y he de permitir que parte de mis impuestos se vayan a financiar la compra de armas y un ejército que no deseo, así como para intervenir en guerras en las que nadie nos ha dado vela. Cuando viajo he de permitir que me registren en los aeropuertos como si fuera un delincuente. Cada vez que compro tecnología he de pagar un canon que presupone que voy a violar los derechos de autor. La mitad de mi sueldo se va en pagar una hipoteca…

– ¿Usted cree que eso es libertad? – continuó Paco -. Y cuando decido casarme, he de pedir permiso, no sea que esté haciendo negocio con ello. ¿Ha estudiado historia?. Entonces sabrá que el noventa y ocho por ciento de los matrimonios de familias reales, se han hecho y se hacen por conveniencia. ¿Les hacen pasar a ellos por un interrogatorio?.

Poniéndose de pie, Paco fue hacia la puerta. Se giró.

– Imagino que con lo que le acabo de decir, me he quedado sin boda. Que tenga usted un buen día.

Abriendo la puerta salió.

Don Mariano se quedó pensativo.
Estiró la mano y tomó el sobre que no se había atrevido a abrir antes.
Lo rasgó y leyó la hoja que había dentro. Era el resultado de un examen de ADN.
Se confirmaron sus temores. Su hijo no era su hijo. Aquella noche maravillosa que había tenido con su esposa no había sido otra cosa que una maniobra de ella, para ocultar que estaba embarazada de otra persona.
Llevándose las manos a los ojos se puso a sollozar.

En el bar, Santiago estaba limpiando la barra, minutos antes de cerrar.
Estaba pensando en Sonia, la chica argentina que tenía que haberse casado con Paco para normalizar su situación en el país. El se lo había pedido y Paco no puso ningún reparo, a condición de separarse cuando ella tuviera los papeles.
¡Que bocazas había sido Paco con el funcionario!. En realidad tenía razón con lo que dijo. Pero hubiera sido mejor que se hubiera ceñido al guión que habían estado preparando durante dos noches.
– ¡Santiago! – entró Paco corriendo – ¡mira lo que acabo de recibir!.
Le dio un sobre.
– ¡Me puedo casar!. ¡Aceptan mi matrimonio con Sonia!.

Santiago abrió el sobre y leyó la carta. Era cierto.
Lo celebraron con una cena en el piso, con todas las chicas, entre ellas Sonia.
Una semana más tarde se celebró la boda.

Ella se fue a vivir a casa de Paco por unos meses, para mantener las apariencias. Y ya no salió de aquella casa, salvo las dos veces que tuvo que ir a parir al hospital.
Fueron dos hermosas niñas, por cierto.

Don Mariano se divorció. Y siguió queriendo a su hijo, como si fuera suyo.
Suele ir al bar de Santiago a cenar y una vez por semana, al piso.
Sospecho que no tardará en casarse.

La Soledad

¿Por qué se rehuye la soledad?. Porqué son muy pocos los que se encuentran en buena compañía consigo mismos.
(Carlo Dossi)

Se trataba de una mujer fuera de lo común.

Morena, delgada, de ojos grandes, tenía todo aquello que un hombre podría desear de su pareja.
Podías hablar con ella de cualquier tema. Se expresaba con una riqueza de vocabulario impresionante, dada la cantidad de libros que devoraba sin parar. Le gustaba la historia, la música con mayúsculas, la ciencia, la filosofía, la cultura oriental…
Astuta, irónica, sacrástica, imaginativa, con un gran sentido de humor, siempre te sorprendía con su conversación.
Era coqueta, muy coqueta, de esas mujeres que saben que una mirada, un gesto, puede volver loco a un hombre y lo sabía utilizar a la perfección, por cierto.

La conocí cuando su vida no estaba yendo demasiado bien. Por lo menos como ella quería.
Acababa de salir de un matrimonio de veinte largos años, con un hombre que no había sido otra cosa que el fiel reflejo de su madre, una persona dominante, exaltada y bastante histérica, de ideas muy firmes, demasiado firmes, que le impedían siquiera concebir otros puntos de vista diferentes al suyo.

