El Mago

—Yo ya tengo once discos de cuentos —dijo un chico pequeño—, que puedo escuchar cuantas veces quiero. Antes me contaba cuentos mi papá, por la noche, cuando volvía de trabajar. Eso sí que era bonito. Pero ahora no está nunca. O está cansado y no tiene ganas.
—¿Y tu mamá? —preguntó María.
—También está fuera todo el día.

Momo – Michael Ende

Le llamaban “el Mago” y sin embargo no lo era. Debía este sobrenombre, a la cantidad de personas que había curado.
Porqué se dedicaba a curar. Sin embargo no llevaba, como todos los médicos, un maletín con estetoscopio, tensiómetro y demás intrumentos para diagnosticar enfermedades.
Sus pacientes no presentaban, generalmente, dolencias físicas.
Atendía a domicilio y por lo general, no era el propio paciente quien solicitaba su ayuda profesional. Solía ser su familia la que detectaba la enfermedad.

El paciente de “el Mago” era aquella persona que había sucumbido al mundo de las prisas, el trabajo, el poder, la carrera por el dinero. Gente incapaz de apreciar una puesta de sol, de contar un cuento a sus hijos, de perderse en la profundidad de la mirada de su esposa, viendo solamente rutina cada vez que regresaba a casa.
Dejaba de dedicar su tiempo a los seres queridos por preferir utilizarlo en “cosas útiles” y “necesarias”. Con los años se iba rodeando de una capa de insensibilidad que le alejaba de quienes no pensaban como él.
En último extremo, el enfermo o enferma acababa con un infarto, una depresión o con un grave alcoholismo.
Hijos que se sentían abandonados, esposas o esposos, que tenían a su lado el espectro de la persona a quien amaban, eran los que requerían los servicios de “el Mago”.

Recuerdo que tenía yo unos doce años. Conocí a “el Mago” el día que fui a visitar a unos compañeros del colegio.
Habían sido ellos quienes reclamaron la presencia de aquel hombre y, a poco rato de estar jugando, él llegó a la casa.

Vestía un traje de lana bajo el abrigo azul y llevaba un estuche en su mano izquierda. Su cara estaba oculta por una barba totalmente blanca, tan blanca como su cabello e incluso sus cejas. Pero lo que resaltaba más en aquel rostro eran sus ojos, que parecían capaces de penetrarle a uno y descubrir sus mas íntimos secretos.

Mis amigos, tras colgar su abrigo en la entrada, condujeron a “el Mago” a la salita, en la que estaba el padre, leyendo el periódico. “El Mago” les indicó salieran del cuarto, pero que estuvieran atentos a su llamada.

Al lado de la puerta solamente podíamos escuchar el murmullo de una conversación que no tardó en languidecer. Luego empezó a oírse un violín. Los primeros minutos, el violín tocó una pieza llena de estridencias que me pareció una jaula de grillos rabiosos. Cuando “el Mago” terminó la pieza, empezó a tocarla de nuevo. Pero esta vez, muchas estridencias habían desaparecido e incluso podía entreverse una melodía. Tocó la misma pieza durante casi una hora, pero cada vez que volvía a atacarla, iba sustituyendo las estridencias por armónicos. La melodía fue revelándose con cada vez, mayor firmeza. Era bellísima y nos sobrecogió a todos.

Al acabar, “el Mago” llamó a mis amigos y les hizo entrar. Yo me quedé fuera, viéndolos entrar en la habitación, con lágrimas en los ojos.
El padre seguía en su sillón pero ya no leía el periódico. Estaba llorando. Sus lágrimas arrasaban su cara y tenía temblores provocados por el llanto.
Mis amigos abrazaron a su padre y entonces “el Mago” volvió a ponerse el violín sobre el hombro y volvió a interpretar la pieza. Pero esta vez lo hizo con mayor lentitud, alargando las notas y también los silencios.
Los primeros compases me cautivaron por su belleza inusitada. Noté como mis ojos volvían a llenarse de lágrimas y no pude retener el llanto. Aquello era lo mas bello, lo mas hermoso que había oído nunca. Su lirismo, su magia, se habían adueñado de mi alma y me pareció no estar ya en aquella casa. Me sentía como transportado a un mundo en el que no había otra cosa que belleza, bondad, amor.

Cuando se acabó la melodía, “el Mago” guardó su instrumento en el estuche, se dirigió a la puerta de entrada y se puso el abrigo. Luego sacó una caja de un bolsillo y la dejó sobre la mesa. Después, abrió la puerta y se marchó.

Miré hacia la sala y vi que padre e hijos seguían abrazados. Me sequé los ojos y fui a la entrada. Miré la caja, sobre la mesa. Era de madera, con una cuerda en la parte de abajo. Era una caja de música. La abrí y volvió a sonar aquella música que había interpretado el mago. La cerré.

Luego me marché. En aquellos momentos estaba de más en aquella casa.

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Ludwig
16 años ago

Es eso lo que pienso yo también.Sería fantástico que alguien fuera capaz de limpiarnos y quitarnos esa coraza que nos ponemos cada mañana.O una pastillita de «Soma», como en el libro de «Un mundo feliz», de Huxley.

Anónimo
Anónimo
16 años ago

Dicen que la musica amansa a las fieras. Seria maravilloso que cuando estamos envueltos en la voragine impetuosa del caminar por la vida sin muchas veces darnos cuenta de lo que pasa por nuestro lado, una simple nota musical nos hiciera parar de golpe, vaciar el saco de inmundicia que a veces llevamos todos cargados a la espalda y como cuentas en tu historia poder mirarnos a los ojos sin hacer falta mediar palabras. Pero no somos fieras somos humanos.Uriperez