Lo que más me sorprendió, cuando la conocí, fue su incapacidad para estar sola. Al ganar su confianza, me contó que el día que su marido se marchó de casa, esperó media hora y salió a la conquista de otro hombre.

Su concepto del amor estaba muy ligado a los celos. Le gustaba provocar a otros hombres para medir los celos de su pareja. En función del tamaño de su reacción, se sentía más ó menos amada.
Debido a ello, discutía frecuentemente con su pareja y eso la hacía sentirse viva, amada.
Nunca tomaba decisiones abiertamente, pero tenía una capacidad innata para hacer que su pareja hiciera lo que ella quería, de manera que pareciera que era él quien quien tomaba la decisión.

Necesitaba estabilidad, salir de aquella soledad para siempre y pronto, encontró un hombre que respondía a sus necesidades.

Se trataba de un solterón bien situado, tranquilo, manejable y con muy poca confianza en si mismo, lo cual lo convertía en un ser terriblemente celoso. Era totalmente opuesto a ella. En su vida había leído otra cosa que la prensa deportiva, era fanático de su equipo de fútbol, le encantaban los programas basura de televisión y bebía como una esponja.

Salieron durante años. Realmente salir con una mujer como aquella, era una aventura continua.
Solían quedar los fines de semana, que pasaban juntos en el piso de él ó el de ella y ocasionalmente, se veían algún día entre semana.
De esta manera, él seguía manteniendo su vida tranquila, sin romper los hábitos de toda su vida de soltero.

Sin embargo, ella me confesó, aquello no era lo que quería. Necesitaba más. Buscaba el matrimonio.
Estaba harta de seguir estando sola durante toda la semana, hasta el viernes.

Un día descubrió que su pareja, entre semana, se dedicaba a chatear con otras mujeres e incluso, ocasionalmente, quedaba con ellas.
Lo sospechó, cuando le oyó decir – estaba él charlando por teléfono con un amigo, pensando que no era escuchado – el nombre de uno de esos foros a los que se conectaba. La tarde siguiente desde su casa, entró en el foro y se dio de alta. Esa misma tarde estuvo chateando con él, ya que lo reconoció sin problemas por su reducido vocabulario. Ella ocultó su identidad, quizás reduciendo también al mínimo, su rico vocabulario.
Acabó el chateo, quedando con él la noche siguiente, en un bar. Desde luego, no se presentó a la cita.

Aún así, ella quería retenerlo. Quería vivir con él. Era su pasaporte para huir de la soledad.

Hablé mucho con ella. Intenté convencerla de que antes de dar este paso, tenía que aprender a ser dueña de su vida, a tomar sus decisiones, a analizar y superar su pasado y sobre todo, salir de esa angustia que la soledad le producía, para poder amar a alguien sin condicionamientos.

No conseguí hiciera caso de mis palabras.
Comprendió que la única manera que tenía de estar con su hombre, era dándole un hijo.
Pero no consiguió quedar embarazada. Siguió un tratamiento de fertilidad bastante molesto, en vano.
Hubo de someterse a fecundación “in vitro” para conseguirlo.
Por fin lo consiguió: seis meses antes del parto, se casó con él.
A los nueve meses nació una hermosa niña.

Con su boda nos alejamos el uno del otro. Hubo un único encuentro y ella me contó que seguía sintiéndose sola. Tenía a su preciosa niña, pero su marido se había distanciado.

Tal vez aquel hombre descubrió que su matrimonio no era otra cosa que la manera que había tenido ella para superar la angustia de su soledad.
El siempre viviría con la duda de saber si su esposa lo amaba realmente ó simplemente lo necesitaba.
¡Que duro es sentirse solo cuando estás con otras personas!.

Mi opinión, si te apetece conocerla, amigo lector, es que lo amaba. Ella lo amaba de verdad.
¿Que cómo lo sé?.
Simplemente porqué la conocía y lo leí en sus ojos muchas veces.

Lo duro es pensar que ella, casada y con una hija, nunca dejará de sentir la soledad.
Simplemente ha cambiado el tipo de soledad.